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Más allá del malestar: enemizaciones y autoritarismos Opinión Referencial: guerra en Ucrania

Más allá del malestar: enemizaciones y autoritarismos

Carlos del Valle R. y Mauro Salazar
Por : Carlos del Valle R. y Mauro Salazar Académicos del Doctorado en Comunicación U. de La Frontera
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La proliferación de insurgencias, liderazgos autoritarios, exclusión de pueblos originarios,  genocidios del Oriente Medio y Europa Oriental, conmina a un nuevo lenguaje que debe emplazar las complacencias del malestar, en la biblioteca de la postransición chilena (1990-2011).


En una temporalidad marcada por guerrillas mediáticas, la gobernabilidad no se articula por la vía de narrativas o seducciones discursivas, sino en un campo visual, bélico y material de enemizaciones, cuyas huellas se anudan a un imaginario neopolítico. Tal estado de cosas obliga a revisar los silogismos del orden crítico y reubicar el mal-estar, su vocación pedagogizante, subrayando las brechas entre modernización y subjetividad. 

Bajo la teoría de la gobernabilidad, el malaise tuvo un hito fundamental en 1998, en tiempos del realismo –Informe PNUD, “Paradojas de la modernización”–, pero hoy deviene un término descriptivista, curatorial, para “domesticar cuerpos” y producir dispositivos de normalización en pleno desgaste representacional. El enfoque omniabarcante y el estatuto difuso del mal-estar puede ser homologable al esmog que afecta la salud urbana, la saturación del parque automotriz, los problemas de acceso a la salud pública y un rechazo hacia la racionalidad abusiva de las instituciones.

El malaise deviene en un “supermercado cognitivo” que permite transitar dócilmente entre modernizaciones y ciclos de protesta social. El momento actual, reclama otro marco político-conceptual que implica descifrar un cúmulo de negacionismos, estigmatizaciones, migraciones, colonialismos de nuevo tipo, guerras civiles, reclamos ciudadanos por seguridad, procesos de racialización y liderazgos furiosos que buscan mitigar la fractura entre la vida cotidiana y el campo institucional.

En medio de lo anterior aparece el desdibujamiento de fronteras –límites– entre guerra y paz, incluso su eventual naturalización pone en tensión el estatuto de “lo real”. La crisis de todo reparto comunitario nos sugiere descifrar formas intersticiales de otrocidio, que distan de la democracia representacional y su vocación de consensos. 

La póstuma frase “Civiles y militares. ¡Chile es uno solo!” –discurso de asunción de Patricio Aylwin– fundó un ciclo de realismo y empresarización de la política, donde el malestar pudo gestionar los problemas de la subjetividad mediante consumos expansivos que ofrecían pax social. En el contexto de identitarismos salvajes, el término devela su orfandad hermenéutica. Actualmente campea un “apriorismo vengativo” –beligerante– que descalifica la diferencia sin apelar al orden del discurso, a saber, la paranoia, la vileza, la ridiculización, el menoscabo, la denostación, y el Aula Segura instalan un amplio abanico de enemigos íntimos. Y, así, la práctica vejatoria del a priori nos arroja a procesos de des-subjetivación donde el sujeto no puede metabolizar su diferencia con la “otredad”, salvo bajo una permanente actitud de degradación. 

En una rápida sinopsis existe un conocido enfoque que resulta mucho más sugerente y que dice relación con la teoría hegemónica. Desde la tradición posgramsciana, Chantal Mouffe analiza la deserción de las instituciones en la producción posfordista, donde se constituye una voluntad colectiva (un “nosotros contingencial”) en un marco discursivo y adversarial.

La multiplicidad de agonismos tiene reservas ante conceptos generales como Imperio (Negri) que no necesitan de articulaciones, sino de una “unidad espontánea” que brota desde la multitud. Mouffe tiene reparos radicales ante la democracia representativa o modelos deliberativos. El agonismo es la reconversión del enemigo en adversario, es decir, si el antagonismo es una relación de enemistad, el agonismo es una “relación de disputa”. Una fijación de voluntades heterogéneas que distribuyen los contenidos de la llamada “batalla cultural”.

Es un modelo que se aparta de la tecnología de los consensos –caso de la transición chilena– y tiene el mérito de enfrentar hegemonías de carácter pospolítico. Bolsonaro, Trump y el anarcoderechismo de Javier Milei. Por fin, la autora belga señala que el liberalismo niega la conflictividad del pluralismo social por medio de un consenso racional-deliberativo (habermasiano), cuya consecuencia es relegar la dimensión antagonista y demonizar toda expresión de populismo. Pese a los méritos de la teoría hegemónica, el “despojo neoliberal” comprende una necropolítica que, en función de otras opciones, no siempre es considerada en su abismal radicalidad por la filósofa política.

