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El espejismo del péndulo: las elecciones y la latencia de la crisis Opinión

El espejismo del péndulo: las elecciones y la latencia de la crisis

Lo que se vive, desde la revuelta popular hasta acá, es el fin precipitado de la política de la transición. Pero, al mismo tiempo, la negación de este suceso por parte de las élites políticas, tanto por la fuerza de su voluntarismo como por la de su instinto de supervivencia. La consecuencia de este doble juego, además de derrotas políticas para las fuerzas transformadoras, ha sido eludir la latencia de la crisis social y política. Algo de lo que se toma poca nota. Y es que lo que aparece en 2019 como la revuelta popular más grande de la historia reciente, se ha ido convirtiendo, mientras la crisis no se soluciona, en un nuevo estallido, ahora pacífico, por la vía del voto. De un voto de negación que predomina y se reitera en el tiempo.


Los recientes comicios para elegir al Consejo Constitucional favorecieron ampliamente a la ultraderecha, de intenciones restauradoras, al punto de entregarle poder de veto dentro del órgano redactor. Se trata de una mayoría del Partido Republicano (PREP), anclada en alta medida en sectores populares, rurales, de la zona sur y de confesión evangélica. No es una mayoría de toda la derecha, lo que empuja su reordenamiento interno en detrimento de la vieja hegemonía. Aunque fue un triunfo esperado en los registros previos, su magnitud ahonda la sensación de estar ante un nuevo momento político, de carácter conservador, en línea con lo ocurrido el 4 de septiembre pasado, cuando el Rechazo truncó la salida del primer ensayo constitucional del siglo.

Ante condiciones políticas y sociales distintas a las que siguieron a la revuelta popular de 2019, los espejismos y omisiones que, de lado y lado, se han asumido para interpretar los eventos electorales de los últimos años, y la propia dinámica del proceso político en general, han pavimentado el camino hacia el actual retroceso de las fuerzas transformadoras y de ascenso de los aspirantes a la restauración, y hasta profundización, de los cierres autoritarios que distinguen a la Constitución pinochetista.

Si, en un inicio, en sectores dentro y fuera de la actual coalición de gobierno se interpretó la revuelta popular y el triunfo del Apruebo de entrada como una izquierdización de la sociedad, desde el triunfo del Rechazo de salida hasta ahora, otros tantos han jugado con la idea de la derechización. Con ello, la idea del “péndulo” se ha impuesto en la discusión pública, como una suerte de cambio de ánimo que cada sector busca capitalizar sin éxito. Pero, lejos de pronunciadas oscilaciones, los signos del comportamiento electoral muestran dos fenómenos temporalmente distintos: una larga crisis de representación, atravesada por una volatilidad creciente en que se diluyen las viejas adhesiones políticas duras, y una tendencia a la negación frente a las alternativas presentadas para abordar las demandas emanadas de la revuelta popular de 2019 y los problemas sociales y económicos que se suman luego, lo que no debe confundirse con un respaldo electoral orgánico a una política de derecha.

Según estudios preliminares y sus proyecciones (Facultad de Gobierno-UDD y DecideChile-Unholster), el alza en la votación del PREP consiste, en forma predominante, no en una votación ideológica de derecha, sino en una expansión heterogénea que apunta más bien al rechazo y descontento con la política, y que este partido permitió expresar –antes, en la otra vereda, el Frente Amplio(FA) jugó ese papel, por eso ambas fuerzas dirimen la segunda vuelta presidencial, pero luego dicha potencia se diluye en su fusión gubernamental con la ex Concertación, explicando su fuerte declive–. Así, el aumento del peso porcentual electoral del PREP se debe a distintas fuentes, desde el descenso del resto (casi sin excepción, solo el Partido Comunista retiene su votación) hasta la obligatoriedad del voto que coincide, ahora, con la crítica a la gestión del Gobierno.

En términos absolutos, responde más a incorporaciones por obligatoriedad del voto, no así a migración de votantes de otras coaliciones (Apruebo Dignidad, ex Concertación), pero sí migración dentro de la derecha (UDI, RN, Evópoli). Según los mismos estudios, esta votación está anclada en sectores populares, sobre todo rurales, de la zona sur y grupos evangélicos, donde priman en forma holgada. Los sectores juveniles engrosan mayormente la empinada abstención, en sus diferentes formas (no votación, nulos y blancos), asociándose tanto a la migración de votos de otras coaliciones y partidos como al ingreso de votantes por obligatoriedad.

