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El cadáver octubrista: de la revuelta a la Constitución de los expertos Opinión Agencia Uno

El cadáver octubrista: de la revuelta a la Constitución de los expertos

Mauro Salazar Jaque
Por : Mauro Salazar Jaque Director ejecutivo Observatorio de Comunicación, Crítica y Sociedad (OBCS). Doctorado en Comunicación Universidad de la Frontera-Universidad Austral.
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¿Qué fue la revuelta? Si hay algo que no ayuda a descifrar sus enigmas, es el populismo mediático –publicitario– que la nombra como “estallido social” –fuego– y mera irrupción de Michimalonco.


Dado el parte médico sobre la difunta revuelta (“estallido social”) no es posible reconocer los herederos, ni los retoños de su herencia espectral. Lejos de las barricadas y el fetichismo de Plaza Dignidad, hoy nuestro mainstream condena su desborde y falta de articulación. De paso, castigan su lirismo insurreccional, licencias poéticas e inusitada barbarie. Y aunque es fundamental la crítica realista, al “desvío mesiánico”, aún siguen intactas una cadena de desigualdades que exceden con creces el binomio malestar-anomia, para explicar la pluralidad de antagonismos de aquellos meses. La liturgia de octubre, que hoy tampoco admite “destituyentes seculares”, resulta urticante porque impugnó intensamente los mitos modernizantes y la gobernabilidad transicional (1990-2014). 

En un tiempo marcado por el agotamiento de las teorías críticas, la “guerra de posiciones” en Chile no infundió ningún “sujeto político de la posrevuelta”, tampoco se activó algún movimiento que reemplace los silogismos del realismo. No surgió nada similar a un Podemos Exprés –con sus Iglesias– u otro tipo de articulación política. Y lo sabemos, el movimiento del 19 no fue nítidamente antineoliberal, sino que se asemeja más a la imagen  de un sujeto “lumpen consumista”. A ello alude Lucy Oporto, quien desde una lectura algo obstinada exalta las figuras del mal “lumpenfascita”; a saber, el “gran saqueador” (escorial) sería el responsable de un paisaje de la narcopolítica. 

Adicionalmente, asistimos a la subjetividad beligerante del consumidor-deudor que, angustiado por la bancarización de la vida cotidiana, abrazó a las muchedumbres. Ciertamente, y también lo sabemos, circularon demandas ciudadanas genuinas sobre nuevos derechos sociales desde una demografía que pedía cambios sociales, a saber, nueva Constitución, royalty minero, No + AFP, cese de los abusos del retail, las demandas de género, derechos feministas, y acerca de la privatización ominosa de los recursos naturales –el agua, por ejemplo–.

El derrame de insurgencia se expresó en la calle como partera de la verdad, sublevación popular que rechazaba la política institucional, los juegos de poder y la maquinaria de pactos. La ingobernabilidad de las multitudes –insurrectas– terminó por desactivar la relación entre hegemonía y vida cotidiana. 

En cambio, irrumpieron “marginalidades mediáticas”, rebeldías que chocaban como “olas negras”. Nostalgias sobre el nuevo sujeto popular extraviado desde 1973, y devenido en distopía bajo la vanguardia especulativa que cimentó la dictadura, como asimismo una abundante epidemiología vinculada al “rechazo existencial”. Las energías “distópicas” se mezclaron con inmigración, delincuencia, xenofobia, nostalgia por el futuro e inseguridad por el presente. Y en medio de todo, el primer virus posfordista del XXI: Covid-19. 

No existen herederos, ni testamentos, salvo rendijas, fisuras y latencias combativas de imaginarios trizados. De hecho, si la revuelta no tuvo rostro, orgánica, ni partido, ello no avala goces o, bien, atributos antihegemónicos. Al parecer el recurso del pensamiento crítico (izquierdas) ha sido liberar la multiplicidad deseante de la axiomática del capital y evitar equivalencias, traducciones imperfectas, resguardando un  “lugar vacío”, antes de ser “un hegemón“. Tal pretensión suele ser fatal en la política real. 

De un lado, el fetiche guerrillero de la Primera Línea y, de otro, el movimiento contra las administradoras de fondos de pensiones y capitalización individual (No + AFP). Un cúmulo de sujetos contra la racionalidad abusiva de las instituciones que mediante excedentes, residuos y fisuras reclamaban derechos primordiales. De otro, una situación prerrevolucionaria pregonada por la nostalgia sesentera, y una “subjetividad negacionista” resignada a la obsolescencia neoliberal. Con todo, no se dieron las condiciones –ni la inventiva– para gestionar el ansiado nexo entre territorios, cuerpos, subjetividades e instituciones durante el 2019. Tampoco fue mero espontaneísmo el 19, porque octubre tiene complejos eslabones con movilizaciones anteriores (2006/2011) y cultivó una pluralización de antagonismos acumulados. 

En medio de tales contrastes, se alzó el Partido Republicano –y el programa de la “irrebasable despinochetización” coronó nuestro presente en los 50 años de la Unidad Popular–. Contra el deseo de transformación, el sujeto de la posrevuelta es la derecha radical –JAK– y su angustiante agenda securitaria capturó las marginalidades mediáticas de la revuelta. 

