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Opinión: Inversionistas y empresarios deben tener cuidado con el cuento del lobo

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Es evidente que nos falta mucho por avanzar en materia institucional, si queremos aspirar algún día a ser un “país desarrollado”. Es cierto que la historia muestra que muchas naciones han perdido la oportunidad de dar el salto hacia dicho estándar, al caer en la llamada “trampa del ingreso medio”, en la cual la acumulación de demandas sociales terminan torciendo el diseño de las políticas públicas y dañando incluso la calidad de las instituciones, todo lo cual deriva, principalmente, en una pérdida de dinamismo económico, lo que finalmente frustra el proyecto.

Sin desconocer lo anterior, creo que se ha producido algún grado de paranoia respecto al próximo cambio de conducción política, a partir de marzo del 2014. Haciendo una caricatura exagerada, la sensación es que una sociedad civil empoderada, que ha hecho fuerte eco en la clase política, va a echar el exitoso modelo económico chileno, que mal que mal cuenta con admiradores en todo el mundo, por la borda. Que se va a instalar una suerte de Estado benefactor (o repartidor) que asfixiará la sana iniciativa privada, llevándose de paso nuestro crecimiento económico al tacho.

Mi impresión, tal cual sucedió previo a la elección de Ricardo Lagos, es que aquellos que se dejen arrastrar por el temor, dejando de invertir sólo por esta incertidumbre, arriesgan quedar rezagados respecto de aquellos otros, probablemente más pragmáticos, que saben que no se vienen grandes cambios, o al menos cambios que amenacen mucho la rentabilidad de su inversión. ¿No es acaso una señal de madurez política el que el ciclo electoral “permee” cada vez menos al ciclo económico?.

Creo que los empresarios pueden estar tranquilos por varias razones. Primero, este sigue siendo, mayoritariamente, un país políticamente moderado. Quienes salen a las calles y piden reformarlo todo, desde el modelo económico hasta la constitución, son una fracción muy menor del conjunto de la sociedad civil. Parece que fueran muchos, pero es sólo porque hacen mucho ruido. No hay que confundirse, una cosa es que se produzca un apoyo muy mayoritario por hacer cambios que apunten a mejorar la calidad de la educación y el acceso a ella, lo que se tradujo en marchas multitudinarias, otra cosa es que esa misma gente pueda ser convocada para apoyar cambios institucionales más profundos.

Segundo, en las elecciones primarias, e incluso de cara a la primera vuelta, es normal que, en su afán por ampliar su base de apoyo, los candidatos usen un discurso más radical y rupturista; sin embargo, en la segunda vuelta, es evidente que las dos candidatas que pasarán tratarán de capturar al moderado votante de centro, lo que por definición también moderará el discurso.

Tercero, ninguna de las dos candidaturas con factibilidad de pasar a la segunda vuelta menciona siquiera medidas que atenten contra uno de nuestros principales activos, a saber, los equilibrios macroeconómicos. Nadie habla de quitarle autonomía al Banco Central ni tampoco modificar, hacia un esquema más laxo o discrecional, la regla fiscal, dos elementos claves en nuestro éxito económico de la última década.

Cuarto, sí es evidente que habrá una reforma tributaria que aumentará algo la carga, cuestión que, lamentablemente, resulta bastante inevitable. Ello por cuanto, aunque no se quisiera incrementar fuertemente el presupuesto en temas prioritarios, como educación, el sólo efecto negativo sobre la recaudación, asociado a los mayores costos de producción en la industria del cobre, hace casi inevitable un incremento de impuestos. Este incremento se negociará políticamente, por lo que podemos esperar que sea acotado en magnitud, gradual en su aplicación y proporcional a las necesidades de financiamiento que el programa de gasto público muestre.