El panorama de alta participación política que está en el origen del proceso de transición a la democracia, seguido, a pesar de la desmovilización consiguiente, por una dinámica política marcada por un robusto sistema de partidos, anclado en dos grandes coaliciones (la Concertación y la derecha) y que da lugar a complejas negociaciones de aquella “política de los acuerdos”, ya no resulta expresivo de claves de comprensión que resulten trasladables al escenario que vive Chile hoy. Por el contrario, este no se entiende sin considerar el largo desgaste que sufren aquellos rasgos del entramado político chileno.

En primer lugar, la caída de la participación electoral se inicia inmediatamente tras la retirada de los militares y la asunción de los gobiernos civiles, y atraviesa de forma porfiada los cambios en el sistema electoral, desde el régimen del voto obligatorio con inscripción voluntaria hacia el voto voluntario con inscripción automática. En la primera combinación, la juventud popular optaba por la no inscripción, sellando el vaciamiento de los registros electorales. A la vez que crecía el voto blanco, nulo y cruzado entre los inscritos, sellando tal volatilidad de estos últimos una disolución de lealtades políticas duras donde se esfumaban las grandes mayorías políticas. Se abría el cuadro de una política crecientemente distanciada de la sociedad.

En paralelo, no solo avanza el consiguiente déficit de representación política sino, en tanto se ahonda la transformación estructural bajo cambios económicos e institucionales que agudizan la privatización de las condiciones de vida, se acentúa un déficit en la representación de intereses sociales, especialmente de aquellos grupos sociales más expresivos de dichos cambios (trabajadores de la más reciente expansión de los servicios, nuevos profesionales de primera generación, condición femenina más representativa de la explosiva feminización de la fuerza de trabajo, entre otros), debilitándose las capacidades de procesamiento de la conflictividad social y empujando así el malestar hacia el desborde de lo político, nuevamente mayor en dichos grupos. Unos déficits de procesamiento de nuevos conflictos de intereses no solo sociales sino también culturales, ante los que la esfera política de la transición a la democracia resultaba cada vez más sorda. Crece una crisis de legitimación elitaria generalizada, de la mano del ascenso gradual pero sostenido de la conflictividad social, que acaba por desembocar en la revuelta popular de 2019.

El cadáver no reconocido de esa revuelta es el sistema de partidos de la política de la transición. El desplome de las fuerzas políticas que protagonizaron la transición a la democracia, los dos grandes conglomerados que constituyen la derecha (UDI y RN) y la Concertación, de sus términos de acción y de construcción de acuerdos. En paralelo, emergen nuevas fuerzas políticas (el FA, PREP, entre las principales), las que, sin embargo, no alcanzan la talla de sus predecesoras, abriéndose con ello, más bien, un escenario de fragmentación política muy distinto a aquel de las dos grandes coaliciones hegemónicas, que marcara por décadas el proceso político chileno y que hoy es muy visible en la dinámica parlamentaria.

Ese curso de reorganización, acelerado por la revuelta popular, de caída de unas fuerzas y asomo de otras nuevas pero débiles, es lo que atraviesa el panorama político inmediato. Un cambio político profundo, dentro del cual se movilizan decisiones, de parte de las fuerzas políticas, en las que la interpretación de los resultados de los eventos electorales recientes ha sido fundamental.

Allí la confusión interesada ha predominado, así como las ansias por atribuirse mayorías electorales que, lejos de expresar el predominio de algún grupo político o de tendencias en el eje izquierda/derecha, han mostrado el desacuerdo tanto con las alternativas ofrecidas para dar respuesta a las demandas surgidas de la revuelta popular de 2019, como a la gestión gubernamental, siguiendo un patrón de rápida pérdida de la aprobación ciudadana que, desde hace rato, marca el rumbo de las presidencias chilenas.

