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Estado laico con gas y sin gas Opinión

Estado laico con gas y sin gas

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Jorge Costadoat
Por : Jorge Costadoat Sacerdote Jesuita, Centro Teológico Manuel Larraín.
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Estado laico, sí, pero gasificado por las religiones, las costumbres regionales, las lenguas nativas, las luchas obreras y ecologistas y cualquier otro valor cultural antiguo o nuevo que necesite protección o pueda ser intercambiado. La laicidad debe invocarse con las cartas sobre la mesa. Ha de reconocer que entre sus raíces se halla el judeo-cristianismo como una contribución indispensable. ¿De dónde sacó la laicidad su dedicación a la salvaguarda de la dignidad humana? ¿De dónde su solicitud por la justicia? Las sacó de una humanidad de carne y hueso, de los negros y de las mujeres que lucharon por su liberación.


El Estado debe ser neutral y, para indicarlo, se hace uso del adjetivo laico. Pero hay dos maneras de entender esta laicidad, dos maneras complementarias. Si el mozo pregunta “agua mineral con gas o sin gas”, al Estado le corresponde decir “con gas y sin gas”. “¿Cómo?”, dice el mozo confundido. Lo explico.

Sin gas. La neutralidad del Estado moderno es un valor que hay que custodiar a brazo partido. La modernidad nos ha dejado mecanismos formales de organización de la sociedad como la democracia, la custodia de los derechos civiles y humanos, y la defensa de libertad. El Estado chileno, como cualquier otro Estado que haya asumido la modernidad como una tradición humanizadora, no se puede identificar con la Iglesia católica ni ninguna otra religión o etnia. No puede ser confesional y, por lo mismo, tampoco antirreligioso. No le corresponde declararse ateo y, por idéntica razón, denominarse católico.

Cuando esto último ha ocurrido, los no católicos han padecido las consecuencias. La imposición del cristianismo en el territorio tuvo consecuencias devastadoras para los pueblos originarios. Pero los mismos católicos han sido perjudicados por un Estado no neutral, pusilánime a algunos poderes fácticos de la Iglesia católica. También los cristianos en general han necesitado de un Estado que los proteja contra el estamento eclesiástico, cuando este ha presionado a parlamentarios o funcionarios públicos. Podrían darse varios ejemplos en los campos de la moral de la vida, de la familia y de la sexualidad. El Estado no puede ser el brazo secular de un credo. Otro ejemplo: al Estado no le corresponde enarbolar la bandera antifeminista, como lo hace en Afganistán, ni la del feminismo.

(La presión de una ministra al Gobierno para que se retractara del nombramiento de Felipe Berríos en un organismo que se hiciera cargo de la dramática situación de los campamentos, por ser él un sacerdote católico, es un buen ejemplo de un modo erróneo de entender la laicidad).

Pues la laicidad, como el agua, puede tener más de una virtud. Aunque el Estado no debiera identificarse fanáticamente con el feminismo, debe defender las luchas de las mujeres por su dignidad contra quienes eventualmente quisieran cancelarlas y, además, dar curso y promover sus valores. Debe hacerlo porque el feminismo beneficia a la sociedad en su conjunto, a las mujeres y a los hombres también. ¿Cómo pudiera no ponerse al servicio de la salud y el desarrollo de los ciudadanos concretos? El Estado está obligado a ser neutral, pero las personas no son neutras.

Al igual que el agua mineral con gas, las personas tienen valores y antivalores. Poseen raigambres, costumbres, ideas, relatos que no por enfatizar un aspecto deben ser descartados. Son judíos, cristianos, budistas, además de cultores de las artes o deportistas, domadores de caballos, buzos, andinistas, bañistas, nudistas… El Estado debe reconocer lo que merece ser custodiado o propiciado de cada movimiento, tradición o iniciativa. La laicidad antirreligiosa del siglo XIX es anacrónica, y puede ser incluso talibánica. La posmodenidad, ahora en el siglo XXI, valora la pluralidad de modos de ser humanos. Lo aclara un filósofo liberal y agnóstico como Jünger Habermas en el plano religioso: «El universalismo igualitario del que proceden las ideas de libertad y convivencia solidaria… de los derechos humanos y de la democracia, es un heredero directo de la ética judía de la justicia y de la ética cristiana del amor».

Agua mineral con y sin gas. Estado laico, sí, pero gasificado por las religiones, las costumbres regionales, las lenguas nativas, las luchas obreras y ecologistas y cualquier otro valor cultural antiguo o nuevo que necesite protección o pueda ser intercambiado. La laicidad debe invocarse con las cartas sobre la mesa. Ha de reconocer que entre sus raíces se halla el judeo-cristianismo como una contribución indispensable. ¿De dónde sacó la laicidad su dedicación a la salvaguarda de la dignidad humana? ¿De dónde su solicitud por la justicia? Las sacó de una humanidad de carne y hueso, de los negros y de las mujeres que lucharon por su liberación.

“Oiga, garzón, tráigame una botella de agua con gas y otra sin gas”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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