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Crítica de ópera: “Rusalka”, un montaje chileno de categoría internacional Análisis al título inaugural de la temporada 2015 del Teatro Municipal

Crítica de ópera: “Rusalka”, un montaje chileno de categoría internacional

Brillante. Así resultó el pasado viernes, el comienzo del ciclo lírico en el histórico recinto de la calle Agustinas: empezando por la presencia de una soprano que puede cantar sin complejos en cualquier escenario del mundo, y que cautivó al público con sus variados registros vocales y cualidades dramáticas, transportándole a una realidad lúdica de sueños y de magia espectral. A la notable Dina Kuznetsova, se le añadieron la labor de un director de escena (Marcelo Lombardero), de un escenógrafo (Diego Silvano), y de una diseñadora de vestuario (Luciana Gutman), que se desenvolvieron acorde a la calidad de la solista.


Rusalka, es una ópera es de primer nivel y de categoría internacional. Tal vez este comentario parezca sobredimensionado, pero no se trata de una hipérbole sino de la intención de constatar una realidad insoslayable: la dificultad que significa fabricar un título de ópera, en cualquier proscenio de Sudamérica. Esto, ya sea por la lejanía del continente de un ambiente que se desarrolla naturalmente en el hemisferio norte, ya sea por el costo elevadísimo de las producciones del género (equivalente a la inversión de rodar una película de cine profesional); o bien por el nicho que constituye la lírica musical dentro de las audiencias de consumo cultural locales y la dificultad permanente de competir frente a los teatros europeos y norteamericanos, y sus festivales de verano.

Por esas razones, la participación de la soprano rusa-estadounidense Dina Kuznetsova (1977), en este montaje del Municipal (dos veces en menos de un año), no deja de sorprendernos gratamente, desde que debutara entre nosotros con la recordada Katia Kabanova, en una discutida régie que estuvo a cargo del cineasta nacional Pablo Larraín (mayo de 2014). En efecto, las condiciones de la cantante formada en el Conservatorio Tchaikovsky son excepcionales, de una calidad sonora de primera línea en el panorama operático actual: la eslava está en su mejor momento artístico, y el viernes lo demostró ampliamente.

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Fotografía: Patricio Melo

Su timbre es bello (puro, fresco, poderoso, con cuerpo y pastoso), propiedad inherente de una soprano lírico-spinto: manifestación de una voz que resaltó en los instantes de mayor dramatismo, como es propio en las intérpretes de este tipo, por su fuerza, empuje y volumen; y, sorpresivamente, capaz hasta de alcanzar las agudos más altos e imposibles, por lo menos para las cantantes de su credo: el Himno a la Luna, un famoso pasaje perteneciente al primer acto de esta obra (¡qué poético implorarle a un astro, o a un entre semejante a Dios, que otro ser vivo nos quiera!), fue interpretado con un estilo de coloratura parecido (en ornamentaciones y fluctuaciones sonoras en el canto), guardando las proporciones, claro está, al de una hermoso talento del pasado, pero que jamás encarnó a la audaz y valiente sirena: al metal extinto de la soprano italiana Renata Tebaldi.

Rusalka es una pieza difícil, pesada (el checo no es el mejor idioma para cantar y deriva en una rareza encontrar una solista de nivel que lo declame a la perfección); es asimismo un título de una duración y una extensión respetables, de gran exigencia sonora para la protagonista, con tres partes que se extienden por casi dos horas y medias, y que implican además un importante desgaste emocional (a final de cuentas el argumento se trata de un sueño frustrado de amor y de felicidad), en un rol que esfuerza a su estelar hacia la entrega del máximo de sus posibilidades escénicas y vocales.

