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Alejandro Aravena: «Nuestras ciudades han cristalizado las desigualdades segregando» CULTURA

Alejandro Aravena: «Nuestras ciudades han cristalizado las desigualdades segregando»

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El reconocido arquitecto recientemente lanzó «¿Cómo vamos a vivir juntos?», publicación basada en la presentación que realizó ante el Pleno de la Convención Constitucional en septiembre de 2021. En el libro, el ganador del premio Pritzker afirma que el diseño de viviendas dignas y una ciudad justa no solo depende de aspectos técnicos y económicos, sino también del involucramiento de quienes las habitarán. En Chile «se puede vivir toda una vida sin haber tenido ni la necesidad ni la experiencia de lo que llamaría ‘los barrios cuesta arriba’. En otras ciudades, para ir de A a B, se pasa por barrios de muy distinta naturaleza. En Chile, especialmente en Santiago, la elite se puede desentender. Requiere de un acto de voluntad ir a querer enterarse. Por otro lado, hay que entender que el problema no es solo económico. La acumulación de presión social tiene componentes muy concretos y medibles de estándares urbanos, pero también dimensiones intangibles y simbólicas. Y estas últimas han tendido a ser etiquetadas como poco importantes. Por eso es que cuando los narcos, anarquistas o delincuentes se toman las ciudades, están ocupando vacíos de poder, pero también de identidad, que hacen difícil verle una salida al problema», expresa.


A propósito de la reciente aprobación en el Pleno de la Convención Constitucional del derecho a una vivienda digna y adecuada, cabe preguntarse por las herramientas y mecanismos que ayudarían a concretar lo escrito en el borrador de la nueva Constitución.

«¿Bastaría con incluir en la nueva Constitución el derecho a la vivienda? O, preguntado de otra manera, ¿cómo hacemos para que la inclusión de un derecho como ese no sea letra muerta?», escribe el arquitecto Alejandro Aravena en su libro ¿Cómo vamos a vivir juntos?

En el texto, el autor comparte once lecciones aprendidas en proyectos de diseño participativo llevados a cabo por ELEMENTAL, oficina de arquitectura que dirige.

A partir de estos casos, de acuerdo con Aravena, se destilan tanto soluciones a problemas urbanos como claves para reescribir las reglas de la vida en común, de cara a una nueva Carta Fundamental.

El libro está basado en la presentación que el arquitecto realizó ante el Pleno de la Convención Constitucional en septiembre de 2021, cuando fue invitado a exponer como parte del ciclo “Reflexiones Constituyentes”, ocasión en que explicó que crear viviendas dignas y una ciudad justa no solo depende de aspectos técnicos y económicos, sino también del involucramiento de quienes las habitarán.

Aravena es arquitecto por la Universidad Católica de Chile. Entre 2000 y 2005 fue profesor en la Universidad de Harvard, donde se dieron los orígenes de ELEMENTAL, fundado en 2001, dirigido por Aravena y compuesto por Gonzalo Arteaga, Juan Cerda, Victor Oddó y Diego Torres.

En 2010 fue nombrado International Fellow por el Royal Institute of British Architects. Desde 2011 es miembro del Consejo de la London School of Economics. En 2014 realizó una charla TED Global. El trabajo de Aravena y ELEMENTAL ha sido reconocido –entre otros galardones– con el León de Plata en la Bienal de Venecia (2008) y el Premio de Gotemburgo al Desarrollo Sostenible (2017). En 2016, Aravena fue ganador del Premio Pritzker. Desde 2020 es presidente del jurado del mismo premio.

Horizontalidad

-En el libro dices que para “vivir juntos, la conversación no debe ser paternalista, ni arrogante, sino horizontal”. ¿En qué gestos y acciones se manifiesta esa horizontalidad?
-Una de las cosas que hemos aprendido es que para crear una convivencia sólida hay que evitar la verticalidad: tanto la paternalista que, de arriba hacia abajo, busca imponer arrogantemente ciertas decisiones, como la culposa que, de abajo hacia arriba, renuncia al rigor y responsabilidad profesional y cede ante el populismo.

