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Denme una crisis y seré Presidente Opinión Imagen: @PRChile

Denme una crisis y seré Presidente

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Gilberto Aranda B.
Por : Gilberto Aranda B. Profesor titular Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.
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Desde luego, la gestión de crisis atañe por igual a diversos políticos, pero los argumentos monocausales de linealidad son un arma más efectiva de adhesión popular que verosímiles y sesudas explicaciones de políticos convencionales.


Cuentan que José María Velasco Ibarra, jefe de Estado del Ecuador en cinco ocasiones en el siglo XX (34-35, 44-47, 52-56, 60-61 y 68-72) acuñó la frase “Denme un balcón y seré Presidente”, subrayando su capacidad de persuadir al electorado para votar por él. Así sacó la actividad política de salones palaciegos y pasillos parlamentarios para llevarla a la calle, ya fuera un balcón o incluso un mitin barrial, pareciendo “otro ciudadano más” al mismo tiempo que un enunciante convencido de sus atributos carismáticos para detentar la más alta dignidad nacional.

Velasco Ibarra es recordado como un caudillo populista en un país con tradición de este tipo, debido -entre otros- a Jaime Roldós (1979-1981), al deslenguado Abdalá Bucaram (1996-1997), destituido con el argumento de incapacidad mental, o al decenio de Rafael Correa (2007-2017), quien inauguró otro método: activas cuentas en redes sociales, tendencia seguida por Álvaro Uribe, Jair Bolsonaro y Nayib Bukele, en otras latitudes.

Se puede hablar de estilos intrínsecos y medios de construcción de un liderazgo, pero ¿qué hay de las circunstancias que rodean la emergencia de una candidatura? Me refiero a la criticidad como forja de líderes populares y populistas. La literatura acerca de la crisis política es fecunda en Occidente: está el clásico de Juan José Linz La quiebra de las democracias (1978), que apunta a la inestabilidad crónica, la pérdida y el desmembramiento del poder, o más recientemente La crisis de la democracia (2019) de Adam Przeworski, que, a través de cuatro casos, la Alemania de Weimar, el Chile de la Unidad Popular, la IV República francesa (1946-1958) y el Estados Unidos de Lyndon Johnson a Gerald Ford, ilustra los efectos del estancamiento económico, la desigualdad, el desgaste institucional y sobre todo la polarización.

En nuestra región, obras como El quiebre de la democracia en Chile (1978) de Arturo Valenzuela, y especialmente Juicio político al presidente y nueva inestabilidad política en América Latina, de Aníbal Pérez-Liñán (2009) son señeras.

Estos textos exploran la dinámica de la criticidad y sus consecuencias sistémicas, avanzando en algunos casos taxonomías y estableciendo variables. Pero ¿cuándo precisar que el éxito político es el “subproducto” de una crisis? Un posible camino indica el tipo de liderazgo populista: algunos autores –como Ernesto Laclau– afirmaron que una crisis es condición sine qua non de emergencia de dicho fenómeno. Otros, en cambio, son escépticos de una relación causal difícil de medir, sin faltar quienes la niegan rotundamente.

Benjamin Moffitt (El ascenso global del populismo, 2016) nos coloca en otra tesitura, la de un estilo de liderazgo que participa activamente en la “espectacularización del fracaso”, que permite prefigurar una “élite” contra la cual lanzar sus invectivas –a lo francotirador–, proponiendo soluciones simples y sobre todo reclamando decisiones aceleradas frente a determinados problemas. Dicha perspectiva implica no presuponer la “neutralidad” de una crisis, sino entenderla como un tipo de evento susceptible de ser “mediado” por los actores intervinientes.

Es decir, si las crisis tienen una causalidad compleja, mutivariable, el líder populista –y algunos opinantes últimamente– intentan profundizar y prolongar la sensación de riesgo para precisamente perpetuar la crisis y así movilizar la pregnancia del “punto de no retorno” o “momento decisivo”, del cual solo se podría salir con una política excepcional, ojalá con el menor debate institucional posible.

Así, para Moffitt, todo fallo del mercado o del sistema es semantizado como crisis del mercado o del sistema. Y desde luego, mientras un fracaso no siempre requiere una respuesta inmediata sino cierto grado de reflexión y pausa, las crisis, en cambio, exigirían una reacción urgente. Según Moffitt, la performance populista tendría 6 unidades: a) determinar el fracaso, b) incrementar su criticidad temática y temporal, c) hacer un registro detallado de las “elites” culpables designándolas con algún calificativo resonante, d) presentar soluciones sencillas que demandan decisiones firmes y rápidas, e) sin interferencia de discusiones ni deliberaciones, f) y finalmente estirar la sensación de crisis a otros ámbitos.