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Fotografía: Patricio Melo

Kuznetsova, de esta manera, debió representar el papel de una actriz experta y consumada, además de cantar dulcemente y modular a cabalidad, así, también, tuvo que enamorarse creíblemente a primera vista, debió pasar de ninfa de las aguas a transformarse en una hermosa mujer, y del mismo modo, padecer la “mudez”, desengañarse cruel y amargamente, y personificar a un espíritu maligno, para luego “asesinar”, en un acto de redención, al antiguo centro de sus afectos: y todas esas máscaras, la soprano rusa-estadounidense, se las colocó con un talante dramático bastante real y conquistado, considerando tantas cortezas diferentes, en su más profunda esencia existencial.

Porque ser una buena diva de ópera, requiere, en efecto, amén de saber utilizar y “prodigarse” por medio de las cuerdas de la garganta, poseer cualidades actorales que sojuzguen al público: y esos dos aspectos, la artista nacida en Moscú -cuando la bandera de la Unión Soviética todavía flameaba-, los goza en un grado que la convierten en una de las mejores solistas de su generación: así de radicales y de tajantes, situamos específicamente a la Kuznetsova.

Su principal acompañante, en esta producción, la verdad, es que palideció un poco a su lado: el tenor checo Peter Berger (el Príncipe) es un actor con oficio y un cantante digno, sin dudas, empero, con dificultades técnicas para afrontar los requisitos propios del verismo (el posromanticismo operático); asemejándose su elemento vocal al de un tenor lírico, antes que al de un spinto o dramático, como hubiese sido el ideal en esta oportunidad (a fin de hacerle la ofensiva a una orquesta de tanta opulencia en sus motivos melódicos, y el peso a una ninfa que fue pura pasión y derroche dramático).

Los siguientes roles secundarios, resultaron unos factores que muy menores en su protagonismo, destacaron por las características plausibles de sus voces y personificaciones: el de la soprano letona Natalia Kreslina (como la princesa extranjera que le arrebata a Rusalka, el amor de su devoción), y el del bajo ruso Mischa Schelomianski (quien encarno a Vodník, el espíritu de las aguas). Formidable, este último, cada vez que apareció situado en un palco lateral del segundo piso del recinto de calle Agustinas, con el propósito de crear un efecto de ultratumba, o bien al centro del escenario, con su timbre grave y oscuro. Y como un dato anecdótico, señalamos la participación fugaz y estimable de Pamela Flores (hizo de espectro femenino del bosque), la atractiva cantante y actriz chilena que estelarizó la película La danza de la realidad, una obra del escritor y cineasta surrealista, Alejandro Jodorowsky.

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Fotografía: Patricio Melo

En cuanto a los aspectos meramente escénicos del título, la régie conjunta de los argentinos Marcelo Lombardero (director dramático de los intérpretes) y Diego Siliano (decoración de arte e iluminación), debe ser una de las mejores y más logradas en su concepción estética y de imaginario teatral, que hemos disfrutado en el Municipal durante el último lustro. Su cruce de tendencias, clásicas y posmodernas, fue precisa y a la vez contundente, con proyecciones y hologramas que se mezclaron frente a un altar desplegable, con el cuadro y el paisaje de un palacio centroeuropeo decimonónico, y un bosque que evocaba al cuento de hadas, que inspiraron tanto al libretista Jaroslav Kvapil como al compositor Antonín Dvorák. Creo que lo único en deuda, en esta faceta de juicio, se desprende de la iluminación a cargo del también trasandino José Luis Fiorrucio, por segundos demasiado penetrante, y eclipsando los demás factores diegéticos (en la creación de una realidad ficticia), de este montaje, en lapsos narrativos no menores.

En textos publicados el año pasado, insistimos demasiado en ese punto, a saber, que más que una reacción negativa al uso de tecnologías y al despliegue de tópicos audiovisuales de vanguardia dentro de la puesta de escena, denostábamos la dispersión de aquellas alternativas con un afán indiscriminado y desprovisto de cualquier sentido estético: luces y sombras cinematográficas, que sólo enunciaban una falta de intencionalidad, sin expresar nunca, una relación clara o evidente con los nudos argumentales del libreto, o bien, con los propósitos musicales contenidos en la partitura.

