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La anhelada Auditoría General de Gobierno y la falacia del “caiga quien caiga” Opinión

La anhelada Auditoría General de Gobierno y la falacia del “caiga quien caiga”

Christian M. Nino-Moris
Por : Christian M. Nino-Moris Auditor forence, Australia. Contador público-auditor Universidad Diego Portales , Certified Professional Forensic Accountant, USA; Certified Risk Manager, Canadá; Postítulo en Legislación Tributaria, USACH; Postítulo en Derecho Penal Económico y la Empresa, U de Chile. Miembro de la Association of Certified Fraud Examiners, ACFE, USA. Además, es miembro del Colegio Criminalistas de Chile A.G.
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Casos palmarios hay muchos, y de sobra. Bien vale la pena recordar el caso Pacogate, con el triste récord de ser uno de los mayores fraudes del siglo, ocurrido al interior de Carabineros de Chile, donde existían “buenas prácticas” de control interno. Como ejemplo, la implementación de matrices de riesgos que estuvieron vigentes siete años antes que estallara el mega fraude, pero las que nunca se pusieron en práctica debido a que su aplicación dependía discrecionalmente de “cada una de las direcciones”. ¿Por qué volvemos a lo mismo? ¿Es culpa de los auditores del gobierno, o la falta de ellos? No se debería darle mucha vuelta al asunto. La clase política no quiere ser sometida al escrutinio público.


A propósito del caso RD-Gate, hace unos días el ministro de Hacienda, Mario Marcel, señaló que, las asignaciones directas de fondos se habrían creado a partir de unas modificaciones de la Ley de Presupuesto en el año 2015, y que habría permitido que desde el Estado se traspasasen recursos a entidades privadas sin fines de lucro.

Lo que primero que llama la atención, es que -a juicio de él- con el tiempo las excepciones en otorgamiento de esos recursos se fueron transformando en la regla general, distorsionando la forma de las transferencias con el correr de los años.

Lo segundo, es que el ministro señaló que pondría en marcha un “proyecto de ley” que buscaría “institucionalizar” la Unidad de Auditoría General de Gobierno (CAIGG); sin embargo, hay que aclarar que no es la “Unidad”, sino el Consejo de Auditoría Interna General de Gobierno. De ahí del por qué “rebautizar” a este Consejo, que por años ha buscado ser un Servicio con personalidad jurídica propia.

Veamos. Este intento de institucionalizar el CAIGG no es nuevo. En efecto, como ha ocurrido en otras instancias, en que las políticas públicas -y la política criminal- han fracasado, es cuando recién la clase política reacciona para acallar la falta de respuesta estatal ante los golpes a la institucionalidad nacional. Basta con recordar el caso de los “quesitos mágicos” donde se puso suma urgencia a la idea de legislar sobre la “estafa colectiva”; pero nada de eso se concretó; luego, estalla el caso AC Inversions, y se vuelve a instalar la creación de un “nuevo” tipo penal de estafa. En realidad, ello nunca fue necesario.

Para el caso del CAIGG ocurre algo similar, pero la memoria nacional parece ser feble. La idea de entregar autonomía jurídica a ese consejo asesor ya había sido planteada en el año 2005 en un proyecto de ley, boletín 3937-06, desde el gobierno del ex presidente Ricardo Lagos Escobar.

En esa otrora discusión parlamentaria se señaló que el CAIGG podría generar algunos roces con la Contraloría General de la República (CGR), en cuando a aparentes incompatibilidades en su funcionamiento. No obstante, el contralor de la época se manifestó de acuerdo con la idea de crear dicho consejo; pero, fueron más las dudas en cuanto a su dependencia, su naturaleza jurídica y a las atribuciones de esa nueva entidad de control.

Un segundo intento fue con motivo del proyecto de ley del año 2016 con motivo del mensaje presidencial de mayo de ese año bajo el segundo gobierno de la Presidenta Michelle Bachelet. Su tramitación fue mediante el boletín 10727-06, donde en abril del año 2022 la Cámara de Diputados, por acuerdo de la Comisión de Gobierno Interior, Nacionalidad, Ciudadanía y Regionalización, determinó el archivo del citado proyecto iniciado por mensaje del ejecutivo número 68-364. 

Es decir, en el gobierno del actual Presidente Gabriel Boric se “botó” la iniciativa del año 2016, pero hoy, a través del ministro de Hacienda se quiere revivir por la fuerza de los hechos. Esto habla de la poca convicción del ejecutivo de sacar adelante el CAIGG.

Ahora bien, hay que señalar que la necesidad de otorgar autonomía facultativa al CAIGG fue en alguna medida por la “recomendación” de un número de evaluaciones hechas por las más prestigiosas instituciones intergubernamentales del mundo, como lo son la OCDE y el BID.

Este último organismo ya en el año 2005 había destacado que “Chile está muy avanzado en la adopción de concepto moderno de control interno…Desde 1997 se han logrado resultados positivos en cuanto a control y auditoría interna…”.

Sin embargo, la OCDE, junto al Banco Mundial, fueron algo más críticos en su evaluación, señalando que el CAIGG no cuenta con “una institucionalidad propia a nivel legal y que este aspecto debe ser fortalecido.

Una primera evidente debilidad esgrimida es que Chile sería el único país a nivel regional que no cuenta con tal reconocimiento legal. En suma, su actual existencia y practicismo, depende solo de la voluntad política del gobierno de turno, así como de la asignación de recursos. En otras palabras, su existencia está consagrado por la dictación de un simple Decreto, el Decreto Supremo número 12 del 18 de febrero del 1997.

