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El ministerio de la verdad Opinión

El ministerio de la verdad

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Andrés González Houston
Por : Andrés González Houston PR / Máster en Comunicación y Politica Electoral.
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Porque todos sabemos que el camino al infierno está colmado de buenas voluntades y deseos. Creer que lo que se decide (siempre) desde la formalidad y las atribuciones de un cargo público es lo correcto, es una mirada profundamente equivocada. El Estado no debe calificar si es correcto o no lo que dice la ciudadanía, a quién se lo dice y cómo se lo dice. Lo que debe hacer el Estado es abrir espacios democráticos y conforme a la ley, para la libre y respetuosa deliberación de las ideas y de todas las opiniones que nos constituyen.


“Miente, miente que algo quedará. Cuanto más grande sea la mentira, más gente la creerá”, esta frase la repetía como un mantra Joseph Goebbels, el ministro de la Ilustración Pública y Propaganda del Tercer Reich. Me lo imagino con la mirada absorta, los ojos llorosos y fijos en el cielo de Berlín, empuñando su mano temblorosa, para terminar haciendo emocionado como un fanático el saludo nazi.

Quizás no me alejo mucho de esa imagen universal que todos conocemos de él. Goebbels era un tipo enjuto, más parecido a un reptil que a un hombre, obsesivo por la pulcritud, de mirada fría y cruel, era un manipulador y mentiroso nato al servicio de uno de los peores asesinos en masa de la historia humana.   

Obtuvo su doctorado en Filología Germánica en la Universidad de Heildelberg, pero su secreto más ansiado y perseguido fue ser escritor. El joven Joseph entendió desde siempre que las palabras expresadas por el barón y político Edward Bulwer-Lytton –“la pluma es más poderosa que la espada”– eran de una potencia y verdad sin igual y fue quizás por eso mismo que puso todo su perverso talento para manipular las conciencias y la opinión pública de todo un país en favor del nacionalsocialismo.   

Como experto en filología –conocimiento que estudia el lenguaje y sus signos, las palabras y su lingüística–, sabía perfectamente que tenía que controlar con brazo de hierro los medios de comunicación de masas, sus líneas editoriales y por supuesto sus contenidos. Sabía que tenía que crear un nuevo relato, uno que manipulara y manejara conciencias, que lograra movilizar a las masas en pos de una nueva convicción, de una nueva gesta histórica. Tenía que hacerlo incluso apelando a la mentira. Sin remordimientos tenía que quebrar de manera sistemática y metodológica la voluntad de todo un pueblo, aunque fuera torciendo la verdad. Porque la verdad para el reptiliano ministro era algo relativo: si se imponía su verdad, la que él crearía como la verdad oficial, pues sería la verdad de todos, sin cuestionamientos, ni opiniones contrarias.

Y así lo hizo. Por un largo y macabro tiempo, todo aquello funcionó. A través del manejo de la (des)información fue tan responsable por todos aquellos inhumanos y monstruosos crímenes como lo fue el mismo Hitler.

Era un demagogo y agitador nato. Apeló estratégicamente a prejuicios, emociones y miedos y los utilizó sin arrepentimientos para construir esperanzas afiebradas, histéricas y populistas para así ganar el apoyo político y popular de toda Alemania. Fue responsable de organizar en Berlín disturbios y revueltas callejeras en contra de comunistas y judíos, gitanos y homosexuales.

Fue uno de los mayores instigadores de actos antisemitas y uno de los pocos líderes nazis en mencionar sin remordimientos el genocidio judío. Según su personalidad desviada y egocéntrica, la retórica política que había utilizado para capturar no solamente los medios, sino también el mensaje público, eran parte central de la gran obra nazi que él había ayudado a construir. Y de eso, él sentiría un gran orgullo.      

Pareciera ser que todas esas crudas historias de tiempos muy anteriores y lejanos a los actuales se suponían aprendidas y superadas, o al menos entendidas. Y que ellas habían quedado en un pasado muy remoto donde solo se hubieran dejado conocer si uno estuviera dispuesto a abrir un libro y leer sobre historia universal.

Pero, al parecer, no son ideas ni muy añejas ni muy desactualizadas, y lo más doloroso y lamentable es que las lecciones no fueron realmente ni asimiladas, ni menos aprendidas.

Porque cuando la ministra Camila Vallejo como vocera de Gobierno, a través de una mirada sesgada y sectaria (el mismo Francisco Vidal definió de esa manera a toda la generación política del Presidente Boric y a todo su gabinete), cree que puede encapsular y manipular la opinión ciudadana para controlar el mensaje público a través de una comisión de expertos, no solamente es un política pública miope e ideologizada, sino que es totalitaria y muy peligrosa.

Porque todos sabemos que el camino al infierno está colmado de buenas voluntades y deseos. Creer que lo que se decide (siempre) desde la formalidad y las atribuciones de un cargo público es lo correcto, es una mirada profundamente equivocada. El Estado no debe calificar si es correcto o no lo que dice la ciudadanía, a quién se lo dice y cómo se lo dice. Lo que debe hacer el Estado es abrir espacios democráticos y conforme a la ley, para la libre y respetuosa deliberación de las ideas y de todas las opiniones que nos constituyen.

Esa es justamente la libertad de expresión que la secretaria de Estado va a ahogar y estatizar junto a Aisén Etcheverry, la ministra de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación. Porque si ciertas políticas públicas son diseñadas y encomendadas desconociendo e ignorando el espíritu técnico que las encarna y las repercusiones que ellas pueden llegar a tener, es inminente el acecho peligroso de la tiránica censura, y la rastrera y traicionera manipulación de masas que, seguramente, acecharán en cada esquina que crucen el camino iluminado y democrático de la libre opinión pública de todos los ciudadanos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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