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Contra el patriarcado de la maternidad Opinión

Contra el patriarcado de la maternidad

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La ministra del Interior, Izkia Siches, comparó la agenda de cuidados de la cartera que dirige con “una madre que cuida a sus hijos”. Sus palabras se dieron en el contexto de una nueva conmemoración del Día Internacional de la Mujer, y por lo mismo resultaron desafortunadas y hasta irritantes.

Es culturalmente hegemónica la idea de que los cuidados están definidos por el paradigma de la maternidad, haciendo que una condición biológica funcione como una ontología femenina, lo cual atenta contra la generación de una mirada más amplia y crítica de los cuidados, a la vez que invisibiliza a otras mujeres (incluyendo a las mujeres trans) que no son madres o que no pueden ser madres por infertilidad o por su orientación sexual.

Pero si la maternidad se ha vuelto tan importante para la cultura biopolítica del presente, no se explica que los tratamientos de fecundación in vitro en Chile no sean considerados un derecho biológico, sino que un lucrativo negocio para las clínicas de reproducción humana. Sin duda esto es una forma de castigo para aquellas mujeres que no pueden embarazarse “naturalmente”.

Peor aún cuando el concepto de “cuidado” queda reducido al significado de la maternidad, porque con ello se dejan de lado una diversidad de cuidados que exceden el campo del familiarismo, que además es profundamente conservador. Por ejemplo, el cuidado de personas postradas o de adultos mayores, considerados una carga en la medida que nuestra sociedad, a través de la biomedicina, sobrevalora los cuerpos en edad reproductiva.

Este fenómeno obedece al surgimiento de la economía capitalista y de una racionalidad gubernamental que hace de la población —concepto que define al ser humano como una especie viviente con sus propias leyes y mecanismos, y ya no tanto como un sujeto de la ley soberana— el objeto de sus prácticas. De hecho, en el curso del 14 de marzo de 1979, Michel Foucault señala, en su reflexión sobre el neoliberalismo, que la maternidad ha sido convertida en un instrumento para la formación de capital humano.

Si los tratados de finales del siglo XVIII relacionan el arte de gobernar con la figura del padre que conduce a su familia, es decir, con una economía del poder, el valor creciente de la maternidad en el capitalismo es consustancial a las técnicas de gobierno surgidas en esta época. Y si el gobierno siempre remite a la administración de las cosas, será el cuerpo, en cuanto a su constitución genética, concebido como un recurso que debe calcularse en función del análisis económico, que todo lo procesa en términos de inversión y utilidades. Por cierto, no se trata de hacer un llamado a no tener hijos, sino que a transformar la reproducción y los cuidados en una labor colectiva que vaya más allá de la madre o del padre.

Este horizonte contribuye a redefinir radicalmente el nexo entre política y vida, sobrepasando los modelos hermenéuticos de la racionalidad neoliberal de gobierno. Se trata de una constelación comunitaria en que la vida ya no es un objeto de cuidado al costo de su creciente pérdida de socialización, como normalizar la pertenencia de los hijos al cuidado de la madre, un eje que además es constitutivo de las más repulsivas prácticas del patriarcado.

Es relevante también tomar en consideración que, si dejamos el cuidado a merced de la maternidad, omitimos que los estímulos culturales que cultivan la condición humana desde la niñez son inseparables de la conformación histórica de las clases sociales, de la división sexual del trabajo y de las desigualdades económicas que son inherentes al capitalismo.

Empero, no es extraño que en una sociedad como la nuestra que sigue siendo tan conservadora, incluso los discursos progresistas de la izquierda no logren desnaturalizar las constricciones que padece la potencia vital de los seres humanos, porque en los hechos la maternidad inmuniza a la mujer, la priva de experiencias y la oprime en un espacio de cuidados que refiere al reducto acotado y segregador de la familia. De ahí que extrapolar el cuidado —en el sentido que aquí exponemos críticamente— al ámbito de las instituciones políticas, no sea un signo democratizador de nuestro tiempo, sino que más bien autoritario y que fomenta las lógicas neoliberales.

En cambio, en el cuidado como una política de lo impersonal está la posibilidad de desmantelar las relaciones de mercado y la gestión de las posesiones que caracterizan al neoliberalismo, así como el régimen de las herencias patrimoniales propio de la cultura familiar. Es justamente el momento en que la mujer (y el hombre) se asoma a aquello que la excede, la apertura común de la carne en la que el cuerpo deviene un fenómeno múltiple, despojándose de los códigos socioculturales —que lo fijaban a cierto orden— para inventar un mundo compartido.

El dispositivo de la maternidad, cuya subjetivación concierne al cuidado de los hijos, es un resabio del humanismo antropológico, del que se nutre todo un conjunto de prácticas de sujeción, ya que dividir a las mujeres en zonas de distinto valor de acuerdo con la maternidad, desencadena un racismo cultural inconfesado. Si algo hemos aprendido del feminismo y de su intento por deconstruir los roles de género, es que la mujer no es una entidad inmutable (el hombre tampoco), o lo que habitualmente se denomina “naturaleza humana”.

Lo que hace posible la existencia de los seres vivos no es su adhesión a un linaje identitario o a un sistema de semejanzas, como lo prueba el proceso de gestación del óvulo en el vientre femenino. El crecimiento del embrión se da en un ambiente que le resulta hostil desde el comienzo, porque el cuerpo de la madre produce antígenos para expulsar a un organismo que le resulta extraño (lo que facilita la fecundación es una relativa heterocigosis paterna), el cual se termina fortaleciendo precisamente gracias a la reacción inmunológica del organismo que lo hospeda.

A diferencia de la guerra (que por estos días nos acongoja), la fecundación es una defensa afirmativa en la que se pone en juego la vida y no la muerte. Es la diferencia, el conflicto, el enfrentamiento entre fuerzas de distinta naturaleza, lo que permite el desarrollo de la vitalidad que desemboca en el nacimiento, en el intersticio donde se vuelve compatible lo propio con lo extraño.

Si esta referencia biológica fuera el contenido de todas nuestras instituciones políticas, se restituiría el valor de la amistad y el compañerismo en las labores de cuidado como parte de la democratización de los afectos, para que un ser viviente ya no dependa de una madre o de un padre (ni de una familia) al momento de ser amado y reconocido en su dignidad y en sus derechos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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