Hay veces en que a la gente le falta información, o en que sus creencias son eso: creencias, y esas veces simplemente hay que decir no. Hay otras veces en que la sabiduría popular y el sentido común le encuentran el lado a callejones sin salida. Frente a preguntas complejas se requiere la concurrencia de todo tipo de conocimientos, de los formales y técnicos, pero también de los prácticos adquiridos en la vida de las personas.

En vivienda social, por ejemplo, la escasez de recursos es un hecho. Pero reducir costos no es el único camino. Para que esa escasez no implique una pérdida de calidad hay otras estrategias, como la incrementalidad y la priorización: si no hay tiempo ni dinero para hacer todo lo que una familia necesita, se puede diseñar un sistema abierto que progresivamente en el tiempo pueda alcanzar lo que no se puede entregar el día uno.

¿Qué debiera venir primero y qué se puede completar después? Bueno, nadie mejor que las propias familias para establecer esas prioridades. Y no solo por una cuestión de participación democrática, sino porque hay experiencias de vida que una y otra vez han destilado una sabiduría para enfrentar recursos escasos. Eso genera no solo respeto mutuo, sino que incluso, diría, una cierta admiración mutua, cuestiones que son la base de una buena convivencia.

Participación ciudadana

-¿Qué rol crees que tiene la participación ciudadana a la hora de pensar cómo vamos a vivir juntos? En ese sentido, ¿consideras que la Convención ha propiciado suficientes y efectivos espacios de participación ciudadana? A partir de tu experiencia en el mundo social, ¿cuáles dirías que son las claves para otorgar legitimidad y validar proyectos colectivos, como la redacción de una nueva Constitución?
-Otra cosa que hemos aprendido es que la participación no es para pedirle a la gente una respuesta, sino para identificar cuál es la pregunta. No hay nada peor que contestar bien la pregunta equivocada. Y por identificar la pregunta entiendo, también, entender todas las restricciones que tiene un determinado problema.

La participación, en ese sentido, es tanto una oportunidad de comunicación e información de restricciones como un camino para entender necesidades y deseos, miedos y expectativas. De hecho, el manejo temprano de expectativas es otro de los roles de la participación. Es un equilibrio fino entre sentido de realidad e imaginación de un futuro posible.

No conozco en detalle la manera en que la Convención ha conducido la participación, pero lo que uno observa desde fuera es una preocupación constante por abrir el debate.

Estallido

-En la publicación indicas como “uno de los primeros estallidos” lo ocurrido en Calama, cuando exigían que una parte de las riquezas generadas por el cobre se quedara efectivamente en la región. Teniendo eso en consideración, ¿por qué crees que gran parte de la élite política y económica del país señaló que «no vio venir» la revuelta?
-Yo diría tentativamente dos cosas. Por un lado, nuestras ciudades han cristalizado las desigualdades de una manera muy particular: segregando. Se puede vivir toda una vida sin haber tenido ni la necesidad ni la experiencia de lo que llamaría “los barrios cuesta arriba”. En otras ciudades, para ir de A a B, se pasa por barrios de muy distinta naturaleza. En Chile, especialmente en Santiago, la elite se puede desentender. Requiere de un acto de voluntad ir a querer enterarse.

Por otro lado, hay que entender que el problema no es solo económico. La acumulación de presión social tiene componentes muy concretos y medibles de estándares urbanos, pero también dimensiones intangibles y simbólicas. Y estas últimas han tendido a ser etiquetadas como poco importantes. Por eso es que cuando los narcos, anarquistas o delincuentes se toman las ciudades, están ocupando vacíos de poder, pero también de identidad que hacen difícil verle una salida al problema.

