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Una honra a la coherencia


Invito a reflexionar sobre un «bien escaso» en los últimos tiempos en Chile: la coherencia.



Convengamos que la base de las relaciones humanas saludables es la confianza. Cualquier ser humano, para que pueda creer en otro ser humano tiene que necesariamente confiar. Para poder confiar en alguien, se requiere un lapso en el cual esa persona le demuestre a la otra su integridad como ser humano. Esa integridad tiene que ver con la rectitud y honestidad del actuar de las personas. O sea, tiene que ver con los valores, «cualidad moral que se aprecia de alguien».



La integridad, «estado de algo que no sufre alteración alguna», tiene que ver con la dignidad, «alguien que inspira respeto».
Si convenimos con todo lo anterior, se deduce que un ser es respetable y, por lo tanto confiable, sí y sólo sí, en sus acciones cotidianas es consecuente en el pensar, el sentir, el decir y el actuar. Eso se llama integridad moral. Entendido así las cosas, la cualidad fundamental para las relaciones humanas confiables es la coherencia, «sistema lógico de cosas del cual no pueden derivarse contradicciones».



Seremos, entonces, seres no confiables y, por lo tanto, no respetables, si pensamos y decimos algo, pero hacemos lo contrario.



Por deducción lógica, la coherencia es indispensable en cualquier sociedad para poder creer en los demás seres humanos. Desde el núcleo más cercano -la familia, amigos, el vecino-, hasta lo más lejano, las autoridades que nos representan en una democracia.
La más mínima inconsistencia que uno perciba de una persona, nuestro mecanismo defensivo sano, nos comunicará que «algo está fallando» y pondrá en cuestión el grado de confianza depositada en ese individuo. Si la inconsistencia de esa persona se mantiene en el tiempo y no tiene un acto de reconocimiento ni arrepentimiento, dejará de ser confiable y respetable para siempre. Es decir, muere la relación que fue idealizada en un principio. Muere el acto inicial de fe.



Exponiendo una ecuación de lógica simple: «A mayor cantidad de individuos incoherentes en una sociedad, mayor inseguridad entre las personas, mayor falta de confianza y menor respeto». Se concluye que sin confianza, en el límite más extremo, la inseguridad puede enfermarnos mentalmente.



Cuando se dice «ya no es digno de mi confianza», se ve claramente la correlación de la coherencia con la dignidad, simplificada en otra ecuación: «A mayor coherencia de un ser humano, mayor dignidad».



Lamentablemente hay muchos seres humanos que ocultan muy bien su falta de integridad moral. Su gran capacidad oratoria y elocuencia persuasiva, está tan desarrollada, que convence fácilmente al interlocutor que lo que dice es lo que hace o va a hacer. No tiene conciencia de su falacia, «razonamiento falso que induce a engaño». Este engaño puede durar a veces toda la vida.
Lo descrito es especialmente peligroso, pues son personas disociadas patológicamente, que circulan como seres normales y a veces ostentan cargos con un gran poder de decisión en la sociedad.



Pero existe el tipo de individuos más sanos, a quienes es mucho más fácil pesquisar su incoherencia y tener la posibilidad de alejarnos de su influencia.



De un código de ética que se sustente en la acción cotidiana

Hay que reconocer que es difícil ser consecuentes en un 100%. Lo importante es el nivel de autocrítica para ir superando, con mucho rigor, las incoherencias que persisten en nuestro actuar.
Solo así podremos mantener relaciones saludables, transparentes, honestas y, por ende, enriquecedoras para nuestro espíritu. Desde ahí podremos colaborar con los Bienes Superiores, que tanto requiere nuestra sociedad.



Lo más grave de la incoherencia es que tiene que ver con la desilusión hacia la persona en quien confiábamos. Y cuando la sumatoria de desilusiones es muy grande, comienza la desesperanza… se acumula mucha frustración. Mientras menor la cantidad de personas confiables, más posibilidad de adormecer la inspiración por el altruismo, la compasión, el cooperativismo, el amor.



La desconfianza extrema puede generar un nihilismo «larvado» (oculto) en toda la sociedad. El inconsciente colectivo siempre percibe la verdad. Cuando sienten mucha mentira, los individuos dejan de creer.