Ya la primera vuelta presidencial de 2021 ofrecía un primer aviso. Lejos de un apoyo contundente, siquiera mayoritario, a un proyecto transformador de izquierdas, el saldo fue una desastrosa derrota parlamentaria para el actual oficialismo, luego revertida parcialmente por un triunfo presidencial de Gabriel Boric en el balotaje, aunque amparado en una alianza social y electoral cuyo punto en común era un enemigo compartido, José Antonio Kast, y cuyo costo fue la desfiguración del programa político original de Apruebo Dignidad, sobre la base de un accidental y no deliberado gobierno de dos coaliciones.

Cercado en su minoría parlamentaria, el Gobierno de Boric fue perdiendo los bríos de su asunción. Al desastroso escenario social y económico que legaran la pandemia y la gestión de Piñera, se sumó un abuso de lo simbólico en detrimento de lo sustantivo: lo relativo a las reformas y a una conducción política que se diferenciara de los gobiernos precedentes. Los errores de gestión, menos importantes de lo que exageró la prensa y el comidillo político, se sumaron para dar forma a tal estancamiento. También las infundadas manipulaciones de derecha, funcionales a los grupos que venían construyendo su identidad en la defensa de Chile contra el “estallido delictual”, que apuntaron la existencia de una ultraizquierda, incluso presente en el Gobierno.

Algo con lo que trataban de darles vida a algunos de los principales derrotados de la elección general de 2021: los estertores de la vieja Concertación, sobre todo sus franjas más conservadoras que, a poco andar, con nuevos nombres de fantasía, se sumaron a la oposición de derecha, que las organizó en contra de una Convención Constitucional que, bajo enorme presión política y mediática, se aislaba de los cambios que corrían fuera de sus muros.

Con todos estos elementos, el triunfo del Rechazo a la propuesta de nueva Constitución, en vez de interpretarse desde su insuficiencia para responder a las demandas socioeconómicas y políticas que estaban en el centro de la revuelta popular, relacionadas con la herencia negativa de la dictadura y de los gobiernos postautoritarios, y su giro hacia una lógica refundacional, cultural y social, sin calce en la realidad concreta, se interpretó desde la lectura política basada en la existencia de supuestos extremismos. Esto fue lo que ocurrió en el Gobierno, donde dicha tesis predominó, llevándolo a la profundización de su colonización por parte, más que de la Concertación y sus partidos (todos deteriorados y atravesados por luchas internas), de las formas burocráticas de hacer política, propias del pacto de la transición y, especialmente, de la etapa de descomposición de aquel conglomerado político.

Una política naturalizada como administración, convertida en escuela de socialización política también para sectores del Frente Amplio, en que los esfuerzos gubernamentales se reducen a la disputa de votos en el Congreso, sin buscar articular una participación social que apoye y sustente el curso de reformas, y contrapese el poder de otros grupos que sobrerrepresentan sus intereses. Una opción que acrecienta la distancia entre política y sociedad, mella la construcción de fuerza social desde el Gobierno y cede aquel lugar a otras formaciones en ascenso, como ocurre con el Partido Republicano, cuyo sostenido desarrollo de una estructura orgánica sólida, que incluye desde equipos de trabajo en terreno en zonas populares hasta productores de idearios y elementos programáticos, destaca entre la actual descomposición generalizada de estructuras partidarias, débiles e inorgánicas. Un cúmulo de consecuencias adversas que, lejos de proveer la gobernabilidad acusada, como han enfatizado análisis interesados, ha alimentado la ya aguda desconfianza ciudadana en la política.

Así, lo que se vive, desde la revuelta popular hasta acá, es el fin precipitado de la política de la transición. Pero, al mismo tiempo, la negación de este suceso por parte de las élites políticas, tanto por la fuerza de su voluntarismo como por la de su instinto de supervivencia. La consecuencia de este doble juego, además de derrotas políticas para las fuerzas transformadoras, ha sido eludir la latencia de la crisis social y política. Algo de lo que se toma poca nota. Y es que lo que aparece en 2019 como la revuelta popular más grande de la historia reciente, se ha ido convirtiendo, mientras la crisis no se soluciona, en un nuevo estallido, ahora pacífico, por la vía del voto. De un voto de negación que predomina y se reitera en el tiempo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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