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Más allá de nuestras diferencias Opinión

Más allá de nuestras diferencias

Álvaro Ramis Olivos
Por : Álvaro Ramis Olivos Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano (UAHC).
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Negar nuestras diferencias es la peor de las opciones. La realidad evidencia que estas discrepancias no se van a disipar por decreto o por simple encubrimiento de su radicalidad. A cualquier lado al que miremos vemos un escenario de odio, enfrentamiento, polarización y brutal lucha partidista.


Uno de los pocos frutos que ha aportado el largo proceso constituyente es un detallado inventario de todo lo que nos separa como sociedad. Luego de tantas discusiones y debates constitucionales, hoy podríamos catastrar cada matiz, tonalidad y sutileza que despierta interpretaciones enconadas y disímiles en todos los planos de la política, la economía y las costumbres, y frente a cada diferencia también podríamos situar los posibles lugares de encuentro y convergencia que podríamos alcanzar. Es un logro imperfecto e insuficiente, pero al menos es un punto de arranque para lo que deberíamos comenzar a hacer después del plebiscito del 17 de diciembre.

Negar nuestras diferencias es la peor de las opciones. La realidad evidencia que estas discrepancias no se van a disipar por decreto o por simple encubrimiento de su radicalidad. A cualquier lado al que miremos vemos un escenario de odio, enfrentamiento, polarización y brutal lucha partidista. Evadirlo es dejar que siga su camino una lucha de todos contra todos, donde solo salen beneficiados los demagogos y los pontificadores, mientras se degradan las instituciones democráticas, que pierden utilidad y sentido.

Es necesario reconocer que nuestras distancias no se ubican siempre en el mismo plano. En algunas dimensiones discrepamos por asuntos de principios y valores. En ese nivel se ubican los debates sobre las fundamentaciones últimas de nuestras opciones de vida en ámbitos como la desigualdad económica, los derechos humanos, la sexualidad y la reproducción, la idea de democracia y las distintas facetas de la libertad. Este es un plano donde impera lo que consideramos intransable, imposible de resignar porque compromete nuestra identidad y nuestra conciencia. No son solo opciones políticas, sino modos de vida y visiones del mundo.

Pero en otros campos existen saludables divergencias que no versan sobre asuntos tan irreconciliables, y pueden caracterizarse como asuntos de forma, de preferencias legítimas que nos pueden llevar a votar distinto, pero compartiendo un mismo propósito para el país. Toda la sociedad anhela vivir con más cohesión, en un sistema político legítimo, eficaz y eficiente, y compartimos un anhelo de reducir la incertidumbre en planos tan básicos como la seguridad, la protección social ante las contingencias de la vida, la estabilidad laboral y la calidad de vida en general.

Dos no dialogan si el otro no quiere. Es imposible buscar acuerdos cuando una de las partes rehúye hacerlo y solo busca desacreditar al adversario político convirtiéndolo en el enemigo a destruir, descalificándolo de todas las maneras posibles. La verdadera dificultad en este plano la instalan los moralistas políticos que instrumentalizan la ética para perseguir sus propios intereses, al margen del interés general. Existe una industria de la polarización y el escándalo, muy bien financiada, que asume que los que piensan diferente son enemigos de nuestro modo de vida, ante los que tenemos que defendernos y, si es necesario, aniquilar.

Por supuesto es urgente contribuir a moralizar el derecho y la política y, para eso, necesitamos líderes políticos morales, que conjuguen sus convicciones con las responsabilidades contraídas. Pero en ese objetivo lo que menos aporta es arrojarse los nombres de los corrutos de lado a lado por la cabeza, con el afán indisimulado de reventar el diálogo, mediante una polarización que termina en la catástrofe de la violencia o en destrucción de la democracia.

Un primer paso sería comprometerse a no deslegitimar continuamente a quien ocupa el Poder Ejecutivo porque las reglas del juego electoral así lo han determinado. La oposición debe asumir que su papel es plantear alternativas y contribuir a mejorar las propuestas que haga una determinada mayoría. Bloquear todo el tiempo puede ser una catarsis colectiva para los seguidores de un sector, pero es un callejón sin salida en términos institucionales. Por su parte, los gobiernos deben entender que la democracia no puede ser meramente agregativa. Haber llegado a conformar una mayoría es siempre un ejercicio eventual, lo que obliga a ejercitar los pactos de Estado y procesos de deliberación, como medio de consolidar las decisiones de política pública que deben permanecer a mediano y largo plazo.

Hace algunos años los investigadores de ciencia política Marc Hetherington y Jonathan Weiler publicaron un interesante estudio de las razones psicológicas y prerracionales que contribuyen a la polarización en política. Su conclusión es que creemos haber tomado libre y conscientemente ciertas posturas, pero la realidad es que son solo herencias de los prejuicios y los condicionamientos culturales del entorno familiar y social en el que crecimos. Nacemos y nos criamos en burbujas de creencias religiosas, ideológicas, valorativas y a lo largo de la vida intentamos reafirmar constantemente ese legado inconsciente. Muy pocas personas son capaces de llegar a la autonomía necesaria para pensar por sí mismas y concebir sus propias posiciones en estas materias.

La profesionalización de la política debe exigir, a quienes ejercen cargos públicos, reconocer estos condicionamientos. No para cambiar sus opiniones, sino para asumir que en la enorme mayoría de los casos actuamos sobre la base de proposiciones que se basan en una identidad personal y colectiva, más que en la deliberación racional y fundamentada de los argumentos. Si nos pesa más la camiseta heredada que la convicción libre y fundada, es posible asumir el desafiante trabajo de superar los hábitos y las etiquetas para descubrir procedimientos y formas de trabajo que nos ayuden a colaborar en vez de competir, y a construir en vez de destruir nuestras instituciones.

Es hora de preguntarnos abiertamente si la próxima generación disfrutará de la misma forma de democracia que hemos conocido hasta ahora. Puede ser una pregunta oportuna porque, si no transformamos nuestra forma de gobierno, preservando el principio de la soberanía popular como criterio que nos unifique, transitaremos hacia nuevas experiencias que combinarán lo brutal de lo desregulado y lo cruel del sadismo autoritario.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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