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Ecuador: ¿atrapado sin salida? Opinión

Ecuador: ¿atrapado sin salida?

Gilberto Aranda B.
Por : Gilberto Aranda B. Profesor titular Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.
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Las FF.AA. se erigen en la ultima ratio de un Gobierno superado y un Estado institucionalmente débil, pero la pregunta es si están preparadas para el desafío. Noboa ya no disponía de otra alternativa y apostó al todo o nada. De aquello dependen su sobrevivencia política y el destino de un país.  


Érase una vez un país andino que había experimentado todos los trances políticos latinoamericanos del siglo XX a inicios del XXI: golpes de Estado, guerras con Perú, populismo por doquier, movimientos indígenas de alcance internacional, una base militar de Estados Unidos en Manta –que ya no pocos echan de menos, autoritarismos, grados de violencia política combinados con recurrentes ciclos de inestabilidad. Sin embargo, lo ocurrido ayer en Ecuador es simplemente inédito en su historia. El acceso y captura de una estación de televisión guayaquileña y sus funcionarios por parte de un grupo de encapuchados, ávidos de propagar la noticia de su poder al margen de las instituciones, dejó a la población en shock, y a un Ejecutivo escalando desde el Estado de Excepción Constitucional y toque de queda decretado el día 8 de enero a una declaración de conflicto armado interno (una forma elegante de referir a una especie de guerra civil) contra 22 organizaciones descritas como terroristas. Fue el corolario de las fugas de dos “capos” de la droga, seguido por la orden presidencial de allanar las prisiones, a su vez respondida por la toma de seis recintos penitenciarios por parte de reclusos y una cascada de atentados en ocho ciudades ecuatorianas.

Solo después vendría la aprobación de una ley por parte de la Asamblea Nacional –el Legislativo para indultar y amnistiar a todo uniformado que abriera fuego en la lucha contra el crimen organizado, lo que implicaba la posibilidad de víctimas inocentes, por lo que rápidamente otro decreto suspendió las clases escolares en todo el país, reemplazándolas por sesiones online. Todos, síntomas de una elite política despavorida ante las secuelas del evento referido y que parece haber perdido todo control de la situación.

Es que en América Latina los cuatro jinetes del Apocalipsis han tenido algunos cambios: al hambre y la muerte se han agregado la corrupción y el crimen organizado transnacional, que no reconoce fronteras y siempre está en búsqueda de nuevos territorios donde afincarse. Estados frágiles o fragilizados constituyen su presa, y es probablemente lo que ha ocurrido en Ecuador, un país con algunas de las ciudades más tranquilas del hemisferio, en términos de escasa delincuencia, a principios del milenio.

Así, si bien América Latina ha destacado por la presencia y permanencia de conflictos de tipo intraestatal, los conflictos armados internos han sido experimentados solo por poco más de una media docena de sociedades: durante la Guerra Fría los sufrieron Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua, con un fuerte sello ideológico, al igual que Argentina. Otros originados en esa misma época se proyectaron a la post Guerra Fría, con Perú y Colombia como casos emblemáticos, en los que la “infiltración” del narco en las batallas ideológicas proveyó de nuevos recursos y prácticas. 

Ecuador se unió a esta lista cuando carteles de drogas colombianos, mexicanos y mafias albanesas comenzaron a establecerse por medio de ramificaciones locales dispuestas a cooperar para asegurar una parte de la “torta”, en un negocio que Phil Williams del Centro Ridgway para los Estudios de Seguridad consideró “la forma más salvaje de capitalismo imaginable”: el tráfico de drogas. Se constata en el último decenio un crecimiento de los mercados domésticos de cocaína en América Latina, con países como Ecuador –y Chile que dejan de ser solo de tránsito para conformarse como lugares de acopio y redistribución para nuevas rutas. En ese cuadro, los carteles de Sinaloa y de Jalisco Nueva Generación tejieron asociaciones ilícitas con las bandas ecuatorianas de “Los Choneros” y “Los Lobos”, respectivamente, sembrando el terror en vecindarios antes relativamente pacíficos.

