Publicidad
Crítica literaria: «La carne alucinante» de Ignacio Bosero

Crítica literaria: «La carne alucinante» de Ignacio Bosero

La carne alucinante entretiene y la prosa de Bosero, franca y no exenta de belleza, aporta mucho al disfrute. Pero es un libro que, amén de ahondar en la posibilidad de la conjunción definitiva entre dos amantes que además son de mundos y caracteres muy disímiles, propuesta que llega tarde, casi al final de la obra, debe batallar con cierta falta de originalidad, los clichés que quedan sin redimir, la reiteración de escenarios adversos y la ausencia de un rumbo que exaspera más de lo que seduce.


En cuanto al amor —decía Lucrecio—, Venus engaña a los amantes, porque no pueden saciarse mutuamente, porque no pueden ambos convertirse en uno solo. Esa es su tragedia: por más empeño que se le haga, con suerte el amor confluirá en un simulacro de felicidad, como una parada a medio camino que uno cree (o quiere creer) el final del recorrido. Destino último al que ningún humano ha llegado ni llegará jamás, si seguimos la tesis de Lucrecio. El colmo de la desesperanza.

La carne alucinante, segunda obra de Ignacio Bosero, apunta en ese sentido: empujado por una obsesión in crescendo, el protagonista inicia en primera persona un derrotero azaroso hacía la unión con su objeto de deseo, Rubina, joven aristócrata que conjuga frivolidad y candidez con tonos de irreverencia y lujuria, como quien mixtura a Holly Golightly de Desayuno en Tiffany’s con Donna Quintano de la película Shoot ‘em up. Y para revivir el axioma de que los opuestos se atraen, Rubina se mide con Mateo, el protagonista, especie de galancito pobre de las telenovelas de las cinco, de gustos simples, reservado y generoso, un trabajador de regiones remotas que, atraído por la paga, hace de obrero en la construcción del nuevo palacio de la condesa del pueblo, a la sazón, madre de Rubina.

La colisión entre estos polos, con la que arranca la nouvelle, resulta de todos modos original: acuciado por la diarrea que padece desde que llegó a la región, y que no lo deja dormir, Mateo se cuela en el caserón de la condesa, al principio de puro chismoso, luego, urgido por los espasmos intestinales y su inminente desagote. Así conoce a Rubina, quien esa noche anda en las mismas circunstancias y con quien se ve obligado a compartir letrina, tufos y estertores. Del miasma de la mierda ha florecido el amor, y éste bregará por durar más que el hedor mismo.

Tras el florecimiento amoroso en aquel contexto infeliz, el resto de la obra se nos diluye en las idas y vueltas sin brújula, y casi siempre desventuradas, de Mateo por asir el corazón de Rubina. Ya sea que vague en solitario por la playa o cruce al kiosco a comprar cigarrillos, allá donde Mateo vaya alguna desgracia con suerte (la suerte es que no acabe muerto) se interpondrá en su búsqueda, como algunas hembras tentadoras, accidentes y palizas, una turba de tránsfugas, sus propios celos o la diarrea que nunca lo abandona.

Hay oficio de parte del autor, reflejado en la toma de unos pocos riesgos, como el de reutilizar ciertos clichés de la novela rosa y retrabajarlos, aunque no siempre con pares resultados. Ejemplo es la profundidad lograda en el personaje de Mateo, que cuenta con un acervo cultural digno, que no esconde ni abanica, o su fidelidad probada hacia Rubina, atributos que lo distancian del lugar común. En contraste, Rubina no alcanza a sacarse el traje de niñita oligarca o a volverse carne, por más “alucinante” que el autor pretenda hacernos creer que ella es. Rubina no calienta, ni siquiera entibia, porque no emerge sino a través de la mirada idealizada y un tanto esquiva del protagonista, justamente como un objeto de deseo que se esconde tras detalles nimios, como una marca de nacimiento obsesivamente mencionada o algún arranque de mal humor que resulta inconducente.

La carne alucinante entretiene y la prosa de Bosero, franca y no exenta de belleza, aporta mucho al disfrute. Pero es un libro que, amén de ahondar en la posibilidad de la conjunción definitiva entre dos amantes que además son de mundos y caracteres muy disímiles, propuesta que llega tarde, casi al final de la obra, debe batallar con cierta falta de originalidad, los clichés que quedan sin redimir, la reiteración de escenarios adversos y la ausencia de un rumbo que exaspera más de lo que seduce.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias