La delincuencia no es solo un fenómeno que se dé en contextos de pobreza, es una cuestión de poder, de egoísmo y ambición, sea cual fuere el contexto, pues el hecho delictual solamente varía en metodología y visibilidad, aunque a estas alturas más de alguno le llamaría sofisticación. A pesar de ello, el esfuerzo político sigue estando en medidas fuertemente retóricas y comunicacionales que solo contribuyen a esa institucionalización de la delincuencia como inherente a grupos sociales en contexto de pobreza, y que hoy se extienden bajo deficientes y confusas estrategias de azar, como modelos de prevención del delito, no arrojando resultados favorables y generando suspicacias y dilemas éticos, como es el caso del Control Preventivo de Identidad.
Todas las críticas que podamos realizar respecto al problema de la delincuencia sugieren una reflexión constructiva para buscar siempre un entorno más humano y solidario, donde se disfruten los espacios sin temor, pero también donde se respeten los Derechos Humanos y se incrementen los esfuerzos –y los recursos– en soluciones estructurales que, al largo plazo, serán los cimientos para una mejor sociedad.
El problema de la delincuencia es un proceso histórico-cultural, claro está. La monstruosa desigualdad social ha producido procesos de diferenciación (y subordinación) a lo largo de los años, donde se ha configurado todo un esquema de prácticas, sentidos y estéticas asociadas a arquetipos que representan formas ideales de vida social, y donde las personas otorgan un sentido de existencia a un entorno al cual están cuasideterminados.
No obstante, estos sentidos han sido modelados por factores estructurales e institucionales que han formado una sociedad basada en una dualidad peculiar: los establecidos y los marginados, tal como diría el afamado sociólogo Norbert Elias.
Por ello, el problema de la delincuencia no puede pensarse sino desde una doble dimensión: primero, como una parte inherente al constructo sociocultural de la sociedad contemporánea capitalista y, segundo, como un esquema interpretativo de las subjetividades que promueven conductas sociales mediante, por ejemplo, lo estético, lo ético y lo emotivo, denotando muchas veces, incluso, una cualidad religiosa y ritual al proceso identitario que genera el contexto de delincuencia. Lo hemos visto en la cobertura de prensa sobre los llamados “funerales narcos” (y los disparos al aire), que, por cierto, no son de extrañar en contextos donde se disputa el poder y el control del territorio, cualquiera sea este.
La delincuencia no es un hecho aislado que debe su emergencia a individuos “inadaptados” o “antisociales”, como tampoco existe eso que llaman “narcocultura”, al contrario, la delincuencia es producto de la realidad social misma, es intracultural, y aunque suene lapidario, es producto de un desarrollo político que ha promovido una diferencia colosal entre unos y otros.
A pesar de esto, la retórica política-gubernamental insiste en tratar este problema desde la rigurosidad legal, desde una desmesurada subvención y atribuciones a las fuerzas de orden, o desde el fomento a la recreación deportiva o artística en contextos donde se ha institucionalizado el mito de la vulnerabilidad, creyendo que solo con distracciones de este tipo se puede terminar con el problema.
No está mal, en parte, pero es tapar el sol con un dedo, es tratar de enmascarar solo la cara visible, y denota el poco conocimiento (que espero no sea intencionado) de las realidades sociales y el poco compromiso con un cambio social y cultural que se edifique en función de construir una sociedad más equitativa, menos consumista, más consciente del entorno y de los otros, más comprometida con la educación, la salud y con el respeto a la diversidad, mientras que afirma su compromiso con el progreso y la seguridad social a través del fomento y privilegio a la propiedad privada o leyes que emergen sin medir consecuencias (como la Agenda Corta Antidelincuencia), que muchas veces bordean los límites éticos y vulneran los Derechos Humanos, creando estereotipos de delincuencia generalmente atribuidos a figuras raciales, estatus, clase, etc.
Constantemente se nos ha hecho creer que el problema de la delincuencia es un fenómeno que se suscita en los suburbios de la sociedad, en contextos impregnados de eufemismos como “populares” o “vulnerables”, cayendo a priori el peso de la culpabilidad en quienes constituyen esos espacios sociales, donde vemos continuamente en las pantallas de la televisión actores políticos que hablan sobre los mejores mecanismos para enfrentar el problema de la delincuencia, construyendo estigmas que generalmente llegan desde la crítica moral.
Dentro de las innumerables hipótesis que allí se realizan, no ha habido espacio alguno para ver el problema desde una autocrítica histórica, y sociológica, con fines propositivos y profundizar en su forma y contenido; o bien, su estructura y proceso.
Se expresa que la delincuencia tiene que desaparecer, pero eso no es posible en una sociedad que adora el exhibicionismo material, que abusa pornográficamente de una estética basada en excentricidades desde individuos idealizados, que valida la opinología del sentido común en programas matutinos, donde se valoran actos de violencia o, implícitamente, derechos de unos por sobre otros, o instancias que han reducido las relaciones sociales a signos de aprobación o desaprobación por cuestiones de clase, etnia y género.
En fin, quiero decir que el problema no radica en atribuir más facultades policiales que invadan la intimidad –en lo público– de las personas, e invertir millones en iniciativas que solo promueven un debate basado solapadamente en teorías del control social, sino que debe profundizarse en vislumbrar los procesos que han promovido históricamente estas prácticas y que, finalmente, han creado las condiciones ideales para la emergencia de grupos e individuos que no se conforman con ser los “vulnerables”, sino que, al contrario, buscan construir sus propios estatutos de poder basados en nuevas territorialidades y prácticas que transgreden la norma, o las leyes, pues estos grupos participan activamente del juego económico que el Estado ha promovido desde el ascenso neoliberal y donde las asimetrías sociales han creado algo así como una suerte de categorías de dignidad humana diferenciadas por cuestiones materiales y simbólicas.
Finalmente, la delincuencia no es solo un fenómeno que se dé en contextos de pobreza, es una cuestión de poder, de egoísmo y ambición, sea cual fuere el contexto, pues el hecho delictual solamente varía en metodología y visibilidad, aunque a estas alturas más de alguno le llamaría sofisticación.
A pesar de ello, el esfuerzo político sigue estando en medidas fuertemente retóricas y comunicacionales que solo contribuyen a esa institucionalización de la delincuencia como inherente a grupos sociales en contexto de pobreza, y que hoy se extienden bajo deficientes y confusas estrategias de azar, como modelos de prevención del delito, no arrojando resultados favorables y generando suspicacias y dilemas éticos, como es el caso del Control Preventivo de Identidad.
Lo que quiero decir, y lo dejo a su reflexión, estimados lectores y estimadas lectoras, es que se nos ha construido un imaginario de delincuencia fuertemente anclado a estereotipos sociales atribuidos principalmente a condiciones estéticas, territoriales y socioeconómicas, cuando el verdadero problema está en la histórica desigualdad que existe en un Chile fragmentado por políticas sociales trabajadas fuertemente bajo discursos sensacionalistas que apelan a una moralidad ideal, pero que, en definitiva, no han logrado más que hacer de estos establecidos y marginados dos grupos antitéticos que coexisten bajo la mirada pasiva de una sociedad subordinada a un orden social establecido por la estructura del capitalismo.
Para llegar a soluciones reales no solo debe cortarse el hilo por lo más delgado.