En el actual escenario geopolítico no sabemos si el cuerpo social se mantiene unido por efecto de un contrato, ni de un consenso –amén de antagonismos constitutivos e irreductibles–. Aquí no está en cuestión la solvencia descriptivo-analítica de la hegemonía sobre la facticidad de procesos aluvionales, menos su adscripción al conflicto, sino la persistencia en un “catecismo ideológico” y relaciones pedagógicas, en tiempos de exterminios raciales que hacen de la democracia un dispositivo bélico.

En un clima donde la facticidad neoliberal prescinde de relatos –horizontes–, las dinámicas de enemización, en tanto práctica, proceso y dispositivo, podrían descifrar múltiples nudos de sometimiento, extractivismo y otrocidio. La enemización, como proceso, no se agota en una semántica de binarismos amigo-enemigo, sino en la anarquía financiera del capital y la producción de un plataforma gubernamental que comprende una microfísica de enemizaciones –en el campo de lo intersticial–.

Así, la “guerra total” del Oriente Medio, el mundo euroasiático y los dispositivos preventivos de Washington, no remiten al ius belli moderno que calza sin fisuras con el armatoste colonial. Una guerra es vista como aquella que opera a favor del derecho internacional que, en tantos organismos internacionales, ha sido reprochada como un incumplimiento. En suma, una nueva racionalidad imperial que opera en los conflictos de Europa Oriental y otras geografías.

Lejos del progreso, y su tiempo evolutivo, las prácticas de enemizacion participan de distintos registros, como asimismo de mecanismos de sometimiento que deben ser desmasificadas en sus usos y contextos. La díada latinoamericana ¿civilización o barbarie? no puede representar un clivaje monolítico u homogéneo. La lucha o el enfrentamiento “cuerpo a cuerpo” entre enemigos es, siempre, un presupuesto de aquella identificación fallida que se introduce al amenazar la existencia del otro. Aquí abunda la alquimia de identitarismos salvajes, cuyo a priori es la estigmatización de la diferencia, la renuncia a la toma de palabra y la imposición de semánticas de guerra.

Lejos de la demonología, la enemización advierte el mal antropológico como un proceso que se inscribe al interior de la proliferación de morales excluyentes, prácticas supremacistas y fundamentalismos que prometen restaurar el orden. Las metáforas del otrocidio se expresan en un “otro” declarado terrorista y enemigo del Estado que puede denominarse “zurdo”, “migrante”, “lumpen”, “indio”, “pobre” y “minorías”, bajo la premisa de la “patria” que ha logrado colonizar el “sentido común” 

Aquí es posible invocar nombres, a saber, Ucrania, Armenia, Darfur y hoy Gaza. Pero cabe advertir que ello es una posibilidad de lectura en sociedades que destacan por el “enemigo absoluto”, cuestión que trasunta el “raitil cognitivo del malestar”. La categoría en cuestión cultiva una energía crítica para poner en evidencia cómo opera el odio a la diferencia. Las representaciones estigmatizantes develan lenguas del exterminio (discursos y prácticas) que actúan como mecanismos necropolíticos. Contra todo, la opacidad constitutiva no se funda en el sentido  dialéctico del término, pues la negatividad es necesariamente constitutiva y no admite comuniones. En suma, una guerra de posiciones, donde la enemización comprende un momento necropolítico empapado de imágenes del shock, viralidades y cuerpos mutilados. 

En suma, la enemización –como clave interpretativa– devela un clivaje en la acumulación de capital financiero bajo un ciclo donde campea el despojo de la diferencia. El soporte es aquella ira que el sujeto no puede metabolizar (gestionar) bajo los modos expresivos o deliberativos del orden neoliberal, por cuanto el enemigo absoluto puede ser el terrorista virológico del COVID-19 o el vecino (“pistolero”) que ha “devenido narco”.

Todo indica que estamos capturados en las prácticas del exterminio, a riesgo de una sombra que se inscribe en tal economía argumental. No se trata de fetichizar la nueva morfología del genocidio, y limitar todo en base a “máquinas de guerra” en una sola latitud, amén de los horrores irrepresentables de los cuerpos mutilados. Esto haría primar una filosofía radical –guerra civil, bacteriológica, psicológica, electrónica, informática, etc.– librada al todo o nada, donde las izquierdas difícilmente podrán subvertir los gravámenes de un diagnóstico ruinoso. Un paisaje apocalíptico que nos retrotrae a Clausewitz, Sobre la guerra. Una escena de escenas que comprende innumerables tragedias. Sin perjuicio del epistemicidio, la tarea es pensar políticamente el mundo, rescatando el arte de la espera, y la táctica en el juego de posiciones. 

En medio de la barbarie, una reserva entre guerra y guerra civil, polemosstasiología, porque el giro gramatical deriva en una ausencia abismante de límites y los gravámenes de los mapas belicistas tienen disposiciones irreversibles. Aquella tarea que supieron cumplir los intelectuales públicos al repensar política, democracia y guerra.  

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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