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Por nuestro derecho a la felicidad Opinión

Por nuestro derecho a la felicidad

Magally Mella
Por : Magally Mella Antropóloga social, desde el año 2007 es profesional investigadora del Centro de Estudios Urbano Regionales de la Universidad del Bío-Bío. DEA y Dr. (c) Antropología Social y Cultural, Universidad de Barcelona, España.
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No todas las personas saben la importancia que tiene en sus vidas, en la de jóvenes, de las generaciones futuras y del entorno de nuestras comunas, de los territorios y de la biodiversidad, la elección de los y las Convencionales Constituyentes. Se trata de personas que se pondrán a disposición de sus distritos y de todo el país, para redactar una Nueva Constitución de cara al futuro, donde buscarán conjugar nuevas reglas de organización, pertenencia y convivencia en el país. Incluso, puede ser el escenario ideal para apelar por primera vez en el país al derecho a la felicidad.

Hacer una mención al derecho a la felicidad en una Constitución suena a utopía en nuestra actual situación de sociedad post 18 de octubre (2019) que evidenció una crisis multidimensional, que más aún, enfrenta una pandemia de covid-19 muy compleja, que nos tiene prácticamente paralizados. Pero el concepto de utopía hace referencia al lugar que no existe, en cambio la felicidad existe y es parte de naturaleza humana, la vivimos subjetivamente en nuestras diversas cotidianidades.

La idea de felicidad si la vemos en perspectiva histórica nos remonta a varios siglos atrás, no sólo como un principio rector proveniente de Europa occidental, sino también de sociedades de Oriente y de América y probablemente de otras sociedades del mundo como las indígenas. Vale recordar que, en el siglo XVIII, en el año 1770, en pueblos recién inaugurados en Estados Unidos y en la misma Francia post revolución, se hablaba de este principio subjetivo como un orientador de la gobernanza nacional, de esas patrias fundantes. A mediados del siglo XX, Japón y más tarde España inscriben en sus constituciones el precepto de la felicidad. Se conoce que el país budista de Bután promueve la felicidad desde el indicador FIB, Felicidad Interna Bruta, un coeficiente que aborda la calidad de vida, donde lo político y la percepción psicológica también aspectos considerados claves.

Si nosotros/as lo pensamos para el mediano y largo plazo de nuestro país, tiene relación con alcanzar una sociedad más equilibrada, tal como lo exponen los pueblos originarios desde su cosmovisión al hablar del buen vivir. Se trata de contar con un Estado que su misión esencial sea la promoción del equilibrio de la sociedad y los territorios, de manera tal, que se desenvuelva en función del sustento socioeconómico más igualitario y digno, la promoción de valores culturales e identidades locales, el goce y conservación del medio ambiente en su complitud, y generar buenos gobiernos, democráticos, participativos y no corruptos, entre otros aspectos más. Obviamente que no se trata de controlar la felicidad, pero sí de generar mecanismos básicos para su promoción a partir de derechos que son esenciales para la vida y la convivencia.

Ya sabemos, la experiencia internacional nos dice que en otros continentes, culturas y sociedades apelan a lo mismo, ¿entonces por qué nosotros y nosotras no podemos demandar ese derecho en tan importante proceso democrático que vamos a vivir? Quizás algunas personas desconocen que ONU el año 2012 señala a los Estados buscar propiciar la felicidad como un objetivo humano. En Uruguay el ex presidente José Mujica siempre apeló en sus conferencias sobre aquel elemento fundamental de la naturaleza humana que es la felicidad. Nosotros/as también pensemos en la felicidad como un horizonte necesario, desde la búsqueda del bienestar común, solidario y el desarrollo potencial de los seres humanos con nuestras diferencias por supuesto. Nos merecemos eso y mucho más.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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