En tal trama expresiva, no existió mera negatividad, ni claro fervor destituyente, aunque vivimos una huelga general absolutamente inédita. Tampoco sirve de mucho la trampa de los ingresos medios estancados para explicar los sucesos. Ni siquiera la quema de la Torre Enel puede ser leída como un  hito antineoliberal –menos las estaciones de Metro incendiadas–. Y sin duda, todo este collage fue un orgasmo de espectáculos para el dispositivo matinal y sus rankings de consumo (“mediatización de los despidos”). No podemos obviar a la calle como escenario performativo de los “cuerpos monetarizados”.

Hubo hitos aparentemente desaprovechados –calculados– por los partidos de izquierda: el 25 de octubre desembocó en la “Marcha más grande de Chile”, que fue capaz de convocar, solo en Santiago, a más de 1 millón de personas. La movilización histórica reafirmó la magnitud de la movilización y su carácter policlasista, apelando a derechos fundamentales que poco tienen que ver con un “golpe de Estado no tradicional”. Y aunque el dato es abrumador, esa masa de ciudadanos también litigaba desde y contra los enjambres del mercado. Más tarde cayó la Convención (04 de septiembre de 2022) y las revuelta recibía el tiro de gracia. Luego el oscilante electoralismo que nos arrastró a una restauración conservadora, ¡todo un oxímoron!

¿Qué fue la revuelta? Si hay algo que no ayuda a descifrar sus enigmas, es el populismo mediático –publicitario– que la nombra como “estallido social” –fuego– y mera irrupción de Michimalonco. Tampoco resulta muy elocuente la holgura de salón que, a nombre de tanto bienestar del milagro chileno (“teóricos de la modernización”), cataloga el proceso como una insurrección por mayor bienestar. Todo se debería a –según tal tesis– una frustración de expectativas –tesis que aplica a la estéticas del disenso del movimiento 2011 y la demografía FA–.  

Ante tal pregunta, cabría sospechar si hoy –más allá de las rebeldías– la potencia de la revuelta (2019) sigue siendo un imaginario sin cuerpo que estaría lejos de representar un “horizonte de sentido”. Y sí, por doloroso que resulte, debemos admitir subjetividades con afecciones, dadas sus distintas articulaciones con múltiples formas de exclusión material, nomenclaturas de crédito –fragmentación y riesgo– y no así el sujeto de la lírica destituyente. El dominio neoliberal de la revuelta no ofrecía las condiciones materiales para un “nosotros estratégico”, porque la mayoría fáctica –sin mínimos de convivencia– hacía de la demanda un gesto totalitario contra el capital y sus violencia, como asimismo negaba toda articulación comunitaria. 

En suma, la revuelta neoliberal se identifica globalmente con el Partido Republicano y la gestión del odio institucional que responde al dogma securitario. Una vez que se esfuman los fetiches de la revuelta (2019), ha irrumpido un conservadurismo mitológico que expresa un orden fáctico donde la Kastización deviene en un proyecto cuasihegemónico. 

Tal proceso ha colonizado el sentido común de la chilenidad, a saber, el taxista “con pistolas”, el profesional, el vecino de capa media con rictus marcial, el vendedor minorista, el trabajador despolitizado y la porosidad popular, han suscrito con beatitud al mesianismo conservador. El hito del Partido Republicano, a partir de la escisión de la subjetividad neoliberal, nos alecciona sobre el goce de la “violencia institucionalizada” para legitimar una “figura monarcal” frente a imaginarios narcotizantes, desplegados en la revuelta como ira contra la desigualdad, pero sin ningún deseo de comunidad política.

De allí que irrumpa una metabolización sádica, dolorosa y gozosa, ante la masificación del abuso y luego un clamor de orden. Y así, los angustiados, los endeudados, los depresivos, los bipolares, y todos los vulnerables del mercado laboral, luego de la revuelta, buscan placer en una retórica de la limpieza étnica. Quizá una mayoría fáctica echó las bases para una deriva autoritaria que dibujó el sujeto político del nuevo realismo –histérico– en su demanda de orden y participa de diversas formas de enemización.

En suma, esa “rabia erotizada” que no se dejó metabolizar colectivamente por los modos expresivos del orden neoliberal, y hace de los otros un enemigo absoluto que puede ser el terrorista virológico del Covid-19, un desconocido, cualquier anónimo o, bien, el vecino que ha “devenido narco”. 

Por tanto, será necesario repensar radicalmente los progresismos y sus enigmáticas agendas ante los hechos de violencia, y otras materias asociadas a diseños sobre modernización, subjetividad y campo popular, modelos de ciudadanía, institucionalidad y conflictividad, paradigmas de transformación, formas del intelectual, etc. 

Por fin, a propósito de la “revuelta delictiva” del 19, y su exorcismo, vaya una nimia conjetura. En el próximo plebiscito constitucional, cómo se repartirá los puntos la clase política y, especialmente, el “mundo progre” y el FA, si en diciembre (2023) se impone el “A favor” constitucional patrocinado por las derechas duras. Lo último, qué ocurrirá si hay rechazo y el corpus constitucional del golpe de Estado sigue intacto en su factualidad jurídica. 

Bajo estos dilemas habrá que decir algo sobre las raíces líricas y dislocadas del 18 de octubre. ¿Y si el difunto octubrismo no quiere morir, sin antes ser reconocido como “hijo bastardo” de su tiempo? Expulsar tal espectro será la tarea del 17 de diciembre, para evitar la coincidencia con el número 17.  

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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