Publicidad
Presentación de Marcelo Leonart del libro “La leva” de Larissa Contreras

Presentación de Marcelo Leonart del libro “La leva” de Larissa Contreras

Publicidad

El siguiente texto corresponde a la presentación que realizó el pasado 15 de julio el escritor Marcelo Leonart de la novela.


“Soy ateo con el favor de dios”, decía el dicho o a lo mejor Nicanor (el antipoeta, aclaro, no el vástago de la autora que aquí nos congrega). Y la verdad es que no importa demasiado quién es el autor de la frase famosa. Porque su sabiduría podría provenir de una voz popular, de un vate (o un antivate, en este caso) o de una salida ingeniosa del Cabrera Contreras chico. El asunto es que yo, que no soy nadie para contradecir a ninguno de los tres, estoy de acuerdo con casi todo el contenido de la sentencia. Excepto porque dios no existe, y yo no le debo ningún favor y, según la mayoría de los creyentes de este ancho y secular mundo, por sólo pensar eso me voy a ir al infierno.

Por lo mismo, no puede ser más que un milagro que Larissa me haya invitado a presentar su libro. Porque aún cuando ya había leído versiones anteriores del mismo, cuando llega a mí el corte definitivo, la imagen inaugural me golpea en la cara como si fuera la primera vez.

“Es una de esas publicaciones que reparten puerta a puerta ciertos personajes mansos y sonrientes reclutando almas para salvarlas del fuego eterno. ¿Es posible ser felices en el fin de los tiempos?, interroga la portada. La respuesta pareciera ser el dibujo que le sirve de fondo: una mujer joven frente al mar con sombrero de ala ancha y los ojos perdidos en el horizonte. El viento costero hace flamear su recatada falda blanca como una bandera de conquista sobre el bienestar”.

¿Quién no ha recibido alguna vez esos folletos colorinches de los Testigos de Jehová o de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días o el flyer antiaborto de alguna organización integrista católica o un librito de recetas de los Hare Krishna o alguna proclama que nos asegura que la salvación —y la felicidad del mundo— está en la posibilidad de cortarle el pescuezo a algún infiel vestido para la ocasión con un coqueto mameluco naranja o defendiendo al terruño haciéndole frente con ejércitos de marines y fuckin soldiers a los fuckin muslims adoradores del Corán? ¿Por qué —es la pregunta que me hago— encontrar ese folleto y esa imagen y esas palabras al inicio de una novela chilena contemporánea no me hacen sorprenderme con algo excéntrico y desubicado sino que me hacen inmediatamente reconocer un mundo que he visto y sentido demasiado cerca?

La respuesta —o algo parecido a una respuesta— se encuentra en el desarrollo de La leva. Porque toda su estructura, como una historia sagrada, es la trayectoria de variados vias crucis de gente común y corriente, que busca a como dé lugar un espacio para la felicidad “en el fin de los tiempos”. Porque la gente que cree en esas cosas sobrenaturales, me digo mientras leo, la gente que acepta esas promesas de vida eterna a cambio de su credulidad y buen comportamiento, la gente que se convence como para hacer proselitismo y está dispuesta a intentar vivir de acuerdo a sus postulados, es gente normal. Es gente que quiere ser feliz. (¿No es eso lo que queremos todos?) Es gente que quiere estar protegida. (¿No es eso lo que buscamos cada uno de nosotros a través del dinero, la amistad o la familia o el club de fútbol o, incluso, a través de nuestras simpatías políticas?)

Sí. Todo eso y más buscamos desesperadamente con nuestras creencias. Pero también podemos sentir el llamado de esa fe —que protege y cobija y nos hace promesas— si somos gente como Graciela Bravo, chilena, que en una edición especial de Testimonio, en el segundo capítulo de esta novela, nos narra de una manera especialmente conmovedora su vida y su terrible tragedia. Para ella la fe es el medio a través del cual ha conseguido salir a la superficie y superar su inconmensurable dolor y su terrible pérdida.

Pero no nos adelantemos. Porque el Testimonio de Graciela no es el inicio de esta novela. El inicio, que es el via crucis que se establece como el arco principal de esta narración, es el de Santiago Lebrel, primer marido de Graciela, propietario y heredado forzoso de una flota de radiotaxis, quien —herido— emprende un viaje al sur para buscar o recuperar o volver a construir, por enésima vez, una vida que valga la pena. Una vida que busca recuperar o volver a construir con La Central, también conocida como Natasha Gómez, o viceversa, una joven ex actriz recorrida y acontecida, que también ha tenido su propio via crucis en el mundo del teatro y las relaciones humanas, y que ha llegado a la vida de Santiago transformándose en la voz que guía su flota de taxis por la ciudad con el mismo nombre de ese personaje que, perdido en el mismo dolor de Graciela, parece un radiotaxi sin destino.

Así, bajo los influjos de esta Santísima Trinidad, en una ciudad de Santiago que puede ser una moderna Jerusalén o una eterna Babilonia, es que vamos presenciando el apocalipsis de estos personajes y sus satélites. Como el Primerísimo, el padre de Santiago, un progenitor en constante fuga (que va contando a través de postales enviadas desde los lugares más recónditos de Latinoamérica sus desopilantes búsquedas vitales, místicas y policiales en busca de chamanes y una patética vida espiritual). O como las mellizas hijas de La Central, que como un reflejo de las Torres Gemelas confunden irremediablemente al pobre Santiago. O como los actores-personajes que poblaron la carrera de actriz y marcaron definitivamente la vida de Natasha. O como Orlando, el hombre de fe que, en el peor momento de su existencia, salvó a Graciela del pozo sin fondo en el que se había convertido su vida.