Es evidente que la región latinoamericana hoy vive una profunda crisis, que supera el fracaso específico, y desafecta a gobernados de la titularidad del poder. Aunque en todas partes no es equiparable, el tema de la inseguridad cobra atención pública generalizada, a los que en algunos casos se agrega la inflación desatada y el estancamiento económico. Sabemos, además, que ostensibles inequidades sociales combinadas con tolerancia a la corrupción han fungido de catalizador del descontento popular con capacidad de encender praderas. El escenario de policrisis que conjuga debilidades estructurales, fallos de sistema, instituciones fatigadas y, por si fuera poco, desafíos emergentes, como un volumen de migración Sur-Sur como nunca se había experimentado antes, se ha afincado, aunque algunos insisten en recetas preestablecidas y respuestas fáciles.

Un escenario análogo explica que Pauline Hanson en Australia tuviera cierto eco al denunciar el supuesto fracaso integral de las políticas de multiculturalismo, responsabilizándolas de la creciente migración asiática a dicho país, o la islamofobia –combinada con euroescepticismo– de Marine Le Pen, Viktor Orbán o Geert Wilders. Estos últimos casos fueron convenientemente justificados en la conspiranoica teoría del Gran Reemplazo, de Renaud Camus, por la que la población blanca cristiana europea sería sustituida sistemáticamente por pueblos no europeos, una forma de “genocidio blanco” según los partidarios de la delirante perspectiva.

Aquí no se puede dejar de reconocer la huella de Richard Hofstadter al describir, en El estilo paranoico de la política estadounidense (1964), al macartismo como anticomunismo social, fundado en teorías conspirativas. Desde luego, para el éxito de la lógica del complot, al igual que los rumores falsos, necesita la presencia de convicciones previas que permitan a sus cultores asimilarlos tendenciosamente (la información se procesa acorde con las predilecciones), después que operen cascadas de información y polarización de grupo, lo que decantaría en un extremismo político, según Cass Sunstein (2020).

Simultáneamente, ciertos regímenes no democráticos han aducido que su debacle económica es de exclusiva responsabilidad del bloqueo extranjero, sin duda una parte relevante de la explicación, pero que omite la deficitaria administración económica doméstica, en ocasiones asociada con altos rangos de cleptocracia. De esta manera, asedio externo y fracaso propio se confunden en una retórica antiimperialista, que prolonga la crisis permanentemente en medio del languidecimiento de las instituciones participativas.

Desde luego, la gestión de crisis atañe por igual a diversos políticos, pero los argumentos monocausales de linealidad son un arma más efectiva de adhesión popular que verosímiles y sesudas explicaciones de políticos convencionales. Adicionalmente, para los populistas, las dinámicas de negociación y consenso político son esperpénticas. En su mundo nada es mejor que la acción definitiva y rápida sin sujeción a mecanismo procesales o de control institucional.

En Chile es innegable la crisis de seguridad expresada tanto en la insurgencia en la macrozona sur como en la delincuencia urbana al alza, a las que se agrega la porosidad de la frontera norte que dificulta el control migratorio estatal. La proliferación de discursos de crimigración operan desde dichas condiciones. Simultáneamente, los temas de agobio y precariedad económico-social que empujaron el estallido, aprovechado entre otros por defensores de demandas identitarias posmodernas, aunque no fueron resueltos, perdieron prioridad.

Llama la atención que, en este cuadro crítico, durante algo más de una semana se instalara un debate acerca del origen del “perro matapacos”. A estas alturas es difícil saber si la mayor demagogia estuvo en quienes confirieron sentido a un símbolo violento o aquellos determinados a confeccionar un listado de adherentes (además de un diputado haciendo un televisivo análisis semiológico del can).

Finalmente, por estos días hemos visto un laboratorio de radicalismo populista en la convención organizada por Vox en el madrileño Palacio Vistalegre, como ha sido la tónica desde 2018, incluso durante la pandemia. Sus protagonistas siguen confiando en los focos para exhibir su estilo políticamente incorrecto y, sobre todo, transmitir la sensación de crisis infinita provocada siempre por las políticas de sus detractores, motejadas indefectiblemente de “socialistas” (da lo mismo si es de origen socialdemócrata o fundada en un consensuado Estado social de bienestar).

Lo anterior va acompañado de un rasgado de vestiduras respecto del gatopardismo político de sus adversarios, que podría restarles munición, por lo que su “profetismo” se dirige contra aquellas “mutaciones” inconcebibles. Olvidan que las crisis también sugieren la posibilidad de adaptación al cambio, por lo que todo sobreviviente político debe poseer cierta dosis de ductilidad. En cambio, optaron por la condena intransigente en medio de un foro internacional televisado –una modalidad de tribunal popular posmoderno– para sentenciar que la crisis sigue su curso y nada ha cambiado.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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