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Israel en ebullición Opinión

Israel en ebullición

Juan Pablo Glasinovic Vernon
Por : Juan Pablo Glasinovic Vernon Abogado de la Pontificia Universidad Católica de Chile (PUC), magíster en Ciencia Política mención Relaciones Internacionales, PUC; Master of Arts in Area Studies (South East Asia), University of London.
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El debate constitucional y político parece indicar que el país se encuentra en un punto de inflexión sobre su devenir. Está claro que ya no existe un consenso sobre su identidad e itinerario de futuro y esto requiere de un diálogo amplio y profundo para buscar acuerdos y hacer ajustes. El problema, como en tantos otros países en estos tiempos, es que la coyuntura impide abordar los temas de fondo, empeorando las cosas. Es imperativo cambiar el eje de la discusión (¿no les suena familiar por estos lares?). En toda encrucijada está el riesgo de errar el camino, con consecuencias más o menos catastróficas. Por su historia, contexto, configuración y ubicación, Israel no tiene mucho margen de error. Pero no es una alternativa retroceder y las claves y esperanzas del nuevo rumbo radican en la sociedad civil y en la democracia. Si esta última se debilita, también perderá fuerzas la primera.


El verano boreal ha marcado un récord de temperaturas, las más altas desde que existe registro. En el área del Mediterráneo esto ha sido especialmente severo, incluyendo masivos incendios, lo que ha agudizado la emergencia de calor. Esto sin duda que repercute en el ambiente social, caldeando los ánimos, entre otras consecuencias. Ello es particularmente intenso en la zona del Medio Oriente, región que vive en un estado de tensión permanente y con crisis que estallan recurrentemente, amenazando la estabilidad de la zona e incluso más allá.

Junto a esta ebullición climática, hay un país en el cual la temperatura política ha subido a niveles alarmantes: Israel. Como sabemos, Israel es un estado excepcional en varios sentidos. Su creación es fruto de un movimiento que promovió la instalación de población judía en tierras que fueron la cuna de este pueblo, pero de las cuales emigraron forzosa y masivamente por circunstancias históricas en e siglo I DC. Esta migración masiva fue generada y estimulada por el Holocausto en la Segunda Guerra Mundial, que consolidó la convicción en la mayoría de los líderes de esta nación, hasta entonces sin territorio propio, de que era necesario constituir un estado para defenderse de la discriminación y de las persecuciones. Es así como en 1948 nace el Estado de Israel, refrendado por la recién creada Organización de las Naciones Unidas (al mismo tiempo que Palestina, aunque esto sigue pendiente).

Otra característica especial de Israel, en relación con sus vecinos árabes, es que nació como una democracia y se ha mantenido como tal, a pesar de las sucesivas guerras que ha enfrentado el país y una situación de seguridad siempre compleja. Esto se ha traducido no solo en la alternancia en el poder, sino en una vibrante sociedad civil celosa de preservar sus derechos y libertades.

Pero esta condición se ve hoy amenazada, quizá como nunca y esto, por el rol y posición de Israel, podría tener profundas consecuencias en la región.

Israel es un estado que se fundó sobre una identidad judía, pero desde la perspectiva más cultural, aunque abierto a una sociedad plurinacional (hoy el 20% de la población es árabe de origen palestino). Ese rasgo identitario original ha ido mutando hacia una dimensión más religiosa, lo que ha tensionado la convivencia con la comunidad árabe y ha puesto en cuestión la noción de un sentimiento nacional común.

Pero siendo el tema comunitario un gran desafío existencial para Israel, en esta oportunidad me quiero detener en la crisis y división que afecta a la mayoría judía.

Como decía, el gobierno y la sociedad israelí han ido evolucionando desde un estado laico, hacia un estado cada vez más religioso. En esto han sido fundamentales los grupos ortodoxos, que no solo han ido aumentando su porcentaje en la población con una alta natalidad (hoy 13%), sino que también han adquirido influencia política. A pesar de su número todavía relativamente bajo en relación con el resto, se han organizado muy bien políticamente y, en un sistema parlamentario altamente fragmentado, sus partidos y votos han pasado a ser esenciales para conformar gobiernos.

Esta deriva también ha coexistido con una derechización del electorado, fenómeno con vasos comunicantes con estos grupos religiosos.

El tema religioso y su influencia política ha gatillado o más bien acentuado el debate identitario. ¿Qué es Israel? ¿Cómo debiera estructurarse política y socialmente? Por décadas la tensión y polarización han ido en ascenso y hoy la sociedad judía está partida.

Esta situación se ha agudizado con el gobierno del primer ministro Benjamín Netanyahu, el gobernante más longevo desde la creación de Israel y que regresó al cargo hace unos meses después de un interludio de un año y medio. Netanyahu, de derecha, hoy gobierna con los ultraortodoxos y nacionalistas, con una exigua mayoría parlamentaria.

