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El libro clave de Nelson Pedrero Jeldres: 25 años bombeando literatura CULTURA|OPINIÓN

El libro clave de Nelson Pedrero Jeldres: 25 años bombeando literatura

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Guillermo Valenzuela
Por : Guillermo Valenzuela Poeta, escritor y guionista. Ha publicado la novela Banco de Arena (Planeta, 2021), La Risa Invisible (Das Kapital, 2016), Un Epígrafe (GrilloM Ediciones, 2016). También ha escrito teleseries y dictado talleres de guión.
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«Corazón tan puto» es un panal de voces, un avispero con su reina gay y la clase lumpen trabajadora asistiendo a una celebración en la que el sheriff Acevedo perderá la estrella en una juerga de pesadilla. Para recuperar el orden se necesita la tragedia de los cuchillos, confrontar las habladurías discordantes junto a la justicia de la sangre derramada. En un acápite final de la novela, en la Opción para sentimentales, bajo la tremenda luz de la muerte, aparece El Chueco, el gato fabulador a medio filo, el felino extraviado en esa humanidad que presta la oreja y se va de lengua, y que privado de una de sus vidas, lo observa todo desde el techo panóptico de El Rosedal. Junto a él Panchito ve la estrella de la eternidad, cosido a puñaladas, mientras en la calle el camión de la basura desecha el peluche de un gato muerto. En el amplio cielo del Cortijo, el Chueco es Dios.


«Corazón tan puto», (CTP) de Nelson Pedrero Jeldres (Valparaíso, 1966), celebra su tercera edición en un lapso de tiempo que permite a estas alturas hacer un meritorio arqueo -a 25 años- de su efervescente vigencia.

Ganadora del premio Alerce en el año 1998 y publicada en aquella ocasión por Editorial Universitaria, mostró inmediatamente lo que hasta hoy día la mantiene viva; su gran personalidad narrativa.

Luego vendría una segunda edición en La Calabaza del diablo (2000) y ahora esta que nos entrega Provincianos Editores (2022).

La crítica de la época se mostró dividida frente a la novela, pequeñas columnas con descargos y alarmas de buena crianza alertaban sobre su naturaleza disoluta, mal hablada y con un título que ponía una alerta roja sobre el libro; así como otras lecturas saludaron su aparición por su viveza y llamativa estructura.

Uno se puede imaginar perfectamente el alcance metafórico de la novela más allá de sus páginas, digamos que CTP es Pinochet detenido en Londres y también esa clase política que después de 17 meses lo recibió con bombos y platillos en el Congreso Nacional.

Y la novela de Nelson Pedrero estaba ahí, latiendo antes de ese momento de vergüenza crucial, lista para hacer entrar en escena la historia de un paco con el mozo de un restaurante en la población El Cortijo. Y no se trataba de una obra de marginalidad lacerante (que ya las había publicadas), de ese sufrimiento social que llenó cuartillas de auténtica desesperación por las castigadas libertades sexuales, culturales, laborales y de expresión creativa; sino de toda la presión psíquica que soportó ese Chile tan castigado.

Lo novedoso de esta novela es que en ese momento interviene una forma de creación, o al menos pone en aprietos una fórmula de expresión que podríamos llamar, dada la naturaleza represiva del contexto y su temática, de denuncia. La denuncia es un caballito de Troya sistémico, muy necesario en esos años y que aún cabalga por estos días con un trote literario no tan distinto -como si nada se hubiese resuelto del todo-, espoleado por los jinetes de una diversidad en expansión.

La denuncia en sus distintas articulaciones: tampoco se trata de un facilismo por contraste: un paco (el poder) un cocinero gay (la marginalidad) para provocar un escándalo. Esta es una diferencia sustancial con otras obras que abordan el tema de la homosexualidad. Sin el ánimo de entrar en un análisis comparativo, sino solo para señalar el lugar estratégico de CTP en ese campo; esta novela polifoniza el tema, lo abre al espacio de la alegoría popular y lo acerca a lo carnavalesco (Sarduy), evita el registro discursivo de corte autobiográfico administrado por estrategias de distanciamiento individualista, de autorías de mercado y académicas, que cuentan permanentemente con reponedores ideológicos para instalarlas en los supermercados de género.

El caso de CTP no es marginal, es popular, porque lo popular bien ficcionado sigue estando al margen pero es autónomo, es un espacio que se rige a sí mismo y no depende del centro para validar su mundo, no necesita ni le interesa la validación del entorno, o si se quiere, del otro.

Para esto un ejemplo que se arrastra significativamente: un joven escritor que fue expulsado del taller de Pablo Simonetti ventiló por redes sociales que el facilitador literario había prohibido la palabra poto a sus alumnos. Cierto o no, este ridículo candor es un paradigma de clase. Es lo rancio-siútico en su más absoluta exactitud de distanciamiento individualista.

Pedrero traslada los múltiples cruces de personajes en un día en El Cortijo, al igual que el famoso Ulises de Joyce en Dublín. Y se trata del mismo mundo en permanente ebullición y conflicto, pero desde el foco paródico de la picaresca. Este precedente estilístico -lo popular en permanente asociación libre- es el que interesa, la distingue y le confiere valor a su riesgo creativo y no declarativo. Se trata además de un catálogo de la lengua hablada e inscrita en un territorio de Santiago, en el Cortijo ochentero, lleno de ese lenguaje penetrante y sórdido macerado en la dictadura.

