Fernando Gaspar es director de Programa de Políticas Culturales, Fundación Chile 21
En tiempos electorales, los lugares comunes en torno a la cultura abundan en programas y discursos: la regionalización de la cultura, la búsqueda de mayores audiencias, la necesaria promoción de la educación artística o de la lectura, entre muchas otras ideas generales. Los diagnósticos parecen estar claros en líneas generales, el problema son las soluciones.
¿Qué se requiere en materia de políticas culturales? Inicialmente, asumir que el desempeño estatal en la materia es fundamental, pero debe ir transitando a un papel de facilitador, inversionista, promotor, coordinador. El campo cultural en Chile ha crecido lo suficiente para producir una nueva generación de políticas culturales donde el Estado no sea el exclusivo protagonista, sino un transmisor de prácticas innovadoras, un inversionista en proyectos arriesgados y rupturistas, un promotor de la difusión y defensa del patrimonio donde autoridades locales o regionales no lo han hecho.
Hay tareas prioritarias de las cuales un gobierno no debiera marginarse: un plan profundo de transformación de la educación artística y un aprovechamiento de las temáticas culturales de manera transversal en los planes de estudio. Iniciativas aisladas funcionarían lo que dura un periodo gubernamental. Se requiere un involucramiento profundo en las transformaciones que demanda la sociedad para la educación en todos sus niveles. Programas que promuevan la participación de padres y profesores en el fomento a la lectura, en la visita a museos y en la práctica de diferentes expresiones artísticas.
El Estado debería salvaguardar nuestro patrimonio con celo, denunciar las malas prácticas en la destrucción de inmuebles, espacios urbanos, lugares de importancia cultural. El Estado debería apoyar a quienes reivindican las raíces y los nuevos cauces de nuestra identidad cultural, las viejas artes y las nuevas formas de crear; financiar el emprendimiento cultural y facilitar la inversión de privados.
Por cierto que se requiere de una reingeniería mayor de los fondos concursables, pero bajo una idea clara que rescate los aspectos positivos –la transparencia, la evaluación de pares, la diversificación de líneas de concurso—, pero supere la lógica del productivismo artístico y la resonancia mediática, sacrificando proyectos valiosos en su naturaleza cultural intrínseca. Se deben segmentar los concursantes, atendiendo a la madurez y diversificación de artistas, desde consagrados hasta jóvenes talentos. Se tienen que segmentar también las formas y tiempos de financiamiento, facilitando la transición a la madurez y la autogestión y no cumpliendo calendarios ajenos a las lógicas de inserción del arte en el medio.
Se requieren nuevos proyectos de ley que permitan consolidar las industrias nacionales, que protejan las expresiones artísticas y apoyen consistentemente aquellas capaces de proyectarse en el exterior. Financiar viajes es sólo un paso, una administración cultural no es una simple colocadora de activos en el extranjero, debiera tener una red de apoyos que significaran acompañamientos en las diferentes etapas del proceso creativo hasta su consolidación nacional y, si es posible, internacional.
La tan sugestiva inversión de los privados no puede quedar al arbitrio de la Ley de Donaciones Culturales y la lógica del financiamiento a los proyectos que el empresario acomode a su posicionamiento de marca. El Estado puede incentivar la inversión en proyectos de carácter regional, en iniciativas patrimoniales locales, en incentivos permanentes a la participación de niños y jóvenes. Dejar la inversión privada al arbitrio del empresario y al gestor cultural con mirada trasnacional, es entender mal el carácter público de la cultura.
Por esto se deben quebrar lógicas que respondían a otros tiempos y otras necesidades en la cultura. Para ello se necesitan nuevas ideas y nuevas formas de hacer política cultural. Se requieren cambios discursivos, políticas ambiciosas que no necesariamente signifiquen anuncios espectaculares o numéricos. La firmeza de una convicción es mucho más redundante que la espectacularidad de un gesto. Si la convicción existe, se tiene que traducir en transformaciones de fondo, involucrando a planes donde estén sentados a la mesa varios ministerios. Los peligros de caer en un estado exclusivamente subsidiario y un medio dependiente, son muchos. Las posibilidades de reproducir la desigualdad en el acceso a la cultura son elevadas si no se cambian las lógicas que operan frente a ella desde los tomadores de decisión.
Dejar pasar la oportunidad de un verdadero cambio en materia cultural sería asumir que la razia cultural de la dictadura caló mucho más hondo de lo que se ha querido reconocer. Permanecer en la lógica del concurso, de la promoción y la competitividad sería expresión de ello. Una mirada mercantilista donde el inversionista es un Estado preocupado de la eficiencia, el rédito y la productividad cultural. Seguir defendiendo lo que ya no tiene sentido puede ser interpretado como la justificación encubierta de que el modelo de política cultural debe ser el mismo, cuando muchos sabemos que no da para más.