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Corrientes profundas sobre olas pasajeras para el ciclo electoral latinoamericano 2024 Opinión BBC

Corrientes profundas sobre olas pasajeras para el ciclo electoral latinoamericano 2024

Gilberto Aranda B.
Por : Gilberto Aranda B. Profesor titular Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.
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De hecho, en el ciclo electoral post pandémico, el hartazgo ciudadano se ha traducido en el triunfo de las oposiciones, en 17 oportunidades de 18 competencias políticas totales.


El Salvador en febrero, Panamá y República Dominicana en mayo, México durante junio, Uruguay hacia octubre y Venezuela probablemente en diciembre –con margen de incertidumbre en su concreción, dependiendo del acuerdo entre gobierno y una oposición respaldada por Estados Unidos- es el calendario para comicios presidenciales en la región, mientras Chile y Brasil celebraran elecciones locales y regionales, que también servirán de barómetro para medir preferencias ciudadanas.

Se trata de una nueva prueba para una clase política acosada por la irrupción creciente de outsiders, respondiendo a las crisis de seguridad, economía y corrupción. Lo primero que se puede constatar es que la presagiada “Ola Rosada 2.0” no fue tal, sino más bien una expresión de un deseo latente o de la simplificación de un cuadro complejo, y que en cambio –como he reiterado en este mismo espacio desde hace un par de años- caminamos por un mosaico político latinoamericano en permanente re-estructuración. De hecho, en el ciclo electoral post pandémico, el hartazgo ciudadano se ha traducido en el triunfo de las oposiciones, en 17 oportunidades de 18 competencias políticas totales.

Durante el último año y fracción, elecciones municipales y plebiscitos en más de una ocasión terminaron resultando esquivos para los oficialismos, incluyendo los proyectos renovadores / refundacionales de una nueva izquierda cuya vigencia puede ser tan acotada como la pseudo ola marrón (de derecha) de 2015, confirmando que la última verdadera marea Kanagawa fue la que inició Hugo Chávez en 1999, que se proyectó por más de década y media. Lo anterior también es válido para los propósitos regeneracionistas de una derecha radical y populista que en el caso de Brasil dejó Planalto tras 4 años de gobierno, aun cuando constituyó una formidable bancada parlamentaria afín en el Congreso. Todo el panorama político referido, además con una escenografía típica de “Un Mundo raro”, como el bolero de José Alfredo Jiménez; es decir, con nuevas izquierdas recitando de memoria la sociología política de Carl Schmitt en la dinámica de construcción adversarial y derechas radicales inspiradas por la noción de contra-hegemonía de Gramsci al implementar sus batallas culturales.

Lo evidente entonces es la desafección ciudadana con la clase política, provista de una enseña de impaciencia incluso con gobiernos recién estrenados que ya casi no cuentan de la clásica “luna de miel” inicial. Este nuevo año, sin embargo, podría traernos algunas confirmaciones oficialistas que no refutaran la tendencia general de malestar político y anti-elitismo. En El Salvador y México, los candidatos del gobierno corren con ventaja inicial entre sus electorados –algo menos pronunciado en el último caso-, agregándose lo difícil que es para el régimen madurista tolerar alteraciones al guion de permanencia sempiterna en el Palacio Miraflores. En Uruguay y Panamá la alternancia en el poder es una posibilidad cierta, mientras República Dominicana la competencia está abierta, con una ligera delantera para el Presidente Abinader. En definitiva, un panorama más que líquido, francamente gaseoso como suele decir un amigo de Madrid, con gente que ya no vota por proyectos, programas, o partidos -ni siquiera por personas-, sino que responde a malestares expresados en el cada vez más popular “voto castigo”.

En este reino de incertidumbres sugiero desplazar la atención desde el avistamiento de mareas superficiales a la reflexión de corrientes profundas algo más estables: las desigualdades económicas y territoriales, los identitarismos locales y nacionales que reaccionan tanto a la globalización como a las nuevas migraciones, el anhelo de una autoridad, a veces rayando el autoritarismo, para restablecer un orden amenazado al estilo de un sheriff, son algunas de éstas que se expresan en los humores del momento electoral. Así si Renouvin y Duroselle en su clásico “Introducción a la Historia de las Relaciones Internacionales” (1964) detectaron que junto a los vínculos contingentes de Estados existían “fuerzas profundas”, concebidas como condiciones estructurales que moldeaban los diversos tipos de relaciones inter-estatales, análogamente, bajo las orientaciones subjetivas que hilvanan las decisiones humanas y sobre las elecciones racionales que cada individuo realiza, existen culturas políticas, susceptibles de transformarse gradualmente. Dichas corrientes pueden ser auscultadas por ejemplo mediante el enfoque de la “dependencia del camino” que enfatiza normas, rutinas y prácticas, un acervo institucional constituidos a partir de las trayectorias decisionales históricas, que nos dice que la historia sí importa.