Al momento de entrar en la novela, los personajes van acaparando disruptivamente la atención: El paco Acevedo, la Meche, don Neófito y los malandras al acecho; Chucho y Checho, El indio Miguel, El Tarro con piedras y la inefable Vieja Culiá. El Chueco es un gato alcohólico que vive en el restaurante El Rosedal bajo los cuidados de Panchito, que suspira extraviado por el uniforme de Acevedo.

Hacia el norponiente de la ciudad, si no me equivoco, está la población El Cortijo, mítica y temida por su nombre, cuna de esta novela vertiginosa, escrita de un tirón y estructurada en un gran plano secuencia, con un narrador múltiple que intercala con una fluidez inagotable el pensamiento fragmentado de los personajes, el flujo de la conciencia, conocido en literatura como corriente de la consciencia, procedimiento desechado por la narrativa de la frase corta, donde el lector no admite una dificultad que supere las once sílabas entre un punto y otro. Digamos de partida que el procedimiento en cuestión, tal y como lo maneja Pedrero, asombra por el riesgo que tomó al momento escribirla y que hoy demuestra que sigue tan viva como en su primera edición, facilitando el gozo disparatado de un habla encadenada a frases hechas, cuchillazos feroces y cicatrices sin ortografía, usando un tono cínico, divertido, perverso y dicharachero.

Cuando leí a García Lorca en el colegio, no sé cómo asocié que El Cortijo era un asentamiento de gitanos. Tampoco no sé por qué el juicio que hacía de ese territorio me lo dictaba su nombre, cómo sonaba, había algo excéntrico y peligroso que rodeaba su misterio acústico, el de un cante jondo con todos sus ingredientes de traición, cuchillo, lamentos y sangre. Cuando veía el nombre de El cortijo en los carteles de las micros perderse hacia Independencia por la calle Bandera, pensaba en campamentos con fogatas y carpas, huasos y obreros trashumantes, silos, caballerizas, mujeres con delantal y guaguas, niños avezados con un pie en la vida adulta.

Ese imaginario medio salvaje, me lo trajo de vuelta la lectura de esta novela. CTP es en muchos sentidos un western poblacional, un lugar de pioneros que ha construido un mundo con sus reglas. En este territorio, el sheriff Acevedo es el paco que no imparte ley alguna y solo busca pasar la revisión técnica de su auto, que le saquen una pana para poder ir tranquilo a El Rosedal a ver a Panchito. La Meche sufre por su amor, que de alguna manera intuye como degradado y esquivo, lejos del matrimonio que trata de mantener con dedicación de prisionera. De hecho, la Meche es la única presa que Acevedo mantiene confinada en su mundo bidimensional, la cocina y el sexo con olor a encerado. No hay ninguna correspondencia amorosa en la novela que no esté corrompida por la brutalidad de sus códigos de convivencia atávica. Si no es el sexo soterrado, es la economía a pequeña escala, el trago, las celebraciones y la ignorancia folclórica convertida en ley, sus ritos cotidianos de descalificación violenta.

Hay un secreto extendido que guarda Panchito en medio de esa tribu que salpica virilidad e ignorancia, un secreto a voces que tiene subyugado al mundo masculino, la posibilidad de ejercer la homosexualidad sin culpa: es la tentación que gravita entre los hombres de ese mundo, y el objeto de ese deseo es Panchito. Apunto esta tensión como una fuerza que ha movido a otros personajes de la novela chilena, como la Manuela del Lugar sin límites de José Donoso. Ahí el secreto en ese apartado de Dios es el mismo, lo que todo el mundo sabe y que de tan sabido no se han atrevido experimentar; es un deseo que corre y crece entre picadas, quintas, patios, peluquerías, paraderos de micro y talleres mecánicos, que pasa como una manzana caliente de mano en mano, como un secreto que va de boca en boca. El motor que mueve todo este mecanismo es el doble sentido, la talla ladina, decir una cosa por otra permanentemente, el cahuín como forma de narrar y entender el mundo, de representar su dinámica de equívocos. Pero hay un orden básico en el relato, dos tramas que recorren la novela y le dan toda su estructura; la de Acevedo que busca sacar la revisión técnica y la celebración del cumpleaños de El tarro con piedras en El Rosedal.

CTP es un panal de voces, un avispero con su reina gay y la clase lumpen trabajadora asistiendo a una celebración en la que el sheriff Acevedo perderá la estrella en una juerga de pesadilla. Para recuperar el orden se necesita la tragedia de los cuchillos, confrontar las habladurías discordantes junto a la justicia de la sangre derramada. En un acápite final de la novela, en la Opción para sentimentales, bajo la tremenda luz de la muerte, aparece El Chueco, el gato fabulador a medio filo, el felino extraviado en esa humanidad que presta la oreja y se va de lengua, y que privado de una de sus vidas, lo observa todo desde el techo panóptico de El Rosedal. Junto a él Panchito ve la estrella de la eternidad, cosido a puñaladas, mientras en la calle el camión de la basura desecha el peluche de un gato muerto. En el amplio cielo del Cortijo, el Chueco es Dios.

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