Uno de los ejes de su programa en esta pasada, y que ha generado masivas protestas de la sociedad civil hebrea, es el cambio de la arquitectura constitucional del país. En efecto, ha impulsado una reforma para fortalecer al parlamento y blindar sus leyes, cesando la posibilidad de que la Corte Suprema pueda revisarlas y anularlas. En Israel no existe una constitución escrita y la estructura del poder se rige por nomas dispersas y la costumbre en un delicado equilibrio en cuya cúspide está la Corte Suprema, que, como su símil de Estados Unidos, con sus sentencias va regulando el contexto público y las atribuciones de sus poderes. Con esta iniciativa Netanyahu quiere consagrar la primacía absoluta del parlamento unicameral y por supuesto de quien lo controle.

Los críticos de esta iniciativa no solo argumentan que se está destruyendo el entramado democrático, concentrando un poder sin contrapeso en la mayoría de turno en el gobierno, también acusan a Netanyahu de tratar de protegerse de la persecución judicial porque él mismo está procesado por corrupción y es la Corte Suprema quien debe fallar su caso (del cual hasta ahora ha salvado por su fuero). En esa perspectiva, el primer ministro estaría “personalizando” la agenda, dañando seriamente la institucionalidad y promoviendo la división.

Ya en marzo hubo un primer intento de pasar esta reforma y fue tal el revuelo que el primer ministro puso freno a la iniciativa. Hasta intervino el presidente del país, que como jefe de Estado en un sistema parlamentario cumple más bien funciones protocolares, proponiendo un plan de diálogo y entendimiento para evitar escalar en las diferencias.

Netanyahu rechazó retroceder y hace unas semanas retomó el tema y finalmente el lunes pasado presentó una primera parte del proyecto de ley sobre la reforma de la justicia. Con 64 votos a favor, sobre un total 120 legisladores, los diputados decidieron remover la llamada cláusula de “razonabilidad”, que permitía a los jueces de la Corte Suprema anular medidas del ejecutivo consideradas “irrazonables”.

Esto generó más movilización ciudadana, incluyendo huelgas y paros, al que se han sumado reservistas de las fuerzas armadas. Esto último, aunque había surgido por primera vez en marzo (no llegando a concretarse en forma masiva por la suspensión del trámite), deja en evidencia la gravedad de la situación.

El presidente de Israel, Isaac Herzog, calificó la situación de una emergencia nacional y ha tratado infructuosamente de generar un compromiso.

Estados Unidos, el principal aliado de Israel y garante último de su seguridad, expresó a través del presidente Biden su honda preocupación por la situación y la amenaza que representa para la democracia.

Siendo ya delicado el contexto, con riesgos de enfrentamientos y violencia en el seno de la propia comunidad judía, podría ponerse más crítico si la Corte Suprema se pronuncia acerca de la ley de reforma judicial y se genera una contienda de competencias en un verdadero choque de trenes, aglutinando cada uno de estos poderes a un sector en una sociedad prácticamente escindida en dos mitades.

Desde la creación del Estado de Israel, han coexistido difícilmente dos almas: una mayoría secular con una minoría ortodoxa. Esta coexistencia se ha ido volviendo más difícil, a lo que se debe sumar una evidente falta de integración de la comunidad árabe israelí. Mientras la comunidad judía supo resolver sus diferencias, no ha peligrado ni el sistema democrático ni la paz interna e integridad del país. Pero, si el sistema no pudiera seguir canalizando y procesando esas diferencias, se abre la posibilidad de una caja de Pandora.

Al clivaje derecha-izquierda se ha superpuesto la dimensión secular-religiosa coexistiendo adicionalmente con el componente árabe-judío. Esto está haciendo crisis ahora con una profunda división y animosidad en la población en general, pero particularmente en la judía, que es la mayoritaria del país. Las reformas que está impulsando Netanyahu son un síntoma de este estado de cosas, pero también un empujón hacia al abismo.

El debate constitucional y político parece indicar que el país se encuentra en un punto de inflexión sobre su devenir. Está claro que ya no existe un consenso sobre su identidad e itinerario de futuro y esto requiere de un diálogo amplio y profundo para buscar acuerdos y hacer ajustes. El problema, como en tantos otros países en estos tiempos, es que la coyuntura impide abordar los temas de fondo, empeorando las cosas. Es imperativo cambiar el eje de la discusión (¿no les suena familiar por estos lares?).

En toda encrucijada está el riesgo de errar el camino, con consecuencias más o menos catastróficas. Por su historia, contexto, configuración y ubicación, Israel no tiene mucho margen de error. Pero no es una alternativa retroceder y las claves y esperanzas del nuevo rumbo radican en la sociedad civil y en la democracia. Si esta última se debilita, también perderá fuerzas la primera.

Netanyahu está dejando en evidencia que el sistema está agrietado. La solución no pasa por su salida. Va mucho más allá.

Corren tiempos difíciles.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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