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Del “oasis” a Chilezuela Opinión

Del “oasis” a Chilezuela

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Germán Silva Cuadra
Por : Germán Silva Cuadra Psicólogo, académico y consultor
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En el Gobierno estarán inquietos por saber qué parte de la historia se está recuperando del inconsciente colectivo de la gente, al momento de ver el caos y la destrucción, las tanquetas y militares en la calle o al hacer una cola para conseguir bencina o pan. Para algunos será la UP, donde muchos consideraron que el desorden justificaba un golpe de Estado. A otras generaciones les evocará los horrores de la dictadura. Sin embargo, el mayor drama será para la derecha, que lleva años criticando y mirando en menos a otros países distantes del “oasis” chileno. La peor pesadilla será que esa descripción despectiva y cruel llamada “Chilezuela” terminó por convertirse en un búmeran. Una pena grande por Chile.


Santiago está viviendo su momento más complejo de los 29 años desde que recobramos la democracia. Todo partió como una protesta puntual frente a un alza de tarifa, subestimada –una vez más– por un Gobierno que interpretó el hecho como una bravata estudiantil. Pero con una rapidez sorprendente, se fue transformando en un movimiento ciudadano que tenía acumulada una carga importante de frustración y rabia contra los privilegios y la desigualdad.

El pasaje del metro había sido solo un detonante para que emergieran también los miedos de los chilenos. Temor a ser pensionado y luego vivir en la miseria. Temor a que unos pocos se coludieran para joder al resto. Temor a que no se cumplieran los sueños prometidos. El choque final entre los ciudadanos y el mundo político.

Miles de personas ingresaron –a la fuerza– a distintas estaciones del metro corriendo, saltando las barreras, derribando rejas y rompiendo torniquetes. Primero fueron estudiantes, pero luego se fueron sumando hombres de ternos atornasolados, mujeres con bolsos y empleados que iban atrasados a su trabajo. Nada ni nadie pudo detenerlos.

El gobierno los calificó como “hordas”, “delincuentes”, “salvajes”, “violentistas” y “bandas” organizadas. Además, durante todo el viernes 18, no fue capaz de proyectar el caos que se produciría al caer la noche, pese a que las señales eran más que evidentes. Como siempre, los verdaderos “violentistas” recién aparecerían más tarde. Una muestra más de la mala lectura que están haciendo de lo que está pasando en el país.

Ese es el hecho esencial que hay que analizar. Lo que sucedió después –el caos, saqueos, vandalismo y quema de estaciones de metro, locales, buses, carros policiales y oficinas– es un fenómeno que se ha ido normalizando en nuestro país hace algunas décadas, y que se repite una y otra vez sin importar el motivo: gane o pierda la selección de fútbol, el resultado siempre es el mismo. Un reducido grupo de encapuchados provoca destrozos y actúa con violencia, sin que Carabineros logre detener a ninguno de ellos.

Por eso es tan importante separar el fenómeno ciudadano masivo, del vandalismo generado por unos pocos. La Moneda, durante las 24 primeras horas de la crisis, planteó un relato en que metió todo en un mismo saco. Error de interpretación que entendió recién luego de escuchar que el caceroleo, las personas reunidas en las esquinas y los bocinazos continuaban pese al estado de emergencia y los militares en la calle.

El desconcierto fue tal, que el Gobierno no emitió declaraciones en un día completo, salvo Cecilia Pérez que tuvo una extraña aparición para defender a Piñera por asistir al cumpleaños de un nieto en medio del caos. Con una reacción tardía, pero un cambio de tono –con algo más de empatía–, el Presidente anunció el congelamiento de las tarifas. Un paliativo que buscaba descomprimir el conflicto, pero que no se hace cargo del fondo.

La crisis demostró que el Gobierno parece haber perdido la sensibilidad fina para interpretar el entorno y, lo que es peor, se ha ido quedando perplejo frente a conflictos como el de la Araucanía, donde los delitos de violencia rural subieron de manera alarmante este año, la crisis del colegio más emblemático del país y, por supuesto, el fenómeno social que irrumpió como una protesta puntual por la tarifa del metro y que fue rápidamente mutando hasta convertirse en una rebelión de alcance y consecuencias aún insospechadas.

