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La pistola de Pancho Villa y el herido panamericanismo Opinión

La pistola de Pancho Villa y el herido panamericanismo

Gilberto Aranda B.
Por : Gilberto Aranda B. Profesor titular Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.
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El desafío actual es cómo equilibrar el principismo de ciertos Estados con el pragmatismo de otros, sin desaprovechar la oportunidad que ofrece un Estados Unidos que parece estar más dispuesto a revaluar las sanciones impuestas contra Venezuela –como se coligió a mediados de marzo, a partir de la visita de altos cargos del Gobierno de Biden a Nicolás Maduro y la posterior liberación por parte de Caracas de dos estadounidenses apresados–, teniendo presente que los espacios de discusión permitirían añadir otras perspectivas a las contingentes sobre el uso coercitivo y unilateral de la interdependencia, así como otras materias de interés regional. 


Durante su reciente visita a Centroamérica (Guatemala, El Salvador, Honduras y Belice) y Cuba, el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador (AMLO) exhibió la voluntad de asumir cierto liderazgo latinoamericano, que sectores internos le habían demandado desde el momento en que ganó las elecciones domésticas el 1 de julio de 2018, en tiempos en que nuevos vientos empujan a la región a inclinarse a una izquierda variopinta (no solo rosada).

Puede decirse que este nuevo brío mexicano comenzó poco después de su visita a Cuba, ocasión en la que López Obrador fue condecorado con la Orden José Martí, y en la que le fue devuelta la pistola que el malogrado presidente del decenio trágico, Francisco I. Madero, mandó a fabricar para obsequiarla al líder de la rebelión del norte, Pancho Villa. Este último es uno de los 2 íconos de la Revolución mexicana –junto a Emiliano Zapata– y forma parte de la reflexión de un universo de historiadores, desde marxistas heterodoxos como Eric Hobsbawm (Rebeldes primitivos, 1959) hasta más conservadores como Enrique Krauze (Biografía del poder, 1997). Villa fue un justiciero y enemigo implacable, dispuesto a enfrentar a Washington con ataques a sus nacionales e intereses, así como con incursiones a territorio de Estados Unidos sin reparar en las represalias.

​En enero de 1916, sus huestes atacaron el tren de la Compañía del Ferrocarril Noroeste de México, en el Estado de Chihuahua, masacrando a 19 empleados estadounidenses de la compañía minera de ese país. Sin embargo, la más temeraria acción del “Centauro del Norte” ocurrió cuando, el 9 de marzo de 1916, un grupo de su ejército atacó la localidad de Columbus, en Nuevo México, en una acción que hasta hoy es considerada la segunda invasión a suelo de Estados Unidos después de la guerra con los británicos en 1812, hecho en que fueron asesinados 37 militares estadounidenses y 20 civiles. La respuesta de Estados Unidos sería la Expedición Punitiva del general John J. Pershing, desplegada en territorio mexicano entre marzo de 1916 y febrero de 1917. Así Pancho Villa se unió al imaginario de la confrontación con el coloso estadounidense, junto a otros como Ernesto “Che” Guevara, en América Latina, o el mismísimo Osama Bin Laden, desde registros radicales islámicos.  

En un tono y método distinto al de la violencia, la Política Exterior de López Obrador hoy contiende con el afán de Estados Unidos de alineamiento hemisférico en tiempos de la “Operación Militar especial” rusa a Ucrania, pero sobre todo pensando en su competencia con China y su “Ruta y Franja de la Seda”. Si hasta julio de 2020 López Obrador no había viajado fuera de su país en su mandato (lo que hizo en esa primera ocasión para firmar junto a Trump el  nuevo Tratado de Libre Comercio entre México, Estados Unidos y Canadá que reemplazaría al NAFTA) y a menudo su cancillería esgrimía la tradicional formulación mexicana del principio de no intervención derivado de la “Doctrina Estrada” de 1930, en la actualidad –sobre la base de la aplicación de los principios de igualdad jurídica de los Estados y no distinción del origen de cada gobierno para su reconocimiento (núcleo doctrinario)– amagó con que, si no se invitaba a todos los países de la región, simplemente no asistiría a la Cumbre de las Américas a desarrollarse en junio próximo en la ciudad de Los Ángeles, EE.UU., en un contundente rechazo a la marginación de Cuba, Nicaragua y Venezuela.

En la ciudad californiana, Washington esperaba proseguir con el espíritu de los anuncios que ensaya desde el último Foro G-7, cuando anunció el Building Back Better World (B3W o “Reconstruyendo un mundo mejor”), bajo la idea de intereses comunes y valores compartidos, ofreciendo $ 40.000 millones en infraestructura y recursos para el desarrollo de países de América Latina y África. La Cumbre de las Américas, foro que es heredero de las 10 conferencias panamericanas celebradas entre 1889 y 1954 (la I en Washington y la última en Caracas) con el asimétrico protagonismo de Estados Unidos, podría ser la ocasión de afinar compromisos en ese sentido, como se desprende de su lema “Construyendo un futuro Sostenible, Resiliente y Equitativo”. Pero no solo los requisitos enunciados  por López Obrador amenazan la apuesta de Washington, dado que la condicionalidad de su presencia fue seguida por el presidente boliviano Luis Arce, a la que eventualmente podría unirse la Argentina, dirigida por el mandatario Alberto Fernández. De otro lado, el presidente de Brasil tampoco asistiría, menguando la cumbre.

Al respecto, no hay que perder de vista que durante la post Guerra Fría las Cumbres de las Américas no solo han reproducido la asimetría interestatales, sino que en ocasiones, como en la IV versión de Mar del Plata de 2005, sirvió también de plataforma para escenificar el desacuerdo con el Norte respecto del Área del Libre Comercio de las Américas (o ALCA, proyecto que en la paralela III Cumbre Alternativa de los Pueblos fue literalmente enviado “al carajo” por Chávez), lo que terminó por perfilar la Política internacional de América del Sur de la década siguiente. Tampoco se pueden ignorar sus consensos, como la adopción del compromiso con la Democracia y el Sistema Interamericano en la reunión de Santiago de Chile en 1998.

Antes, en la referida etapa de las Conferencias Panamericanas, el principio de no intervención recibió el reconocimiento formal como norma jurídica vinculante cuando, en el VII evento internacional americano de Montevideo (1933), se adoptó la Convención sobre Derechos y Deberes de los Estados que, en su artículo VIII, proclamó que “Ningún Estado tiene derecho a intervenir en los asuntos internos o externos de otro Estado”. Dicha disposición, patrocinada unánimemente –incluyendo el voto favorable de Estados Unidos desde una política de buena vecindad de la administración Roosevelt–, se consolidó como viga maestra del sistema interamericano al sumarse sin reservas ni oposición el Protocolo Adicional Relativo a No Intervención durante la Conferencia Interamericana de Consolidación de la Paz, celebrada 1936 en Buenos Aires.

El desafío actual es cómo equilibrar el principismo de ciertos Estados con el pragmatismo de otros, sin desaprovechar la oportunidad que ofrece un Estados Unidos que parece estar más dispuesto a revaluar las sanciones impuestas contra Venezuela –como se coligió a mediados de marzo, a partir de la visita de altos cargos del Gobierno de Biden a Nicolás Maduro y la posterior liberación por parte de Caracas de dos estadounidenses apresados), teniendo presente que los espacios de discusión permitirían añadir otras perspectivas a las contingentes sobre el uso coercitivo y unilateral de la interdependencia, así como otras materias de interés regional. 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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