En el Chile actual, lamentablemente, tenemos muchos y claros ejemplos de seres incoherentes y, por lo tanto, indignos o «no dignos de nuestra confianza». Cuando alguien dice pertenecer a un partido, religión, o ideología, entra inevitablemente en un sistema doctrinario que le exige, por mínima ética, ser coherente en su conducta cotidiana con los valores básicos que su doctrina promulga. Hoy en día, el pluralismo y diversidad suele confundirse, por conveniencia, con una «tolerancia» ilimitada a cualquier acción que ejerza el que dice ser fiel a un conjunto de ideas o principios. Por ejemplo, un católico cuya base valórica es la doctrina de Cristo, que posee mucho dinero, pero no practica con la intensidad debida la compasión y solidaridad con el más necesitado, incurriendo a veces en conductas solapadamente despectivas con ellos y restringe su caridad sólo para su familia, atenta contra la practica de los principios de Cristo -austeridad, justicia y compasión con los más pobres y los marginados-.



Así, muchísimos que se rotulan «católicos», no tienen verguenza de ser tan contradictorios. Y continúan llamándose «católicos» como si lo fueran. Quizás creen que el cumplir con ir a misa y el mero «título» les garantiza la salvación eterna a la que aspiran.
Más incoherencia aún tienen los pertenecientes a la jerarquía eclesiástica, quienes no reiteran los mandatos evangélicos y la consecuencia debida a sus feligreses pudientes, con tal de no perder adeptos.



Pasa lo mismo con los partidos. Por ejemplo, un socialista, cuyo fundamento doctrinario es defender y luchar por la justicia social, una vida digna para cada ser humano, una sociedad más igualitaria y fraternal (lo cual no difiere para nada del verdadero cristianismo), puede actuar en su vida cotidiana relativizando esos valores, sin dejar de llamarse «socialista».
¿Es coherente que un socialista, en su quehacer cotidiano, usufructe con un claro afan de lucro de todos los beneficios materiales que le brinda el sistema neoliberal de mercado? Porque si bien el socialismo no niega la posibilidad de hacer dinero, supone que éste se destine a un Bien Superior para la sociedad y no a un autoenriquecimiento, antítesis de la filantropía, «persona que se destaca por su amor hacia sus semejantes y que emplea actividad, capital etc. en beneficio de los demás».



Al igual que al católico, ¿el mero rótulo de «socialista» lo exculpará de su falta de integridad moral?



Hay casos de personas públicas que sí han actuado con el máximo rigor ético. Dentro del catolicismo, el ex sacerdote Renato Hevia abandonó, después de muchos años de sacerdocio, porque se enamoró de Clara Szczaranski. Pues dentro de la doctrina católica está prohibido contraer matrimonio y tener relaciones sexuales. Como laico, en cambio, no pasa a llevar ningún principio moral. Su opción inspira el más pleno respeto y confianza por su loable coherencia. Asimismo, el ex socialista, Enrique Correa, quien presta hace ocho años sus servicios de lobby -altamente lucrados, con el objetivo de defender los intereses de los grandes capitales privados, muchas veces a costa del interés social-, al renunciar al partido, sea cual sea el motivo de fondo, igual es un ejemplo digno de imitar.



Lo que empañó este ejemplo para la ciudadanía fue la incoherencia de personeros de gobierno, quienes salieron en su defensa y «lamentaron su renuncia» -como si un partido fuese un «club de amigos»-, dejando grabado en el colectivo que la conducta de Correa, cuando militaba en el partido Socialista, no tenía ningún reproche desde la ética.



¿Es un buen referente valórico, desde los principios que sustenta el socialismo, enriquecerse favoreciendo a los grandes grupos económicos, en contra a veces del mismo gobierno, los usuarios y del mayor bienestar de los trabajadores?



Ojalá que la dimisión de Correa provoque el efecto «dominó». Porque hay muchos más de ese mismo partido, y de la Concertación en general, que militando partidos de izquierda, confunden a los ciudadanos con practicas que se contradicen con los principios de su doctrina.



Por la salud mental y respeto a los chilenos, deberían unirse los partidos de izquierda y con rigurosa autocrítica empezar a ser lo que dicen ser. Sólo así, podrá aplacarse el nihilismo larvado en el inconsciente colectivo de los ciudadanos. Aquellos que votaron por quienes creyeron que representarían sus intereses, reestablecerán el respeto y la confianza.



El lobbysta Enrique Correa puede continuar ahora sin cargo de conciencia ejerciendo esta profesión. El mismo se está dando la oportunidad de comenzar a ser consecuente entre lo que piensa, dice y hace. Su ejemplo es digno de imitar. Su dimisión al socialismo es una verdadera honra a la coherencia.



*María Elena Andonie es periodista de la Universidad Católica.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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