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Los dedos de mi tío Juan Opinión

Los dedos de mi tío Juan

Mauricio Electorat
Por : Mauricio Electorat Escritor y académico chileno. Autor de "El paraíso tres veces al día", "La burla del tiempo", "Las islas que van quedando" y "No hay que mirar a los muertos", entre otros textos.
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En vez de escrutinio, en vez de diálogo, la actual clase política aparece atrincherada en sus certezas, bando contra bando, con un mar de incertidumbres –sobre las sociedades humanas y el destino del hombre– como telón de fondo. Dos cosas parecen preocupantes: por una parte que perviva el dogmatismo religioso de la izquierda radical y, por otra, que los partidos de derecha sean incapaces de pronunciar las palabras “Golpe de Estado” y “dictadura”, asombroso tratándose de una derecha supuestamente renovada, muchos de cuyos líderes ni siquiera habían nacido para el Golpe.


Yo tenía trece años. Una tarde regresé del colegio y mi madre me encerró en la cocina: vino a vernos tu tío Juan, se quedará unos días con nosotros, en la pieza chica, no le tienes que contar a nadie que está acá. ¿Mi tío Juan unos días con nosotros en la pieza chica? La información no me cuadraba: mi tío Juan era un neurocirujano reputado, trabajaba en un hospital importante, tenía una casa con piscina, era culto y muy sociable, ¿por qué se tenía que quedar encerrado en la pieza chica? Mi madre dijo: él te explicará, pero tienes que prometerme que no le contarás a absolutamente nadie. Le prometí. Fui a verlo. Era lo que se llama un cuarto de servicio, una cama estrecha, un pequeño velador, poca cosa más.

Mi tío Juan no parecía mi tío Juan. Llevaba un buzo de gimnasia (él andaba siempre de terno, o con delantal de médico), tenía una barba de días o quizás semanas, llevaba unas sandalias plásticas de esas que se usan en las piscinas, pero sobre todo, los dedos de sus pies estaban cubiertos de gruesos vendajes y sobre algunas de las falanges se podían apreciar como manchas de sangre. Me dio miedo. Él comprendió. Me hizo sentar a su lado. Me explicó que a veces los hombres se volvían verdaderos monstruos, llenos de violencia y odio, eran capaces de cometer las peores atrocidades. Sé que me entiendes, agregó. Yo miraba sus vendajes. Por eso, lo que debemos hacer es estudiar y prepararnos mucho para tratar de lograr que estas cosas nunca se vuelvan a repetir. ¿Estamos de acuerdo, verdad? Sí, le dije, yo, estamos de acuerdo. Entonces se puso de pie, me acarició el pelo y me abrazó. Te quiero mucho, me dijo, piensa siempre por ti mismo, actúa en consecuencia y nunca tengas miedo. Eso debió ser a la vuelta del verano de 1974. Después pasó la vida. Pero esa escena no se me olvidó nunca.

Escribo esto porque siento que estamos en deuda con los dedos masacrados de mi tío Juan, que estamos en deuda con el largo reguero de vidas rotas que se tragó para siempre la cruel maquinaria de la historia. Allende se equivocó, a lo mejor se sobreestimó, como una especie de héroe griego que, prometido a un destino fatal, acarrea a su pueblo en su caída. Hoy día parece obvio que los dueños de Occidente –y los dueños de Chile– no iban a permitir ni por un segundo que se instalara en este país una revolución de cualquier especie. Quizás había que pensar fuera del dogma, y encontrar otra cosa que los hombres de ese momento fueron incapaces de encontrar. Infantilismo de izquierda, fanatismo cuasi religioso de todos, cultura fascistoide de aniquilación del enemigo: el cóctel estaba servido. Analizar y comprender es condición indispensable para que estas cosas, como me dijo mi tío Juan, nunca se vuelvan a repetir.

Durante estos meses, quizás durante el último año, tuvimos la oportunidad de practicar una especie de constelación familiar de Chile, de ponernos en el lugar de los hombres y mujeres de esa época, de interrogarlos, de moverlos de sus pedestales, de intercambiarlos. Pero ese ejercicio, si es que alguna vez existió la intención de hacerlo, falló. En vez de escrutinio, en vez de diálogo, la actual clase política aparece atrincherada en sus certezas, bando contra bando, con un mar de incertidumbres –sobre las sociedades humanas y el destino del hombre– como telón de fondo. Dos cosas parecen preocupantes: por una parte que perviva el dogmatismo religioso de la izquierda radical y, por otra, que los partidos de derecha sean incapaces de pronunciar las palabras “golpe de estado” y “dictadura”, asombroso tratándose de una derecha supuestamente renovada, muchos de cuyos líderes ni siquiera habían nacido para el golpe de Estado.

Es muy probable que los políticos se las arreglen para barrer convenientemente todo esto debajo de la alfombra a partir del 12 de septiembre. Pero seguiremos en deuda con los dedos de mi tío Juan, con las vidas de cientos de miles, y con esa cosa ubicua y resbaladiza que se llama “el pasado” y con esa otra cosa ubicua y resbaladiza que se llama “nación”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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