Larissa, no está de más decirlo, cuenta de lo que conoce. Su mundo (que también forma parte de su recomendadísimo libro de cuentos “Postales”) es un mundo que es a la vez excéntrico y realista. Un mundo que Larissa –oh paradoja- retrata piadosamente (a ratos) y sin ningún tipo de compasión (en otros) como si más que ser una observadora fuera una demiurga bipolar que acaricia y juega con sus personajes para luego hacerlos protagonistas de las más terribles pérdidas o regalándoles, para sus vidas, las más terribles de las imágenes y metáforas que a nosotros, que somos simples lectores, nos dejan irremediablemente en el suelo.

(Ojo: alerta de spóiler. No quiero adelantar nada. Sólo quiero que estas imágenes les sirvan de anzuelo para que se adentren en las páginas de este libro que llega como una invasión silenciosa en la literatura chilena.)

Porque,  ¿qué decir del testimonio de fe de Graciela, donde nos cuenta en pocas páginas su historia de amor con Santiago? ¿Cómo expresar la sensación que se tiene al leer, desde la fe evangélica, una historia que podría ser la de miles de habitantes de esta ciudad y este país y este mundo (a saber: dos adolescentes enamorados, un embarazo inesperado, la difícil lucha por la supervivencia en un país donde ni vivir ni nacer es un derecho) y en pocas páginas angustiarse y maravillarse con la imagen de una mujer y su hijo de meses yendo al consultorio en invierno, con un Santiago excepcionalmente nevado, como si la belleza y la tragedia dios las hiciera una la antesala de la otra, y hubiera escondido el manual de instrucciones para nosotros entender el por qué de tanta paradoja?

¿Cómo —y más que nada por qué— una narradora como Larissa es capaz de mezclar el atentado de las Torres Gemelas con una mujer evangélica recién convertida y una petición de divorcio en el medio de un centro comercial para desarrollar una desoladora escena en la sección hogar de una tienda de retail —como (cito) “un mega hogar esperando una mega familia” — donde un padre que alguna vez fue un padre cuasi adolescente —y que un día decidió exitosamente mandar todo a la cresta— busca tener una falsa pelea matrimonial en la falsa casa de un mall y se aferra al maniquí de un niño de un año como si se aferrara a un cadáver saliendo en un cajoncito blanco del Sótero del Río?

¿Bajo qué influjos, desde el más completo e irónico conocimiento de la causa, la autora se regocija al contar los tejes y manejes de un montaje de La ópera de tres centavos de Brecht a cargo de un prestigioso y mañoso director de teatro chileno residente por largos años en Europa, donde una inocente Natasha (antes de ser La Central) busca interpretar a la protagonista y se encuentra con que finalmente tendrá que ser mamá de unas mellizas de padre que —como tantos padres para tantos hijos— no es más que un personaje imaginario?

En estos y otros pasajes de la novela (destaco estos tres, pero la novela está repleta de ellos), Larissa Contreras cumple con la premisa que, al menos para mí, tienen los grandes escritores. La realidad es su material. Pero todo lo que toca lo convierte en ficción. Como en una puesta en escena, la experiencia es moldeada, enfocada y desenfocada, confundida y disfrazada para construir este mundo particular que, para los que la conocemos, la retrata fielmente. Porque eso es otra cosa que es necesario destacar de este libro: tomando cosas de materiales y estilos muy diversos, la juguera en la que Larissa convierte su oficio no se parece a nada más que a ella.

¿Y el sentido? ¿Cuál es el sentido de todo esto, más allá de contar unas vidas pequeñas siendo protagonistas de unas tragedias tan ínfimas y a la vez tan inmensas?

La respuesta, tal vez, es totalmente religiosa. Y como Graciela Bravo narrándonos su conversión, esta novela entera es un gran testimonio.

¿Un testimonio de qué?

Un testimonio de una clase media extraviada. De sus valores medios como un sitio del cual a veces es necesario escapar. Un testimonio de padres que huyen de sus responsabilidades. De responsabilidades que huyen desesperadamente de sus padres. Y sobre todo de la compasión perpleja que la autora parece sentir por personajes que nos parecen cercanos, pero de los que huiríamos debido a su alegre vocación por meterse en problemas. A todos ellos Larissa los acompaña con cariño, con ternura, a veces hasta con violencia y muchas veces con una risa que parece tomarnos de la mano para que los veamos en su pequeñez y grandeza.

Porque ese es finalmente el sentido de todo (si es que todo tiene un sentido).

Todos los personajes de “La leva” son como nosotros en el mundo de hoy: una jauría buscando satisfacer sus deseos. La autora ya no los ha dicho: La felicidad es una perra en celo, y todos quieren montarla.

Todos quieren (queremos) ser felices.

Y nadie lo logra mucho.

Equivocarse, después de todo, es una manera de existir.

Y en eso, en esta novela, Larissa ha dado en el clavo.

Lo dije al comienzo. No creo en dios. Y si llegara algún evangélico o canuto o judío o católico o musulmán a venderme su pescá, le diría exactamente eso. Conmigo no, cabrito.

Porque mis creencias van por el lado de la ficción.

La leva es una excelente muestra.

Para mí, lo que Larissa ha escrito es palabra sagrada.

Publicidad

Tendencias