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Egoísmo constituyente Opinión

Egoísmo constituyente

Kurt Scheel
Por : Kurt Scheel Derecho UDP
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Pero un eventual fracaso del Consejo Constitucional es peligroso y supone heridas que no cicatrizan solas. ¿Qué nos queda si ni siquiera pudimos entregarnos, como pueblo, una nueva Constitución? El daño, en esas condiciones, es absoluto. Cuando en una democracia se desconfía de las instituciones, ya no hay nada que sustente el actuar político.


Hay un par de precisiones que podemos esbozar respecto del proceso post estallido social en lo referente a la confianza en las instituciones, el respeto por la democracia y una vertiente política conservadora arraigada en la sociedad chilena. ¿Por qué la gente se ha retirado de las calles si todavía no hay una nueva Constitución? ¿Cuál es la razón detrás de resultados electorales que aparentan ser tan erráticos sobre un mismo proceso? ¿Cómo se pasa de una visión profundamente negativa sobre el ejercicio de la fuerza por parte de policías a entregarles -legalmente- mayores facultades en la misma materia? Esta y otras preguntas tienen su respuesta en tradiciones, costumbres y cosmovisiones de la ciudadanía chilena que van más allá de movimientos sociales contingentes y banderas de lucha.

El desarrollo sociopolítico ciudadano del proceso de creación de un nuevo texto constitucional puede llevarnos a creer que no es del todo cierto que las personas no confíen en las instituciones democráticas del país, como lo han mostrado varios estudios a lo largo de los años. Si la gente no confía en la institucionalidad, ¿por qué se retiró de las calles cuando se ofreció una propuesta de nuevo texto constitucional encaminada mediante una votación, discusión y génesis precisamente a través de una institución, en ese momento, la Convención Constitucional? No hubo impedimentos para la mantención de las protestas en las calles. Sin embargo, esto no ocurrió. Tampoco se volvió a gestar una molestia equiparable a la de octubre del año 2019 cuando se continuó con este proceso, otra vez totalmente institucional y republicano, ahora mediante el Consejo Constitucional, con una lógica de elección de candidatos casi completamente distinta a la de la Convención Constitucional y para muchos, poco o nada representativa.

Lo anterior nos permite ensayar que en realidad la ciudadanía chilena respeta su tradición democrática y políticamente conservadora por encima de propuestas que persiguen gestarse sin el alero del Estado como esta suerte de gran aparato de control de instituciones. La ciudadanía rechazaría, entonces, vías como la creación de una propuesta de texto constitucional mediante una asamblea constituyente, el poder originario del pueblo, el constituyente.

Pareciera que el fracaso de la institucionalidad no empuja a la ciudadanía chilena a la anarquía o la ruptura con las tradiciones, como se planteó muchas veces de distintas maneras a lo largo de este proceso, sino que se contrae, en una postura característicamente conservadora y respetuosa de las instituciones, a una profunda búsqueda del orden. Esto permite explicar, por ejemplo, por qué los grupos políticos pasaron de consignas que intentaban neutralizar a las policías (algunas, a toda costa), a darles, en la actualidad, con apoyo popular e incluso, con un marco jurídico, mayores facultades para el uso de la fuerza. Esto no es casualidad ni tampoco un traspié, es la llegada de un nuevo ciclo de reflujo en la política chilena que prioriza la estabilidad por encima de la improvisación; otra expresión refleja de un arraigado arquetipo de ciudadano chileno que siempre tiende a la supervivencia personal y de su grupo (familiar y tribal), un sujeto egoísta que solamente sale a la vida política y a la urna defendiendo su propia conservación, en una manera muy característica de la dialéctica schmittiana (amigo-enemigo), heredera del lenguaje Pinochet-Allende que siempre se expresa entre blancos y negros, deniega del diálogo y las concesiones al opositor político y lleva consigo una consecuente imposibilidad de plantear respuesta o alternativas en el espectro político que sean efectivas frente a problemas contingentes.

Esto no niega, por cierto, el descontento a la manera “no son 30 pesos; son 30 años”, pero no porque las personas identifiquen y reconozcan que en Chile hay una especie de desigualdad social a nivel país, sino por una desigualdad que siempre les toca exclusivamente a ellos: “a mí, como X minoría”, “a mí, como X clase social”, “a mí, como grupo exclusivamente discriminado”. Soy yo, como ente familiar, como núcleo social, el que siempre es desfavorecido frente al resto del país. No somos todos los perjudicados por la manera en que se constituye el país; solamente lo son quienes tienen lo que yo no tengo. Observamos cómo la república es secuestrada por una operatividad donde no hay espacio para el diálogo cívico, la transformación de las instituciones públicas en vástagos deformes controlados por discursos cortoplacistas, que producen lo básico mientras se alimentan del gasto fiscal. La república deviene, así, en una especie de máquina que debe otorgarme siempre, pero a quién yo nunca debo darle nada. Este fenómeno no solamente rara vez da pie para un acuerdo constitucional en una democracia, por ser un terreno infértil (en democracia, se requieren acuerdos y ganan las mayorías), sino que es una visión exclusivamente egoísta y otra vez, muy aliada del orden y la conservación republicanos de lo que se tiene por encima del riesgo del poder constituyente autónomo. La victoria de la mayoría, incluso por encima del fracaso de las instituciones, permite sostener que aún fallando el Estado como aparato que tutela instituciones, nos entrega como resultado más orden que incertidumbre, obtenemos más democracia (egoísta en lo social, pero electoralmente justa y económicamente productiva) que incertidumbre y anarquía.

Pero un eventual fracaso del Consejo Constitucional es peligroso y supone heridas que no cicatrizan solas. ¿Qué nos queda si ni siquiera pudimos entregarnos, como pueblo, una nueva Constitución? El daño, en esas condiciones, es absoluto. Cuando en una democracia se desconfía de las instituciones, ya no hay nada que sustente el actuar político.

El Estado deviene en una suerte de bomba de fracasos y frustraciones que explota a cada momento. Las personas se vuelven más idiotas, los grupos políticos, cada vez más tribales, y entonces triunfan los populistas y demagogos, aquellos que dan respuestas rápidas, que parecen outsiders (“los de afuera”, los “no-políticos”), con recetas mágicas, sacando conejos del sombrero a cada segundo, con discursos chispeantes y que movilizan masas, pero no esta vez para reimpulsar demandas sociales, sino para ejecutar una pobre administración del Estado. Prisioneros todos de lo último que queda en la ola.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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