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Un día tú, un día yo Opinión Crédito: Pablo Ovalle/Agencia Uno

Un día tú, un día yo

Cristián Zuñiga
Por : Cristián Zuñiga Profesor de Estado
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No es tarde para comenzar a aceptar que nuestra realidad política ya no será de largos periodos presidenciales, por el contrario, todo indica que seguirá al ritmo de lo que esa vieja canción de Julio Iglesias decía: “Un día tú, un día yo”.


Lo gobiernos de las democracias actuales, mismas que transitan en el vertiginoso mundo de la hiperinformación, han aprendido a bailar al ritmo de lo que ya parece una máxima: el que es oposición, gana. Es decir, en las democracias actuales, donde la desconfianza y el prejuicio operan como motores psicológicos y emocionales, es muy difícil, para quienes detentan el poder, mantenerlo. Lo hemos visto con gobiernos de derecha, izquierda y con los populistas de turno. Es así como ha ido ocurriendo en países como Estados Unidos, Brasil, México, Uruguay, Colombia, Argentina, Inglaterra, Finlandia, entre muchos otros. En Chile, hemos aprendido a fuego esta máxima desde el año 2009, pues, desde entonces, todas las elecciones presidenciales han ido cambiando de banda presidencial: de Gobierno en curso a oposición de turno. 

Desde entonces, nadie ha logrado mantener la piocha de O’Higgins en su misma coalición política.     

No hay que ser experto en ciencias sociales ni politólogo para advertir que, en la actualidad, una vez que los políticos acceden al timón de la nave del Estado, se vuelven responsables de todos los males que van aquejando nuestros entornos y, aún más, pasan a convertirse en los protagonistas de las pesadillas de nuestras subjetividades. De seguro, para algunos psicoanalistas (o filósofos terapéuticos), esto podría responder al síndrome de “la sociedad del hastío”, donde el colectivo, embriagado de libertad, comienza a probar las promesas que los mercaderes de turno le venden como futuro esplendor. Es probable que, para los sociólogos, esta tendencia sea propia de las democracias liberales, donde los colores de las ideologías, permeadas por el control del mercado, sean menos importantes que la rotación vista como una especie de mecanismo “antimonopolio de poder”. Y capaz que, para los que se dedican a las comunicaciones, la vertiginosa alternancia en el poder responda a la eficiencia comunicacional que logran las redes sociales, toda vez que los algoritmos son más eficientes en tono de oposición, que de aduladores del poder de turno.

Lo anteriormente expuesto es un dato de la causa y, salvo regímenes como el de Maduro en Venezuela, Putin en Rusia o el de Orbán en Hungría (regímenes que han mantenido a sus correspondientes líderes durante décadas en el poder), ha sido una tónica para las democracias liberales pasar cada periodo: de Gobierno a oposición y de oposición a Gobierno. 

Por lo mismo es que los políticos responsables y con años en el cuerpo debieran dimensionar, cada vez que votan una ley, presentan algún recurso constitucional o emiten una opinión desde el pasillo del Congreso, que sus acciones o palabras (más allá del impacto que ellos creen que pudieran provocar en el contacto televisivo con el matinal), serán contenidos que, muy pronto, se les aparecerán de frente para interpelarlos. Es algo que este Gobierno ha padecido y tiene que ver con la inmortalidad que las redes sociales otorgan a cada acción, declaración y convicción del político que se posa en el foco de atención.

Hoy vemos a gran parte de los militantes de Apruebo Dignidad renegando de los símbolos del estallido social y reconociendo, de manera tácita (es cosa de ver el domicilio político de la mayoría del gabinete) y directa (hasta ahora los mayores logros del Gobierno radican en medidas económicas, de seguridad ciudadana y control migratorio, contrarios a los de su original programa de gobierno), que sus ideas y convicciones, de hace tres años, no prendieron.      

Y es que la vida de hoy es cruda, dura y demasiado dinámica como para prometer amor eterno a la usanza del siglo pasado. Es algo que la derecha también debería entender, dado que, hasta ahora, su único relato ha sido el mismo de los últimos 60 años, es decir, el de prometer orden público a punta de militares en las calles, construcción de cárceles al por mayor, defensa de la economía achicando al Estado y bajando impuestos a los privados. Es cosa de escuchar las recientes declaraciones de Evelyn Matthei y José Antonio Kast, para constatar que dicho sector padece una crisis intelectual profunda, o dicho de otro modo: la derecha sigue sin entender la realidad cultural del país actual (¿alguien cree que algún Gobierno pueda ganar la “lucha contra la delincuencia”?).  

Es probable que la tónica de las democracias liberales le siga tocando a Chile y estemos ad portas del quinto traspaso de mando entre coaliciones antagónicas, por lo que, vendría bien, de una vez por todas, comenzar a reconocer que los mejores años de Chile (en su historia republicana) se dieron cuando, independientemente del gobernante en La Moneda, se mantenían acuerdos de fondo entre los partidos políticos, Parlamento, empresariado y la ciudadanía organizada. Fueron los años donde mejor funcionaron los servicios de inteligencia, la economía logró sus mejores décadas de crecimiento e innovación, la educación amplió (como nunca antes) su cobertura y la política se orientó desde el colectivo y no a partir de los narcisos de turno. 

No es tarde para comenzar a aceptar que nuestra realidad política ya no será de largos periodos presidenciales, por el contrario, todo indica que seguirá al ritmo de lo que esa vieja canción de Julio Iglesias decía: “Un día tú, un día yo”. Por el bien del país, sería bueno dejar de seguir enrostrando palabras y buscando balas de plata para abordar temas estructurales. Estaría bien que los políticos del presente comiencen a proyectar los próximos 12 años de manera adulta, pues es muy probable que las coaliciones de izquierda y derecha sigan pasándose la banda entre ellas mismas.      

    

             

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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