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Chile: una loca ideología

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En estos últimos días hemos sido testigos de la pública y repetida solicitud de la derecha de la oposición para que la del gobierno subsidie el precio de las bencinas. Sí, así como lee, los neoliberales pidiendo la intervención estatal y para favorecer a dueños de vehículos.



Justamente cuando desde el actual modelo de estado, el subsidiario corregido heredado de la dictadura, se nos dice que sólo se debe subsidiar a los más pobres de los pobres hasta que puedan competir de igual a igual por los recursos (en la práctica, hasta que los indigentes suban a la categoría de «pobres» al ganar unos $45 mil al mes).



Si Ud. lo recuerda —entre los muchos ejemplos de las exóticas posiciones políticas que se asumen en Chile— cuando en el gobierno de Frei Ruiz-Tagle se discutía sobre la censura, los sectores «derechistas» eran los que solicitaban la intervención estatal en base a la censura para restringir la libertad de expresión. Mientras los «izquierdistas» alegaban que el Estado no podía intervenir esa libertad, pues la autonomía individual no podía ser atropellada. O sea, neoliberales abogando por el socialismo e izquierdistas por el liberalismo… Así las cosas, ¿qué significa hoy ser de derecha o de izquierda?



Dentro de las dudas que se abren ante esa pregunta por las paradojas de las cuales somos testigos, se puede citar el reciente capítulo De la Maza versus dueños de locales que expenden alcohol en la comuna de Las Condes. Hace pocas semanas el alcalde UDI ganó finalmente en la Corte Suprema el derecho a restringir los horarios de funcionamiento de bares, restoranes, botillerías y discotecas de un sector de la comuna. Convencido de su deber de resguardar a los vecinos de los ruidos, peleas y otras molestias que sufrían, declaraba que «hay razones fundadas para hacerlo». Además, afirmó satisfecho que el fallo sienta un precedente para que cualquier alcalde del país haga lo mismo.



Por sorprendente que sea en un ultralibremercadista, De la Maza, cual escolástico, apeló al olvidado criterio del bien común para restringir la libertad de trabajo y los derechos económicos de los dueños de esos locales (así como de quienes trabajan para ellos) y se alegra de que otros alcaldes también lo puedan hacer. Es decir, en una actitud surrealista para alguien de su moderno y neoliberal partido, el alcalde se apoya en una concepción grecomedieval para perpetrar y difundir la máxima herejía de nuestros tiempos: intervenir desde el estado la autonomía de la libre empresa.



De hecho, Friedrich Hayek, teórico estrella del neoliberalismo, denuncia en su libro «Camino de Servidumbre» —que uno cree es de cabecera para todo militante UDI— que ese argumento de los socialistas (esos de antes, los de verdad) es un engaño del cual se sirven para ir acrecentando el poder interventor del estado sobre los derechos individuales. Como lobos con piel de oveja hacen pasar esa motivación por benigna, a fin de acabar mañosamente con la libertad. Recurrir al bien común para legitimar esas intervenciones y restricciones, nos dice Hayek, no es otra cosa que un falaz fundamento que inevitablemente conduce al totalitarismo.



Por el contrario, para asegurar la libertad, el autor postula la «economía de libre competencia». Esta se apoya en el «principio fundamental, según el cual en la ordenación de nuestros asuntos debemos hacer todo el uso posible de las fuerzas espontáneas de la sociedad [léase grupo de individuos que viven en un mismo tipo de asentamiento] y recurrir lo menos que se pueda a la coerción». El Estado sólo debe limitarse a vigilar el marco legal que permite el desarrollo de los derechos comerciales de los individuos; ir más allá de esa tarea ya es represión o entorpecimiento de esas benignas fuerzas espontáneas. Podemos concluir entonces que si la realidad última son los individuos y su bien particular, el bien común es un concepto sin sustancia: ¿cómo podría tenerla si en verdad no existe eso que los taimados socialistas de antaño llamaban «comunidad»?



Mas, al leer «Camino de Servidumbre» se cae en cuenta de dos contradicciones. Por un lado, aunque para el autor sería diferente la economía del laissez faire de la de libre competencia, el «principio fundamental» de ésta última es también el de la primera: la autonomía de los agentes económicos. Por otro lado, en su rechazo al laissez faire propone una «estructura racional» para el funcionamiento de la libre competencia. Sin embargo, tal estructura implicaría empezar por romper el principio de no intervención y deja planteado otros problemas: ¿a qué criterios respondería esa racionalidad? o ¿hasta dónde debe intervenir para no pavimentar otro camino de servidumbre?



Irónicamente, hasta en Hayek y en De la Maza se encuentran argumentos para intervenir o regular la actividad comercial. Y, por más que muchos pretendan degradar y borrar del imaginario sociopolítico la noción de bien común, es obvia la necesidad de regular el ámbito productivo-comercial si un bien más alto lo indica. Precisamente, las sociedades democráticas permiten lograr consensos al respecto sin que sea inevitable perder la libertad (hasta Locke rechaza el «estado de perfecta libertad» o de «naturaleza» y señala que no es posible esperar que un ser racional se esclavice a sí mismo). De no haber existido ese consenso en algún momento —por más que sean aborrecibles para los neoliberales— hoy no habrían leyes laborales, bandas de precios o impuestos.



Parece evidente que debe ser propio de un sistema democrático una tensión constante entre dos polos inseparables: el bien común y los derechos individuales. Ya la historia nos enseñó que la imposición sin su contrapeso del primero instrumentalizó a la persona y/o fundamentó dictaduras. Por el contrario, como ocurre hoy en Chile, la imposición sin su contrapeso de los derechos individuales (de unos más que de otros) lleva también a instrumentalizar a la mayoría y a un desgobierno que sobreprivilegia a una elite. Sin ir más lejos, de continuar en el país este monólogo podemos llegar a situaciones tan absurdas como eliminar los semáforos, la penalización de la violencia intrafamiliar o la ley de escolarización obligatoria en razón de no coartar a los individuos o no intervenir su esfera privada.



Por último, podemos esperar que el socialista alcalde De la Maza sea expulsado de su partido por el vil intento de transformar Las Condes en un soviet (siempre sospeché que eso de UDI Popular disimulaba las siglas «UP»)… Mas, al considerar la política chilena y su loca ideología, tal vez sea Intendente de Santiago en el futuro gobierno de la candidata de «izquierda» (de hecho ambos se podrían asesorar indistintamente con Expansiva o el Instituto Libertad y Desarrollo). Ahora, si le tincaba la vocería de gobierno, lo sentimos porque ya es segura para el siempre prudente Nicolás Eyzaguirre.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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