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Vuelta a clases


Como antaño -entonces a orillas del Bío Bío-, volví a soñar con esa sensación de impaciencia y ligera angustia en los días previos al regreso a clases, en las postrimerías de las vacaciones, cuando las jornadas van languideciendo y el alma se entristece imperceptiblemente por el fin de la breve temporada de ocio.



Las vacaciones partieron bien. A los pocos días soñé con Maradona. Fue un sueño medio acelerado. Maradona no estaba tan gordo, no sudaba, y conversamos animadamente de fútbol y otras cosas. Me reí una barbaridad. Por ejemplo, insistía en hablar del Papa llamándolo «ese hijo de puta», al que criticaba por hablar de los pobres mientras «vive en palacios de oro». Obviamente tenía guardada en la memoria la entrevista de Maradona a una radio bonaerense donde se despachó esas citas. En el sueño, recuerdo, hice una fallida asociación con Manuel Lacunza que, teológicamente, debe ser el cura chileno más relevante de la historia. Asociación fallida porque, claro, no sé nada de teología y muy poco de Lacunza. Maradona terminó contándome de Nápoles, la ciudad donde más lo quieren, de su gente y ya todo el resto es borroso.



Unas noches más tarde me vi embarcado en un sueño horripilante, violentísimo. Había de por medio un oriental, un chino, unos niños secuestrados, una suerte de rapto. Alguien lanzaba enseres desde un piso alto de un edificio.



Hace como una semana, en medio de otro sueño, apareció fugazmente la imagen de José Antonio Viera-Gallo. Después, cuando desperté, no estaba seguro: podría haber sido Insulza. Pero debe haber sido Viera-Gallo, porque como en un fotograma, rapidísimo, como al pasar, vi a ese sujeto de polleras; o sea, estaba vestido de obispo. Vestía de obispo en medio de varios obispos (¿o cardenales?), y todos levantaban su diestra, como bendiciendo.
Obviamente desperté de inmediato. Seguramente todo había sido el resultado de la lectura de El Mercurio. No me dormí y me quedé pensando.



Pensé en el Cuerpo D de ese matutino de hace dos domingos, y en ese artículo donde se pretende levantar la imagen de Jaime Guzmán como la de un defensor de los derechos humanos. Todo, claro, a partir del caso (aclaremos: el asesinato) de Eugenio Ruiz-Tagle, y de las gestiones que tras su muerte realizó Guzmán en favor de algunos militantes del Mapu, conocidos por él (o conocidos de conocidos) en la Universidad Católica.



Lo que queda en evidencia de ese caso es que Guzmán, a semanas del golpe, supo perfectamente de las violaciones a los derechos humanos cometidas por los militares, y en su versión más horrenda: las ejecuciones arbitrarias tras el ensañamiento inhumano contra las víctimas en la tortura. Guzmán, si viviera, no podría alegar que no sabía. Al contrario: sabía demasiado; tanto, que su posterior colaboración con el régimen de Pinochet obliga a un juicio ético.



Podríamos decir que las gestiones que realizó para salvar a algunos (de la muerte, la tortura, de esa práctica consustancial a ese régimen) podrían ser la excepción que confirmaba la regla: su tolerancia distante hacia esas prácticas. Distante, porque sus gestiones eran para evitar que la represión afectara a sus conocidos, o a los conocidos de los conocidos. Básicamente gente vinculada a la UC. Básicamente, entonces, gente del Mapu, los aristócratas de la Unidad Popular. Lo otro, las violaciones a los derechos humanos de los anónimos (podríamos decir del «pueblo», palabra que ya no se usa), no lo rebelaba, porque rebelarse por los anónimos, políticamente, sólo podría haberse expresado con una ruptura con el régimen que practicaba esas violaciones. En todo caso no dudo que sí rezara por ellos.



Guzmán, que atacó -y con justicia- a la Unidad Popular porque ese gobierno hacía peligrar determinadas libertades, no tuvo reparos para, después, aceptar la conculcación de esas y otras libertades y, también, la ejecución de crímenes. Alguien dirá: «esas muertes no son justificables, pero sí son entendibles». ¿Qué dirían si otro señalara que el asesinato de Guzmán es, también, injustificable pero entendible?



Es evidente que algunos quieren promover a Guzmán -y esa es la cabeza del carro de la UDI- como un defensor de los derechos humanos. Reconozcámoslo: eso es una ofensa para los que de verdad lucharon contra la violación de esos derechos. Pero parece que estamos en el tiempo de las justificaciones, por aberrantes y absurdas que sean: todos podrán alegar que no tenían información o, como dijo el Presidente de la Corte Suprema, que se les ocultó información. En el caso de Jaime Guzmán, la ejecución de Ruiz-Tagle prueba justamente lo contrario: que el asesinado senador tuvo, desde esos tempranos días, toda la información.



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