Vivienda y nueva Constitución

-¿Crees posible propiciar un cambio sustancial en materia de vivienda a través de una nueva Constitución?
-Creo que voy a tener que dar una respuesta un poco larga: una cosa son las claves técnicas de lo que se necesita en materia de vivienda, otra completamente distinta es cómo se pone eso en una Constitución. No puede ser demasiado específico, pero tampoco tan general que quede como una mera declaración de buenas intenciones.

Como no me sentía capaz de contestar esa pregunta, en noviembre del año pasado llamé a la única persona que conozco que nos podía orientar: el juez de la Corte Suprema de Estados Unidos Stephen Breyer, presidente anterior y actual miembro del jurado Pritzker. Y su respuesta fue extraordinaria. Me dijo: No te puedo ayudar. Porque la Constitución de Estados Unidos está basada en derechos negativos y tú me estás preguntando por derechos positivos. La diferencia es que los derechos negativos no tienen costo y los derechos positivos sí.

La Constitución norteamericana busca impedir la interferencia del gobierno en la libertad de expresión, de prensa, de religión, de invasión a la privacidad y eso, en general, no tiene costo. Pero si se debe garantizar el acceso a la vivienda, eso tiene costo. Siquiera entender eso para mí fue una revelación: saber que como sociedad tenemos el desafío de redactar una Constitución basada en derechos positivos. Y, claro, aquí es donde se me viene a la cabeza lo de los procesos participativos: ¿cómo hacerse cargo seriamente de ese derecho, de esa expectativa?

Stephen Breyer continuó con su respuesta: Sospecho que hay dificultades en definir un derecho de manera significativa (¿qué tipo de vivienda y para quién?), para pagar el costo (¿cómo equilibrar el costo de la vivienda frente a otras necesidades presupuestarias?) o para evitar desilusiones (los ciudadanos pueden creer que la presencia de ese derecho en la Constitución significa que tendrán una vivienda y luego no les llega). Como no te puedo ayudar, dijo el juez Breyer, te voy a poner en contacto con un juez del tribunal constitucional en Alemania, porque en Europa tienen mas experiencia en constituciones basadas en derechos positivos.

Y la respuesta desde Alemania también fue iluminadora: el derecho a la vivienda pertenece a la categoría de los derechos sociales, los cuales son ajenos a la Constitución de Estados Unidos. Algunos los llaman derechos de segunda generación; ellos aparecieron antes que los derechos de tercera generación, como los que atañen al medio ambiente. Los derechos sociales, a diferencia de las libertades clásicas (los derechos negativos), no se pueden aplicar directamente; ellos requieren una legislación que determine las condiciones en que se apliquen.

Para determinar esas condiciones, el Estado lamentablemente va a tener que actuar bajo las restricciones de presupuestos limitados. Por lo tanto, existe el riesgo de que ese derecho prometa más de lo que puede cumplir, creando expectativas que no podrá satisfacer y en última instancia podría deslegitimar la Constitución. Aun así, hay múltiples constituciones modernas que contienen derechos sociales, incluido el derecho a la vivienda.

Un ejemplo es el articulo 26 de la Constitución de Sudáfrica de 1996, que dice: “Cada persona tiene derecho a tener acceso a una vivienda adecuada”. Sin embargo, los redactores de esa Constitución eran conscientes de la dificultad de cumplir ese derecho, por tanto, agregaron una segunda frase: “El Estado deberá tomar las medidas razonables, ya sea legislativas o de otra naturaleza, dentro de los recursos disponibles, que permitan la realización progresiva de este derecho”.

Lo que queda como derecho, por tanto, es el deber constitucional del Estado de tomar las medidas que estén a su alcance para garantizar el derecho a la vivienda. En otras palabras, se trata de pasar desde un objetivo vinculante a una obligación constitucional del Estado para tomar las medidas que haga falta. Esta es, de hecho, la manera en que Alemania enfrentó el derecho a un medio ambiente saludable.

Esto en ningún caso es mera retórica, porque una Corte Constitucional puede obligar al Estado a tomar las acciones para cumplir su deber. La Corte Constitucional alemana lo acaba de hacer en noviembre de 2021 respecto del cambio climático.