Una segunda debilidad detectada, a juicio de la OCDE, es que, si bien la función de auditoría interna de gobierno cumple técnicamente “con los más altos estándares y con las normas de auditoría interna internacionales y nacionales”, al ser conteste esa posición legal de débil, su falta de institucionalidad choca con las actividades de la CGR, en el sentido a la presencia de unas debilidades del sistema de control interno de Chile, explicado principalmente por: i) la ausencia de tribunales administrativos independientes; ii) la ausencia de un mandato legal y de la profesionalización de la función de auditoría interna/control interno; y iii) las preocupaciones por la independencia y profesionalización de las unidades de auditoría interna y las unidades legales, tales como las existentes en cada ministerio y la de otros organismos centralizados.

Por consiguiente, lo que se concluye, y que se desprende claramente de los evaluaciones internacionales, es que en la medida que exista un control interno de gobierno robusto, más eficiente será la labor de la CGR. Todo parte desde adentro, en definitiva.

Esto que se señala no es para nada nuevo. La abundante literatura en control interno, y las múltiples normas de auditoría, incluyendo las emitidas por la INTOSAI, la organización mundial de las entidades fiscalizadores superiores (de la que es parte la CGR), han destacado que el éxito de un proceso de auditoría radica en una comprensión suficiente del control interno, el cual es útil para planificarla, determinando la naturaleza, la oportunidad y el alcance de las pruebas de cumplimiento que se realizarán.

A mayor abundamiento, el ambiente de control viene fijado por el tono desde arriba de aquellos responsables del proceso de toma de decisiones, de suerte tal que el énfasis de las auditorías tiene que ver cómo la autoridad transmite el cumplimiento de la fijación y monitoreo de controles preventivos y detectivos, y no -como erróneamente se cree y espera- que el proceso de auditoría nazca por la sola actuación del auditor.

Por consiguiente, a lo largo de esta última década los gobiernos de turno han sabido muy bien de las necesarias mejoras al modelo de auditoría interna gubernamental, donde la falta de voluntarismo político, tanto del Ejecutivo como del Parlamento, han impedido al CAIGG otorgarle el sitial que merece en la institucionalidad chilena.

Esta situación nos recuerda, y a la vez nos confirma, que no es la ausencia de controles los que simplemente hacen fracasar las estrategias de las organizaciones, sino que, existiendo éstos, no cobran vida al interior de las instituciones por la anomia de la institucionalidad, entendida como no solo por la ausencia de leyes, sino por aquello que la RAE define como aquellas situaciones “que se derivan de la carencia de normas sociales o de su degradación”. Esto se traduce en falta de apetito de la autoridad, tanto para el escrutinio de las operaciones gubernamentales como hacia sus ejecutantes.

Casos palmarios hay muchos, y de sobra. Bien vale la pena recordar el caso Pacogate, con el triste récord de ser uno de los mayores fraudes del siglo, ocurrido al interior de Carabineros de Chile, donde existían “buenas prácticas” de control interno. Como ejemplo, la implementación de matrices de riesgos que estuvieron vigentes siete años antes que estallara el mega fraude, pero las que nunca se pusieron en práctica debido a que su aplicación dependía discrecionalmente de “cada una de las direcciones”.

¿Por qué volvemos a lo mismo? ¿Es culpa de los auditores del gobierno, o la falta de ellos? No se debería darle mucha vuelta al asunto. La clase política no quiere ser sometida al escrutinio público. De ahí que no se debería ser muy ligero a la hora de determinar responsabilidades por parte del gobierno.

Existen otros hechos subyacentes, y que no han sido de ocurrencia aislada; por el contrario, se han repetido en cada escándalo cometido por nuestra dirigencia política.

A modo de ilustración: ¿dónde están los instrumentos normativos sobre cómo hacer un compliance efectivo al interior de gobierno? Tales instrumentos, ya invocados por el CAIGG en sus numerosos documentos técnicos, serían la implementación del Modelo COSO; la puesta en marcha de las NIC del sector público; el entendimiento del Modelo de tres líneas de defensa del IIA; el Modelo COBIT; el Modelo COSO-ACFE Antifraude; las Normas UNE 19.601:2017, ISO 31.000:2018, ISO 31.022:2020, ISO 37.000:2021 e ISO 37.301:2021.

Hay que recordar que estas normas no fueron hechas solo para el mundo privado, a quien tanto se les demanda “probidad”, sino que son un conjunto de “buenas prácticas” reconocidas a nivel mundial en un intento de hacer al gobierno de las empresas y a las instituciones públicas, entes más transparentes para con la comunidad, y por extensión, para con la comunidad internacional (imagen-país).

¿Es un mucho pedir, o acaso es una utopía ciudadana?

Como el suscrito ya ha señalado en otras oportunidades, la prevención efectiva del fraude, en especial el fraude institucional o los relativos a los delitos funcionarios, destaca, primero, el establecimiento de una cultura de honestidad (la palabreada “probidad”) como uno de sus pilares fundamentales (que las buenas prácticas del Management llaman “the tone at the top” según se viera), siendo lo segundo, el desarrollo de respuestas concretas que mitiguen los riesgos de fraudes y neutralicen las oportunidades de su materialización.

El contralor general de la República, señor Jorge Bermúdez, el año 2017 señaló una simple pero gran verdad: “No se puede aprender la probidad desde los libros, no se lee, no se aprende en una clase. La probidad se aprende en el ejemplo y en la práctica… y somos corruptos cuando realizamos acciones corruptas y no nos damos cuenta de eso siquiera”.  Parece que estamos dando crédito a la ignorancia deliberada como un mecanismo de justificar prácticas corruptas al interior del Estado.

Hay un pensamiento que dice “errar es humano, tropezar con la misma piedra es una decisión”. Entonces, ¿no hemos aprendido nada? Como dijo Henry Adams, “no hay tal cosa como la subestimación de la inteligencia promedio”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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