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Buena fe y cultura de la sospecha


La buena fe es la base de la convivencia. Una sociedad no puede vivir, ni desarrollarse, ni menos generar un entorno favorable a los negocios, a la vida política, la asociatividad comunitaria, la articulación social, la búsqueda del bien común, si no se funda en este principio incorporado progresivamente en la cultura universal, y que fue la piedra angular para dar el salto cualitativo de la Humanidad a lo que conocemos como civilización.



El derecho público y privado se basan en la buena fe. No existe norma ni acuerdo cuyo cumplimiento se pueda asegurar solamente por la fuerza. El lazo más firme de la persona con la norma, consuetudinaria o escrita, impuesta por la ley o pactada entre particulares, es el compromiso «de buena fe» con su respeto y cumplimiento. Y la mayor coacción radica en la posibilidad de la evidencia pública de incumplimiento de ese compromiso, porque se trata de una sanción moral antes que material. Por eso que las experiencias, por ejemplo, de los sistemas de micro-préstamos productivos que se han realizado en diferentes partes del mundo en pequeñas comunidades campesinas, otorgados sin garantías reales, sino basadas sólo en la garantía de la palabra expresada públicamente ante sus pares, muestran un índice de fallidos casi igual a cero, con el consiguiente indicador de casi un cien por ciento de cumplimiento de lo pactado.



Lamentablemente, cuando la relación societal se hace difusa, especialmente en las grandes urbes, el incumplimiento se hace menos evidente y la propia dinámica de las agrupaciones de personas sin vínculos entre sí lleva a que su penalización social desaparezca, o sea mínima, aunque actualmente por lo menos la prensa en cierto modo está cumpliendo este papel, lo que sin embargo le añade a su esencial misión una especial exigencia deontológica.



La vigencia social del principio de la buena fe se ha ido deteriorando a medida que la globalización disemina las deformaciones individualistas del liberalismo y la lógica de la competencia irrestricta del capitalismo imperantes, como tantas veces lo ha advertido la Iglesia. Parece ser que la percepción ciudadana a este respecto identifica especialmente en la política y en los negocios el ámbito en que con mayor frecuencia se vulnera la buena fe. Hay ejemplos de ello, como son los casos puntuales de corrupción pública y privada que surgen en distintas partes del mundo, en cuyo origen sin duda está la búsqueda compulsiva del éxito, las ganancias rápidas y el acceso a bienes materiales que constituye hoy en día para muchas personas una exigencia social, independiente incluso de consideraciones éticas.



Pero también se vulnera en el ámbito de las relaciones personales o públicas. Se asienta la inconsecuencia como conducta habitual, prácticamente tolerada y hasta comprendida. Se dice o promete algo aún a sabiendas de que no hay certeza de cumplimiento, o derechamente con la secreta intención de no cumplirlo. Se da una opinión sin que necesariamente guarde relación con lo que íntimamente se piensa. Se alude a situaciones sin que se esté totalmente seguro de ellas. Se acusa a personas con ligereza, a sabiendas de que si al final resulta una imputación falsa o errónea, la acusación maliciosa o irresponsable quedará impune legal y socialmente.



Pero tal vez lo más grave para una sociedad en la que se pierde el principio de la buena fe radica en que emerge paulatinamente y penetra el cuerpo social una «cultura de la sospecha» que tiene dos componentes nefastos: la visión conspirativa de las cosas, y la práctica de la acusación temeraria.



«Piensa mal y acertarás», «¿Dónde está la trampita?», «Te voy a creer pero me voy a quedar cachúo«, «Este gallo no puede ser tan buena persona ¿qué querrá?», son expresiones cotidianas que dan cuenta de lo dicho.



Una encuesta del Latinobarómetro de hace unos meses señalaba el alto índice de desconfianza en el prójimo que acusaban nuestros países, y Chile en especial. Si yo de entrada no creo «de buena fe» que los demás actúan «de buena fe» y no parto del principio de que a toda conducta hay que darle el margen de credibilidad básico que me permite convivir y compartir un mismo espacio y una misma sociedad, y ni siquiera los hechos objetivos me bastan para darle crédito porque aún así la visión conspirativa me lleva a buscarle siempre dobles interpretaciones e intenciones ocultas a todo. ¿Cómo podemos construir una sociedad integrada a partir de esta cultura? ¿Cómo puede tener espacio en estas circunstancias la solidaridad social? ¿Cómo se va a preservar ante la acusación temeraria la honra de las personas o la presunción de inocencia que está en la base de la legitimidad del Estado para juzgar y castigar?



Es verdad que hay demasiados hechos que hacen perder la confianza de la gente en los demás, en las empresas y en las instituciones. Pero forma parte de la misma espiral que hay que cortar, son conductas imposibles de eliminar en un mundo por naturaleza imperfecto, de seres imperfectos. Hay que reincorporar la inspiración humanista en la raíz del tipo de sociedad que se está construyendo local y globalmente, para levantar muros de contención ética a la lógica perversa que cobija estos males, y crear las condiciones objetivas para corregirlos, atenuarlos, prevenir mejor y castigar ejemplarizadoramente, poniendo más controles, perfeccionando las leyes y los mecanismos para hacerlas cumplir.



Pero lo anterior tendrán su pleno efecto si también existen las condiciones subjetivas que sólo se dan cuando en la base de todo está el principio de la «buena fe», que nace en la mente y se arraiga en el corazón por una mezcla de formación en valores y de amor al prójimo, y prevalece en la vida cotidiana por la coherencia y la consistencia de nuestras conductas, que es lo más difícil de conseguir, pero por el bien de nuestras sociedades todos debemos intentarlo.



* Embajador de Chile ante la Aladi.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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