Épicas colectivas

-En el libro señalas: “Los cambios que necesitamos hacer sólo van a ocurrir en la medida en que podamos traducirlos a épicas colectivas, incluso a místicas colectivas”. ¿De dónde se obtiene esa épica? ¿Cómo se construye ese relato y qué papel tienen las artes en ese proceso?
-Harari dice en su libro que lo que hizo prevalecer a la especie humana hasta ahora, fue la capacidad de colaboración entre individuos que no necesariamente se conocen. La confianza al interior de una familia o clan es natural, pero de alcance limitado. La cuestión es: ¿cómo se puede ampliar esa red de confianza? Harari les asigna un rol fundamental a todos los sistemas simbólicos que permiten dejar de ver a “los otros” con sospecha y pasar a darles el beneficio de la duda.

Las artes son uno de esos sistemas simbólicos. El cine es especialmente poderoso por su capacidad de crear una narrativa común; también lo es la música en su capacidad de hacer a un individuo sentir que es parte de un todo mayor. Una de las claves es que estos sistemas de confianza son más emocionales que racionales. Esto que hoy se tiende a ver como algo “blando”, probablemente sea lo único suficientemente flexible y resistente a la vez, para recomponer la convivencia.

Neoliberalismo y bien común

-El libro finaliza cuando, respondiendo a una de las preguntas surgidas en la Convención, afirmas que el mercado no puede cuidar el bien común. ¿Qué hacer en ese escenario entonces? ¿Qué rol le cabe a la Convención Constitucional en el intento por vivir juntos resguardando el bien común?
-Las reglas del juego para la convivencia justa son muy importantes; son una condición necesaria, pero insuficiente. Me parece que el verdadero desafío es cultural, en el sentido del sistema de valores compartidos que nos inspiran y nos regulan. Mucho se habla del “modelo”, de neoliberalismo, del extractivismo y de los abusos e injusticias que ellos generan. Me pregunto si ellos son la causa o simplemente el medio que permitió a un conjunto de valores propagarse hasta constituir esta especie de “todo sin orillas” dentro del cual vivimos.

En este sistema actual, el valor de una persona está asociado a lo que “tiene”: si no tienes, no vales. El mercado probó ser una manera eficiente para “poder tener”. Pero sin regulación, ni autorregulación, esa “sed de tener” es insaciable, al punto de estar dispuesta a abusar con tal de “tener”. Más aún: ¿qué pasa si las asimetrías e inequidades de acceso a las oportunidades hacen imposible tener?

Por un lado, tenemos a los que no están dispuestos a trabajar honradamente para “tener” y no se resisten a adelantar por la berma: el portonazo, la encerrona, la zarpa, la violencia que simplemente le quita al que tiene para, acto seguido, presumir en redes sociales. En ese sentido, la codicia y la impaciencia no son patrimonio exclusivo de las elites que quieren preservar el modelo. Los delincuentes tienen la misma pulsión de los “lavines” y los “délanos”.

Por otro lado, uno de los dolores más insoportables es el no saberse valioso; y si en el modelo actual hay una gran cantidad de personas que no pueden “tener” y, por lo tanto, no valen nada, entonces se borran. Esto quizás explique la propagación sin precedentes del narco.

¿Cuán distinto sería todo, si la valoración social estuviera asociada a inventar cosas, a la sabiduría, a producir belleza, a apoyar a los que se quedan atrás, a poner el talento individual al servicio de logros colectivos?

¿Qué pasaría si, en vez de cuestionar el modelo, cuestionáramos los modelos que seguimos? ¿No hay historias mejores que la apología de la violencia, las armas y las drogas, celebradas, además, por conductores de matinal? Veo un rol en las artes en hacer que sean esos otros valores los más admirados, los más seguidos y los más populares. Es un cambio titánico, pero lo podríamos por lo menos empezar a discutir. Quizás lo primero es siquiera saber que las cosas podrían ser de otra manera.

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