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Los límites del poder Opinión

Los límites del poder

Manuel Alcántara/Latinoamérica21
Por : Manuel Alcántara/Latinoamérica21 Profesor de Ciencia Política de la Universidad de Salamanca y de la UPB (Medellín).
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Poner límites temporales al ejercicio de la autoridad es un punto que se vincula a la calidad democrática de un sistema político. Se trata de un asunto normativo, pero también vinculado con las convicciones democráticas de quien detenta el poder. Por otra parte, es una medida que aleja del ruedo político a las pulsiones personalistas que contribuyen a la patrimonialización del poder, a la desinstitucionalización y, en definitiva, a la inclinación hacia el abuso que alimenta la corrupción.


Uno de los avances más trascendentales habidos en el desarrollo de la humanidad tiene que ver con la limitación del uso del poder. Ungido durante siglos por un carácter mágico que justificaba su práctica, bien fuera por el irrestricto uso de la fuerza, por cosmovisiones religiosas, astrales o simplemente basadas en relatos fantásticos, se mantenía, además, dentro de estrechos círculos consanguíneos o de grupos sociales específicos configurados por patrones raciales, de tenencia de la tierra o del ejercicio de algún arte específico en tareas tan diversas como la caza, la agricultura o el comercio.

La evolución de la especie humana fue estableciendo usos que terminaron en normas que fueron reglamentando paulatinamente el ejercicio del poder. Cada grupo social tuvo experiencias propias que se experimentaron en los fértiles valles de la Mesopotamia, del Nilo o del Indo, así como más tarde en las alturas del Machu Picchu o en las selvas mesoamericanas. No hubo una sola comunidad humana que no dejara de enfrentarse al sentido del poder y también a su justificación.

La Ilustración y la denominada Revolución liberal, tan estrechamente vinculada a ella, si bien tuvo un epicentro en Europa Occidental, no dejó de afectar en sus hipótesis y en sus consecuencias al resto del orbe, y notablemente a las Américas. Las consecuencias tuvieron efectos inmediatos en al menos tres asuntos relativos a la política: la construcción, definición y desarrollo de los Estados nacionales; el imperio de la ley; y la idea de que todo poder emana del pueblo. El poder, por consiguiente, quedaba restringido a un espacio, sujeto a unas normas que contrabalanceaban su ejercicio, y requería el refrendo de la gente.

En América Latina, a pesar de la enorme heterogeneidad de sus países, el constitucionalismo liberal, instalado desde hace ya dos siglos de manera generalizada, lidió con el asunto del ordenamiento del poder desde los presupuestos teóricos del presidencialismo. Si en las primeras décadas se tuvo que enfrentar la preeminencia de caudillos, poco a poco se fue aceptando que debía ser preeminente la idea de la no reelección. La Revolución mexicana, alzada en 1910, bajo ese supuesto, fue un caso ejemplarizante muy notable.

Este asunto no ha quedado cerrado y reaparece en la medida en que se quieren imponer proyectos hegemónicos. La cantidad de ejemplos al respecto es numerosa. Baste recordar la relación incómoda que Juan Domingo Perón tuvo con el principio no reeleccionista, y más tarde Alberto Fujimori, Carlos S. Menem, Hugo Chávez o Álvaro Uribe. Por otra parte, regímenes claramente dictatoriales como los de los Somoza en Nicaragua, el de Alfredo Stroessner en Paraguay y el de Rafael L. Trujillo en República Dominicana violaron la no reelección.

El otro freno al poder se situó en su mismo seno bajo la doble idea de división y de equilibrio. Regímenes políticos con tres poderes clásicos definieron arreglos institucionales que en teoría estipulaban que no habría ningún poder por encima del otro y que en su devenir cotidiano deberían ejercer un juego de pesos y contrapesos. Este escenario supuso la apertura de una ingente cantidad de conflictos en los que el concepto de gobernabilidad se aposentó para definir el estado de cosas. A guisa de hacerse una idea del impacto en la vida real que ellos tuvieron, en las últimas cuatro décadas en América Latina hubo una treintena de interrupciones presidenciales, de las cuales ocho tuvieron que ver con juicios políticos al presidente por parte del Congreso; seis, por renuncias presidenciales, seguidas de elecciones anticipadas; y dos, por declaración parlamentaria de incapacidad presidencial. Por su parte, tres Congresos han sido disueltos por decisión presidencial.

En la actualidad y dentro de poco, de lo que es el calendario electoral más inmediato, hay tres casos preocupantes en América Latina en los que está en cuestionamiento la restricción al poder por razones de estricta aplicación de su limitación temporal.

En 2024, en Venezuela, Nicolás Maduro volverá a presentarse por tercera vez consecutiva a la presidencia, gracias a un marco regulatorio permisivo, pero en donde el árbitro de la contienda, el Consejo Nacional Electoral, desempeñará un papel parcial, ya que la totalidad de sus miembros va a ser sustituida, mas teniendo una actuación muy destacada en la configuración del nuevo la esposa de Maduro, Cilia Flores.

Por otra parte, y también en 2024, Nayib Bukele prosigue en El Salvador su camino hacia la reelección presidencial, saltándose el impedimento constitucional existente al respecto, y siguiendo el modelo de interpretación constitucional espuria de su vecino, Daniel Ortega.

Por último, Dina Boluarte acaba de proclamar en una rueda de prensa que la posibilidad de adelantar las elecciones presidenciales de Perú estaba cerrada y que seguirá trabajando hasta julio de 2026. Si bien es cierto que ese es el plazo en el que finaliza el periodo para el que fue electa, junto con Pedro Castillo en 2021, no lo es menos que, cuando tomó posesión después de la caída de este en diciembre pasado, afirmó que convocaría elecciones en el plazo de seis meses. Hoy se aferra al poder con una aprobación de su gestión de apenas del 15% y sin una bancada que la respalde en el Congreso, y dependiendo de una mayoría circunstancial que podría deshacerse enseguida.

Poner límites temporales al ejercicio de la autoridad es un punto que se vincula a la calidad democrática de un sistema político. Se trata de un asunto normativo, pero también vinculado con las convicciones democráticas de quien detenta el poder. Por otra parte, es una medida que aleja del ruedo político a las pulsiones personalistas que contribuyen a la patrimonialización del poder, a la desinstitucionalización y, en definitiva, a la inclinación hacia el abuso que alimenta la corrupción.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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