Ahora, no obstante, la comprensión que exhibió la dupla Lombardero-Siliano, del simbolismo artístico que encierra Rusalka, resulta obligatorio de celebrar: el detalle de ese altar ya mencionado, por ejemplo, armado en metáfora y construcción decorativa de la idea de sobrenaturalidad y de vínculos entre lo terrenal y lo esotérico, de luna y de conexión con lo oculto que trasciende a la vida, y que impulsa todo el andamiaje dramático de la pieza; estimulaba, en cada secuencia donde aparecía ese elemento, la figura en la tramoya, del sacrificio que hacía la ninfa de las aguas, con el objeto denodado por conseguir el estado humano-femenino, y de esa forma poder estar en condiciones de luchar por el corazón de su frívolo y traicionero príncipe.

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También, aportaron en el levantamiento de esa columna de significado teatral, la proyección –fina y detallista- del palacio, con una estrategia visual que recordaba a las grandes mansiones que se desparramaban por el imperio ruso, previo a la Revolución Bolchevique: con sus bailes y movimientos coreográficos (dirigidos por Ignacio González), pertinentes a la hora de retratar sobre las tablas, a esa sociedad escapista que se desplazaba entre el delirio del lujo, de la ilusa paz bélica, las contradicciones de un costumbrismo arcaico en las formas de sociabilidad y la noción del progreso indefinido, en su aroma de belle époque.

En efecto, no dudamos en definir el trabajo de la régie, tejida por esa pareja de artistas argentinos (Lombardero y Siliano), más el aporte de Luciana Gutman (trasandina, igualmente) en el diseño de vestuario (preciosista y recordable por lo elaborado de su formulación textil); como un triunfo y una muestra de que en Sudamérica, a pesar de las limitaciones técnicas y materiales descritas al inicio de esta crítica, es posible pensar y crear productos escénicos, comparables y competitivos, ante los montajes de los teatros más famosos y de alcurnia del primer mundo: debemos alegrarnos de que el Municipal se pueda incluir en esa selecta y resplandeciente órbita, con fueros y trajes propios.

Finalmente: la reflexión en torno a la dirección orquestal del ruso Konstantin Chudovsky, la batuta titular de la Filarmónica de Santiago. Uno suele escuchar opiniones tan destempladas e ignorantes que alegan contra una supuesta falta de estilo y de meditación musical de este joven y talentoso profesional (que apenas supera los 30 años de edad); que no queda más que agradecer su pasión y desparpajo a la hora de subirse al proscenio y de conducir de memoria a sus “queridos muchachos”: en las alternativas que plantea una texto con multiplicidad de doctrinas estéticas (wagnerianas, nacionalistas y posrománticas), interpretaciones hermenéuticas, e innovaciones “ideolíricas” por llamarlas de un modo original (una protagonista, que pierde momentáneamente su voz, sin ir más lejos); la personalísima versión que hizo aquí el rubio maestro, de las melodías de Antonín Dvorák –en un relato y obra que tanto checos como rusos, reclaman suya- termina por convencer al más escéptico y presuntuoso de los melómanos de salón (abundantes en los asientos de la calle Agustinas, por desgracia).

Este crítico, lo confieso, jamás había escuchado ni visto en vivo (salvo a través de vinilos o dvd´s) una puesta en escena de Rusalka. Entonces, me sincero, la visión de Chudovsky tuvo algo de episodio entronizador para mis oídos y sensibilidad. Y la verdad, es que sin desagradarme, sino que al contrario, pues me sedujo bastante, la noción expresada por el moscovita, sería un poco de esto: un Dvorák pasado por la tragedia de un Tchaikovsky, y las aspiraciones grandilocuentes de un preludio escrito por el genial autor alemán de Tristán e Isolda: y créame, que de esa “juguera”, emerge un espectáculo bastante inolvidable, al que vale mucho el esfuerzo asistir.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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