La Rebelión de Santiago se constituyó como un movimiento sin dirección ni canalizado por ningún partido político. Se autoconvocó por redes sociales e involucró mayoritariamente a esos jóvenes que los adultos califican como que no están “ni ahí”. Su expresión principal fue de rabia acumulada contra una sociedad que les estimula el consumo, al cual tienen acceso limitado. Quedó claro también que miran con desprecio a una estructura social que refuerza la desigualdad y abusos a través del estímulo del esfuerzo individual, pese a partir con una desventaja evidente. Y por supuesto, son poco temerosos. La imagen de jóvenes increpando a militares o protestando durante el toque de queda nos hicieron regresar muchos miedos que los adultos vivimos en la dictadura.

A los ingredientes anteriores, sumamos algunas torpezas de las autoridades, que ni siquiera las percibieron como tales. Las palabras del ministro de Economía,Juan Andrés Fontaine, invitando a las personas a levantarse de madrugada para viajar a precio rebajado, no solo fueron de una falta total de empatía, sino que demostraron la escasa sintonía que existe entre el mundo político y la ciudadanía. De seguro, cuando podamos tener la distancia para entender mejor lo que está ocurriendo, llegaremos a la conclusión de que esta fue una de las chispas que encendió el fuego.

Este episodio también nos ha demostrado la escasa capacidad de mirar lo que ocurre en otros lados. La autocomplacencia es uno de los peores males que pueden afectar al país que el Presidente Piñera calificó hace solo dos semanas como un “oasis”. Acabábamos de ver la crisis de Ecuador, donde Lenín Moreno partió señalando que las movilizaciones de miles de indígenas era un complot internacional, orquestado por Venezuela. ¿Resultado? Tuvo que huir de Quito para terminar echando pie atrás a su polémica alza a los combustibles. Cientos de miles de catalanes que llevan muchos días copando las calles –volcando y quemando autos–, exigiendo la independencia de España. O el movimiento de los chalecos amarillos en París –protestaban también por el alza en los combustibles y los permisos de circulación–, que luego se extendió a países como Bélgica, Alemania, Italia y España.

Pero sería injusto responsabilizar solo a este Gobierno de la falta de visión o capacidad de interpretar este fenómeno social. Además de existir una energía acumulada por décadas, vimos el fin de semana pasado a los dirigentes políticos de todos los sectores y partidos desaparecidos las primeras horas del conflicto. Solo unos pocos salieron a dar la cara con críticas cruzadas, pero poca capacidad de interpretación y muy escasas propuestas para enfrentar la dura etapa que se iniciará ahora.

Lo que vendrá será extremadamente difícil y con dos años de elecciones por delante. Una ciudadanía consciente de que en 48 horas puede revertir una medida. Gente que se organiza y autoconvoca por redes, no responde a los partidos e incluso desafía el toque de queda de manera masiva, como ocurrió esta noche en la Plaza Ñuñoa. Pequeños grupos capaces de hacer actos irracionales, y lo peor, ciudadanos que desprecian al poder político.

Supongo que los largos silencios del gobierno en estos días –Chadwick recién apareció el sábado por la mañana– y la escasa capacidad de interpretación y anticipación, implicarán que La Moneda está haciendo un análisis profundo de las consecuencias que esto tendrá en la imagen de Chile y las posibles reacciones ciudadanas en los eventos internacionales que se avecinan. Me imagino también que los ministros políticos ya entendieron que con este ambiente el proyecto de 40 horas es casi seguro que se aprueba y que la reintegración en la Reforma Tributaria es ahora una utopía. Supongo también que ya están analizando qué hacer con el alza del 10% en la luz que se avecina.

Y también me imagino que en el Gobierno estarán inquietos por saber qué parte de la historia se está recuperando del inconsciente colectivo de la gente, al momento de ver el caos y la destrucción, las tanquetas y militares en la calle o al hacer una cola para conseguir bencina o pan. Para algunos será la UP, donde muchos consideraron que el desorden justificaba un golpe de Estado. A otras generaciones les evocará los horrores de la dictadura.

Sin embargo, el mayor drama será para la derecha, que lleva años criticando y mirando en menos a otros países distantes del “oasis” chileno. La peor pesadilla será que esa descripción despectiva y cruel llamada “Chilezuela” terminó por convertirse en un búmeran. Una pena grande por Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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