De hecho, es posible apreciar cómo las muertes violentas en Ecuador disminuyeron hace 15 años, para multiplicarse hace 8 años. Hacia 2009, Ecuador tenía una tasa de 17 asesinatos por cada 100 mil habitantes, bajando a cerca de 5 por cada 100 mil habitantes en 2017, en las postrimerías de la administración de Correa. Probablemente lo anterior fue resultado de una política de control de armas todavía sin el efecto de las reformas de 2014 al Código Penal. Después vendría un repunte en tiempos de Lenín Moreno y un salto cualitativo con 13,8 muertes por cada 100 mil habitantes en 2021, 26,5 en 2022 y 41,1 el año pasado. Los estallidos sociales de 2019 y la pandemia infinita abrieron “ventanas de oportunidad” para una migración criminal que, ante la presión policial, se mueve a países con menor resistencia, haciéndose de espacios marrón o café en los cuales la ley ya no entraba en vigencia, y fue reemplazada por la ley del hampa y la protección que proveía el narco, como resultado de una creciente fragilidad del Estado ecuatoriano.

Este cuadro caótico tiene por contraparte el incremento de las demandas ciudadanas para elevar la seguridad civil y ya no son pocas las voces que reclaman por replicar la experiencia salvadoreña de Bukele, que, a fuerza de imágenes con cárceles atestadas de delincuentes desprovistos de todo derecho, ha proyectado en su país la sensación de derrota de las “maras”, volviéndose cada vez más popular, no solo en El Salvador sino que también en parte de la región latinoamericana. Incluso, respecto al anuncio del presidente Noboa sobre la construcción de megacárceles segmentadas al estilo salvadoreño, Bukele se permitió tuitear: “No es soplar y hacer botellas”, retratando su escasa confianza en la idea del mandatario ecuatoriano.

Mucha gente quiere un sheriff, qué duda cabe, y cada vez parecen menos importantes las credenciales democráticas o el respeto a los derechos humanos, en un contexto de degradación de la convivencia y la paz social. El propio Ecuador, que ya ha sido clasificado por el Índice Democrático de la Unidad de Inteligencia de The Economist como un régimen híbrido, no está libre de retrocesos en sentido institucional, si las operaciones de sus Fuerzas Armadas para neutralizar las bandas criminales en medio de barrios y poblaciones ocasionan un alto grado de daño colateral. Este, además, es manifestación de una autoridad del Estado seriamente erosionada, con una representación debilitada, con pérdida de confianza en las capacidades estatales para responder a las demandas ciudadanas y con aparente falta de voluntad para regular los procesos de informalización y privatización de la violencia. Dichas tendencias inciden negativamente en la gobernabilidad desplegada sobre la base de la eficacia y legitimidad. 

En la actual crisis, el presidente Noboa –sin “luna de miel” con su electorado ha esgrimido una serie de políticas que, aunque pudieron ir en buena dirección hace unos meses, hoy son tardías. La cita al Consejo de Seguridad Pública y del Estado en el Palacio de Carondelet que se verificó ayer y que declaró que “todo grupo terrorista se ha convertido en un objetivo militar”, es una medida dilatada hoy, implementada a destiempo. Tal vez hoy sea más efectismo, como reza la crítica de Bukele.

Al mismo tiempo, “brilla” por su ausencia una adecuada coordinación internacional de un fenómeno de suyo transnacional. Hay que recordar que, desde 1999 y durante una década, Estados Unidos dispuso de las instalaciones de la Base de la Fuerza Aérea Ecuatoriana en Manta para controlar el tráfico de drogas, conformando junto con las instalaciones de El Salvador y Curazao un tipo de trampa para acosar a los aviones del narcotráfico. En su momento, la crítica apuntó a un supuesto apoyo a Colombia en la lucha contra la guerrilla, así a como escasos resultados en dicho país respecto al comercio de cocaína, pero hoy no faltan quienes vinculan el incremento de la violencia delictual ecuatoriana con la salida del puesto militar estadounidense. Ya no aparece viable traer de vuelta dicha avanzada militar, dado que la Constitución prohíbe ceder bases militares nacionales a Fuerzas Armadas o de seguridad extranjeras. Sin embargo, la cuestión de fondo sigue siendo cómo cooperar interestatalmente ante un fenómeno nada novedoso, la subcultura del crimen organizado, pero que hoy recibe logísticas y recursos desde el exterior.

Finalmente, respecto a las Fuerzas Armadas, hoy se erigen en la ultima ratio de un Gobierno superado y un Estado institucionalmente débil, pero la pregunta es si están preparadas para un desafío de dicha magnitud sin agravar más la situación. La cuestión es que Noboa casi ya no disponía de otra alternativa y, por lo tanto, apostó al todo o nada. De aquello dependen su sobrevivencia política y el destino de un país.  

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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