Es lógico esperar, también, que se aproveche para avanzar hacia un sistema tributario más equilibrado, que apunte hacia mayor justicia tanto en el plano horizontal (quienes tienen ingresos equivalentes paguen lo mismo), como vertical (quienes ganan más, paguen más), aunque ojalá más enfocada a gravar más sobre el gasto que sobre el ingreso o la riqueza.

Por último, que se avance hacia un sistema más eficiente, y que genere incentivos que apunten a disminuir la evasión y elusión, y, muy importante, que no desincentive la inversión o no favorezca un tipo respecto de otra (Capital/Capacitación laboral). El equipo técnico que ahora asesora a la candidata de la Nueva Mayoría, y que a partir de marzo será parte de su gabinete, tiene todo lo anterior bastante claro, por lo que no debemos esperar sorpresas desagradables.

Es cierto que un aumento de la carga tributaria afecta negativamente la rentabilidad de los negocios, por lo que, en el margen, podría también afectar la inversión y el crecimiento. Sin embargo, si los mayores recursos captados son gastados eficientemente, logrando por ejemplo un efecto positivo relevante en el crecimiento de la productividad de largo plazo, por mejor capacitación laboral o mayor gasto en investigación y desarrollo, el efecto negativo inicial sobre la rentabilidad y la inversión puede verse compensado. De ahí que parece relevante poner más el foco en el buen diseño de políticas públicas, por ejemplo, cómo se gastan los recursos fiscales para provocar una real mejoría en la calidad de la educación, que en intentar evitar el aumento de la carga, que a estas alturas se ve muy difícil.

Se puede alegar que los beneficios de una mejor educación pueden tardar muchos años en manifestarse, mientras los mayores impuestos son ahora. Sin embargo, hay otras iniciativas que potencialmente favorecen la rentabilidad de la inversión, que pueden emprenderse prontamente. Así, por ejemplo, un amplio acuerdo político debería ser capaz de desentrampar la inversión en energía, lo que es factible de cara a los acuerdos que se están alcanzando en el parlamento, algunos de ellos propuestos por los mismos parlamentarios de distintas corrientes políticas. Estos apuntan a facilitar el proceso de expropiación para la transmisión, a la definición de áreas geográficas para instalar plantas de generación relativamente más contaminantes (carbón), o a definir un protocolo que haga factible un aumento en la participación de las energías renovables no convencionales en nuestra matriz energética.

Reanimar el plan de concesiones de obras públicas es otra iniciativa que podría compensar parcialmente el impacto negativo de una mayor carga tributaria. Ello no sólo por el aporte a la competitividad de contar con más y mejor infraestructura sino, también, porque se promueve en forma directa más inversión, con todo el efecto multiplicador que ello significa para el crecimiento económico.

En definitiva, la invitación es a confiar algo más en la cordura de nuestros políticos y, principalmente, de nuestra sociedad civil, que ha dado muestras de ser bastante equilibrada. No minimicemos el efecto positivo que ha traído a la población en su conjunto el alto crecimiento económico del último cuarto de siglo.

Nadie pretende volver a fojas cero, la inmensa mayoría de los chilenos, tal cual lo muestra la Encuesta Bicentenario de la Universidad Católica, sólo quiere oportunidades para progresar, no que le regalen las cosas. La mentalidad cambió, son pocos los que miran con entusiasmo un modelo estatista. Lo que sí es cierto, es que se ha acumulado mucho malestar a partir de la gran cantidad de abusos por parte de empresas e instituciones, tanto públicas como privadas, que afectan a los ciudadanos. El avanzar para revertir esto no pasa por más Estado, pasa por mejor regulación, mayores sanciones para quienes la infringen y más transparencia sobre el funcionamiento de las instituciones que regulan. El nuevo ciudadano se siente más empoderado, quiere hacer valer sus derechos, pero eso no implica que quiera más Estado.

Tomás Izquierdo Silva
Gerente General, Consultora Gemines

*Esta columna apareció originalmente en el Informe de Octubre de Gemines

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