De esta manera, podemos comprender mejor la histéresis, que originalmente representa la tendencia de un material a conservar algunas de sus propiedades, incluso si el estímulo que las ha generado “brilla” por su ausencia. Traducido a la política, podemos afirmar que, incluso después de la caída del muro de Berlín y el crepúsculo de los denominados “socialismos reales” de Europa, un acérrimo anticomunismo ha seguido vigente en la región latinoamericana, más allá del arsenal discursivo de Bolsonaro y Milei, y que hace parte de la herencia de ciertos segmentos conservadores refractarios a cualquier cambio. Se puede citar la doctrina de la Seguridad Nacional, de factura estadounidense, implementada por las dictaduras del Cono Sur y del Brasil entre los sesentas y ochentas, además del gobierno de Isabel Martínez de Perón en 1974, que revivió en tiempos de Bolsonaro como argumentación en contra de la libertad de prensa. En otros espacios comparece un neo “macartismo” de sospecha ante toda inclinación colectivista, tachada rápidamente de “comunista”. Responde también a una tónica polarizada cuyo otro extremo es el mote de “facho pobre”, retratando cierta actitud despótica incapaz de hacerse cargo de las preocupaciones y decisiones de un precariado políticamente volátil.

Por lo anterior conviene detenerse a revisitar la cuestión de las culturas políticas, en tanto formas en que reglas y principios elementales de un sistema político son asumidos e internalizados por los integrantes de una sociedad mediante elementos cognoscitivos, pero también sentimientos, apegos, juicios y prejuicios -constitutivos de corrientes de fondo-, todos incidiendo en el reconocimiento social al derecho a adoptar decisiones con autoridad, es decir a ejercer el poder.

Las corrientes de fondo parecen desafiar el paso del tiempo: Los liderazgos fuertes pueden proyectarse en el hiperpresidencialismo, así como gobiernos oligárquicos se combinan con tradiciones corporativistas, neo-patrimonialistas y centralizadoras. Desde una perspectiva culturalista de corte esencialista, por ejemplo, la del extinto profesor de la Universidad de Georgia, Howard Wiarda, la democracia en América Latina no fue el resultado de una conquista histórica gradual de corte universalista, ni siquiera el producto de una tercera ola democratizadora, sino que simplemente la respuesta de elites nacionales a condiciones globales y hemisféricas en la década de los setentas y ochentas, que al modificarse implican la búsqueda de nuevas fórmulas.

De hecho, el anhelo por un liderazgo fuerte puede ilustrarse con el típico caudillismo militar del siglo XIX y principios del XX, pletórico de cuartelazos, pronunciamientos y golpes como prácticas recurrentes. Con el tiempo, el caudillo militar fue desplazado por otra figura, el líder populista durante la primera ola populista, que a menudo compartía un origen castrense (Lázaro Cárdenas y Juan Domingo Perón) y cuya época dorada fueron los treinta o cuarenta del siglo XX. Hoy en varios países coexisten diversas cepas populistas, a menudo respaldadas por las FFAA y de seguridad. Así, los militares ofrecen apoyo institucional, sirven de garante de seguridad (El Salvador) o llegan a ser parte vertebradora del gobierno (Venezuela o el Brasil de Bolsonaro), otra corriente profunda expresada en la nueva militarización de la política latinoamericana, que se traduce en la normalización del uso de militares para el desarrollo de tareas distintas a sus roles tradicionales, sin la mediación de un proceso planificado de modernización. Acaece entonces la securitización de las agendas y militarización de prácticas, a menudo bajo el concepto de “polivalencia” que permite pivotar entre capacidades militares y no militares como la lucha contra desastres naturales, narcotráfico, entre otros. El desmantelamiento del Estado en varios países, más una desfalleciente Administración Pública, con escasa dotación presupuestaria o sin incentivos al mérito civil, facilitaron una militarización comprendida como modernización low cost invocada ante urgencias y como garantía de eficacia ante los gobernados y popularidad del gobernante. Así la tradición castrense no concluyó con el retorno del régimen civil, sino que discurre por otros canales.

Por último, se constata la “fatiga democrática” de una América Latina menos comprometida con valores liberales, con pronóstico poco promisorio para las políticas públicas que pretendieron dotar de seguridad, derechos y más libertades a su población. En consecuencia, el binomio democracia y liberalismo, que para Macpherson correspondía a una articulación contingente no siempre inervada -lo que implica la posibilidad de democracias mayoritarias o iliberales-, lejos de responder a la tesis de Huntington de “tercera ola” de transición democratizadora para la subregión, permite en la actualidad la impugnación de la democracia liberal desde otros registros y adjetivos. Lo anterior explica la deriva hacia fórmulas híbridas, cuando no simplemente autocráticas. Aparecen las “democracias delegativas” y los autoritarismos competitivos, cada vez más abundantes en la región.

La hibridación de los regímenes políticos latinoamericanos y caribeños, que combinan democracia con rasgos autoritarios, fue respaldada en 2022 por reputados índices como el confeccionado por la unidad de inteligencia The Economist: de 24 estados incluidos, se reconocieron 8 regímenes híbridos, 4 autocracias, 9 democracias imperfectas y sólo 2 plenas. Para estas experiencias comparece la Paradoja de Teseo, que inquiere si cuando a un objeto se le reemplazan todas sus partes, sigue acaso siendo el mismo. Si dicho elemento correspondiese a una democracia la pregunta sería ¿hasta cuándo soporta alteraciones para seguir siendo tal? Sin duda desafíos para una democracia latinoamericana que apunta a corrientes profundas más que olas momentáneas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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