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La nueva Constitución: un abigarrado viaje de 200 años EDITORIAL

La nueva Constitución: un abigarrado viaje de 200 años

Se requiere tomar consciencia de la necesidad de ampliar el tiempo de funcionamiento de la Convención Constitucional, para que la opción binaria final del Apruebo-Rechazo no sea un acto irracional puro, con fundamento en la exclusión y la ilegitimidad. Porque, frente al apremio del plazo, las mayorías en las votaciones se buscan eliminando o cambiando palabras o conceptos, sin mucha claridad bajo cuáles criterios, y sin la certeza de mantener el espíritu de lo que es una Constitución.


La Convención Constitucional está en tierra derecha y ya ha aprobado o está por aprobar, para incorporarse al primer borrador de una nueva Constitución, un conjunto de normas destinadas a regular el carácter del Estado, la estructura de sus poderes, varias libertades y otros derechos, de una manera casi exuberante, y despertando en muchos la suspicacia de mantener y exacerbar un clivaje a la incertidumbre y la falta de coherencia. Y, entonces, antes de tener nada claro de manera integral, ya surge la opción binaria Apruebo-Rechazo, olvidando que para hacer una Constitución los países no actúan como si tuvieran un Plan B. El que lo piense o desee, realmente no quiere el cambio constitucional. 

Bajo esa premisa, al analizar el avance de los contenidos constitucionales, parece inevitable plantearse la interrogante sobre si la libertad y autonomía de una asamblea, elegida democráticamente para elaborar un cuerpo legal y político que gobierne al Estado, tiene limitaciones, cuáles son, y cuál es su correlación con la opinión pública. Si esta correlación no existe, y no fluye interacción entre la asamblea y la ciudadanía, basada en la información, transparencia y la claridad de conceptos, para que todos entiendan lo mismo, todo se reduce a una suma simple de votos por la libre, aunque los quórums de aprobación sean altos.

“La palabra es un sacramento de muy delicada administración”, sostenía José Ortega y Gasset en su libro La rebelión de las masas. Una Constitución es mucho más todavía que una articulación de palabras y conceptos, aunque sabemos que en nuestro caso el tiempo apremia y, ante la necesidad de un borrador definitivo, las mayorías se empiezan a buscar eliminando o cambiando palabras o conceptos, sin mucha claridad bajo cuáles criterios, y sin la certeza de mantener el espíritu de lo que es una Constitución. 

Una Constitución es un cuerpo político jurídico integral, que debe satisfacer la voluntad mínima de todos o la gran mayoría, y cuya estructura y funcionamiento como sistema asegure, al menos, cuatro cosas: primero, los valores de orientación del Estado y los derechos políticos y sociales fundamentales de sus ciudadanos; segundo, de manera clara, la organización del Estado, con la composición y generación de sus poderes fundamentales y órganos superiores; tercero, el establecimiento y la organización de su Gobierno como sistema global y viable de adopción de decisiones, lo que depende del o los estatutos de competencias y funciones exclusivas y excluyentes de sus poderes, órganos superiores e instituciones de administración; finalmente, algo esencial, cual es asegurar la sincronía funcional y política de sus instituciones, determinando los procedimientos para resolver las divergencias que surjan y la eventualidad del cambio o reforma de esa Constitución.

Los avances aprobados hasta ahora, en estricto rigor, no permiten tener la certeza de que este espíritu se está logrando, más que nada por la enorme cantidad de confusiones y documentos, además de primeras y segundas votaciones, indicaciones e iniciativas, con serias fallas de rigor conceptual en temas muy básicos, como las diferencias entre régimen político y sistema político, y otros doctrinarios o muy significativos, como medioambiente, Poder Legislativo plurinacional, Estado paritario de géneros, en el sentido más amplio y plural, o pluralismo jurídico sin vértice judicial. 

Es claro, eso sí, que el espíritu de cambio que expresa la Convención Constitucional es una real voluntad de interpretar de manera acertada el cambio de curso estratégico del país hacia una sociedad más libre, democrática e inclusiva, el que emitió su mandato sabiendo que los niveles de participación política, bienestar, libertad e igualdad exigen tanto revisiones profundas como reconocimiento de la diversidad. 

De ahí que la amplitud y creatividad de muchas de las normas que se promueven y aprueban, no pueden corresponder a un afán deconstructivo de la historia nacional. Ni tampoco la concreción de un ansia social de ver plasmadas las aspiraciones propias como normas constitucionales, por parte de una sociedad ensimismada cívicamente en los intereses propios y sin mucha conciencia de la otredad como actitud cívica (olvidando que la primera garantía de una Constitución debe ser la protección de las minorías). 

La responsabilidad de la a-civilidad que esto expresa, no proviene solo del espíritu individualista y mercantilista machacado con fusiles por el neoliberalismo de la dictadura civil-militar de 1973. Expresa en gran medida también el fracaso cívico de la recuperación democrática, pues, una vez lograda esta, los conductores de la transición enviaron a la ciudadanía a sus casas a disfrutar de la paz social, y no hicieron ningún esfuerzo real por recuperar las cuotas de civilidad ciudadana que el país tuvo. 

Es posible que la cuota de incertidumbre y la premura temporal pongan las cosas en una licuadora de matemáticas simples, de sumar dos más dos para que resulten cinco. Y ese sería tal vez el peor error de una política constitucional orientada a una nueva Constitución. Ahora lo más importante es la meta y no los plazos, aunque el tiempo es un bien esencial. 

Se requiere desde ya tomar consciencia de la necesidad de ampliar el tiempo de funcionamiento de la Convención Constitucional. Tanto para cumplir a cabalidad con la sentencia de Ortega y Gasset como para que la opción binaria final del Apruebo-Rechazo no sea un acto irracional puro, con fundamento en la exclusión y la ilegitimidad.

Es verdad que debemos alcanzar mínimos de cohesión y coherencia, en medio de un diapasón de ideas muy amplio. Pero ello no es algo que solo pueda resolver una Comisión Revisora final bajo reglas de hermenéutica constitucional, ciertamente muy necesarias, sino un problema político de fondo: no se puede construir un texto constitucional que, tratando de corregir 200 años de historia, termine en un adefesio teórico para un país tetrapléjico, con muchas ideas pero incapaz de caminar.

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