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¿Podrá la democracia sobrevivir al neuromarketing? Opinión

¿Podrá la democracia sobrevivir al neuromarketing?

Álvaro Ramis Olivos
Por : Álvaro Ramis Olivos Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano (UAHC).
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La democracia presupone la posibilidad del cambio social, la potencialidad de evolucionar hacia un nuevo orden de relaciones de poder y valoración. Cualquier cambio democrático pasa irremediablemente por la posibilidad de que un nuevo lenguaje se pueda incorporar para sustituir al anterior. La gran amenaza del neuromarketing radica en la imposibilidad de ese proceso.


La democracia es una forma de vida, no solo un sistema electoral que funciona de votación en votación. Por eso la creciente aplicación del neuromarketing político es un fenómeno que exige pensar si estas nuevas técnicas de comunicación son compatibles con la forma de vida democrática.

Esta pregunta se justifica, ya que el neuromarketing aplicado a los procesos electorales es difícilmente compatible con el ejercicio de una ciudadanía basada en la racionalidad deliberante bajo los criterios clásicos de la Ilustración del siglo XVIII, que presuponen la autonomía de la conciencia de los votantes y un marco de comunicación mínimamente igualitario, fundado en evidencias y argumentos verosímiles. El poder del neuromarketing otorga un peso central a las emociones, haciendo que el debate de ideas sea reemplazado por impulsos en el sistema límbico que llevan a decisiones rápidas, basadas en el pensamiento automático e intuitivo.

Las advertencias respecto a este fenómeno han quedado cortas ante el avance exponencial de los estudios neurocientíficos que permiten que las formas de sugestión electoral, que antes se desarrollaron bajo los límites del arte de la seducción, hoy se reproduzcan a escala industrial a través de la interpretación de neuroimágenes que aportan una certeza probada.

Si el neuromarketing político solo fuera una técnica inocua de adaptación de los discursos, para hacer más aceptable un mensaje utilizando sonidos, olores, colores, etc., el debate sería otro. Pero lo complejo es que estas tecnologías políticas permiten adentrarse en las esferas más influenciables del cerebro humano, inhibiendo el “cerebro racional” o neocórtex, que opera de forma lenta y menos manipulable. La aplicación de las neurociencias a este ámbito se funda en saber que las emociones son claves para definir las decisiones de los votantes y, por tanto, hacen de ese ámbito el objetivo de principal de las campañas electorales.  

Los especialistas en neuromarketing argumentan que no se trata de formas de publicidad subliminal, basadas en mensajes que operen bajo del umbral de percepción consciente de las personas. Sin embargo, es evidente su enorme capacidad  de inhibir el raciocinio de las audiencias e impulsarlas a la toma de decisiones sobre la base de estímulos prerracionales de enorme impacto en la conducta. Ante esa capacidad cabe preguntar: ¿no estamos ante la amenaza de sufrir una significativa pérdida de libertad a la hora de votar o de formar un juicio fundado sobre la actualidad? 

El impacto del neuromarketing se evidencia en su capacidad de definir los marcos mentales en los que opera el debate de la opinión pública. Estas son las estructuras en las que opera nuestro modo de ver el mundo y se activan por medio de todas las formas de lenguaje en las que interactuamos. Siempre necesitamos de cierto marco, a partir del cual es posible comprender la situación en la que nos encontramos. No solo es un discurso verbal y racional, sino ante todo es el lenguaje de las imágenes, de los sonidos, de las sutiles inducciones que asocian nuestra percepción con los estímulos que buscan generar premeditadamente miedo, confianza, aversión, adhesión, repulsión, simpatía y las más diversas emociones posibles de construir de manera masiva e  industrializada. 

Un marco mental siempre es excluyente: incluye cierta información y descarta otra. Siempre opera bajo ciertas premisas, que constituyen el supuesto metacomunicativo en el que funcionamos. En contextos de interacción social, las personas enmarcamos las experiencias con el propósito de darles un significado, sin lo cual no es posible comprender esa situación. El ejemplo más simple lo aporta George Lakoff en su libro No pienses en un elefante. Como seguramente le pasa a la enorme mayoría de quienes leen ese título, es casi imposible ver el título de ese libro y no llevar la mente al enorme animal de la larga trompa. El “no pienses”, lejos de ser una prohibición opera como una orden que gatilla todas las preguntas e inquietudes por ese extraño impedimento. Una prohibición aparentemente absurda impacta en el pensamiento automático e intuitivo, y por eso las tácticas para captar la atención funcionan tan bien en todo orden de cosas.

Cuando una emoción de este tipo sobrepasa el nivel individual y se consolida masivamente, se transforma en un marco en el inconsciente cognitivo que influye directamente en las estructuras de nuestro cerebro y de esa manera determina nuestras respuestas. Por eso la sociedad comienza a procesar la información desde el cuadro que se le impone, desechando o rechazando lo que no encaja en ese encuadre o reforzando lo que coincide con la estructura interpretativa previamente establecida. Este proceso hoy se estudia mediante escáneres cerebrales y lleva a constatar cómo las personas desechan la información que contradice sus ideas.

La democracia presupone la posibilidad del cambio social, la potencialidad de evolucionar hacia un nuevo orden de relaciones de poder y valoración. Cualquier cambio democrático pasa irremediablemente por la posibilidad de que un nuevo lenguaje se pueda incorporar para sustituir al anterior. La gran amenaza del neuromarketing radica en la imposibilidad de ese proceso. La emocionalización de la política clausura esa posibilidad, ya que rigidiza los marcos mentales de las personas y las encuadra en burbujas interpretativas homogéneas.

El impacto de esta tecnología comunicacional en nuestros cerebros lleva a que se agudice la tendencia mental a detestar los conflictos internos en la propia conciencia, a rechazar las disonancias cognitivas y, de esa manera, se crea una tendencia a validar solamente las opiniones previas, de la propia burbuja social en que vivimos, en detrimento de examinar las nuevas perspectivas u opiniones de los que ya no se ven como adversarios, sino como enemigos. Este efecto llega incluso a que el cerebro bloquee o deseche la información racional con la finalidad de mantener y reforzar sus convicciones de carácter emocional. Si la tecnología puede hacer que los cerebros humanos prefieran escuchar solo aquello que refuerce sus prejuicios y su posición ya asumida, la idea del cambio social está perdida. 

¿Cómo resistir a este proceso? No basta con apelar a la autoconciencia psicológica de la ciudadanía. Ningún elector está capacitado para alcanzar la inmunidad ante el sofisticadísimo nivel de los actuales instrumentos de neuromarketing. El apabullante incremento de la capacidad manipulativa del marketing político emocional pone en riesgo la condición de una elección libre, ya que impide el desarrollo de la autonomía ciudadana. El dinero, clave para el control de esta tecnología, adquiere un poder abrumador. 

Se requiere algo más que autocontrol individual: es necesario presionar para que se legisle y así incorporar mecanismos de transparencia y control de las empresas y campañas que operan con este tipo de técnicas. Es necesario invertir en investigaciones científicas que permitan analizar estas nuevas tecnologías políticas con la finalidad de conocer sus efectos reales y sus peligros, tanto técnicos como éticos. Solo avanzando en esa línea será posible asegurar que la aplicación política de las neurociencias no ponga en peligro los pilares esenciales del sistema democrático.  

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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