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Como gaviotas contra las olas


Estoy donde mi padre se refugiaba siempre, donde hubiera querido morir, mirando la mar, casi encima de las olas, y haciendo lo que él sabía preciosamente hacer: escribir. Esta tarde hay nubarrones cargados de agua que corren incansables por el cielo muy bajo, como si un fantasma les persiguiera. Frente a mis ojos siempre asombrados ante el mismo paisaje de un verde vasco profundo, los caseríos ancestrales de piedra milenaria y tejas rojo ocre endurecidas por la historia, resisten, sencillos, las embestidas del tiempo disfrazados de vulnerabilidad aparente.



Mundaka es la perla de Euskadi, una fuerza viva, un capricho de los dioses. Dicen los mercaderes de Turismo para atraer a los surfistas temerarios, que tiene la izquierda más poderosa del mundo, refiriéndose a la ola.



Tengo la suerte de haber conocido mi pueblo cuando aún conservaba su propia sal, no había estacionamientos, apenas algunos coches, pocas casas, muchos árboles, y en el puerto sólo botes de pesca, algunas motoras. Cuando todavía quedaban personajes célebres y personajillos de temible estampa y peor hacer, como era la Guardia Civil con sus capas, tricornios, pistolas y escopetas. Amedrentándonos, o eso pretendían. Salían de la oscuridad por callejones y rinconcitos, aparecían en los portales envueltos en tinieblas, amenazantes, lascivos, cobardes. Más de una noche volviendo a casa los encontré, apostados entre los pinos; inmóviles, acechantes.



Mi casa durante muchos años era la última en el camino hacia Bermeo, cuna de Alonso de Ercilla. Subía sin respiración la cuesta hacia el portón porque siempre llegaba tarde según el reloj de mi padre. Las diez eran las diez y no las diez pasadas. Bajaba descalza por la hierba hasta la puerta de la entrada con la esperanza de que mis pisadas nadie las hubiese escuchado y poder recuperar los escasos minutos diciendo que me había detenido un poco en el columpio antes de saludar. Nunca les conté a mis padres de los encontronazos con la Guardia Civil. Seguramente porque se hubieran terminado mis salidas de la tarde entre otras muchas cosas. Además, a los quince años no se tiene conciencia cierta de las consecuencias que puede acarrear la defensa de un derecho frente a pistolas, escopeta y toda la represión del Estado, por muy Ángela Davis que una se pretenda o quisiera haber sido.



Al mando del cuartel estaba el Cabo Narciso, de triste recuerdo, que además de lerdo era muy, muy malo. Y yo muy, muy ingenua. Lo suficiente para olvidar en mis rifirrafes con él, que él era quien tenía la sartén por el mango.



Siempre me amenazaba con las penas del infierno, era soez y paranoico, parecía tener el don de la ubicuidad porque le encontraba hasta en la sopa.



Mundaka es un pueblecito muy chiquito y Narciso, juraba a toda boca su destrucción total. Tales sandeces las lanzaba cuando se le cruzaba la vena que era su estado natural.



No perdía mi menda ocasión de decirle que se atreviera a dejar las pistolas, las amenazas y el tricornio en casa, que saliera a la luz del día a lanzar sus bravuconadas, a vomitar su odio y veríamos a qué podría quedar reducida su chulería franquista.



Entonces no lo pensaba, pero ahora sé que pudo haberme hecho picadillo si hubiese querido porque en vida del Dictador cualquier atropello contra «lo vasco» estaba permitido, incentivado y justificado por el propio gobierno, y la Guardia civil era omnipotente.



¿Por qué el Cabo Narciso y su compañero, que siempre iban de dos en dos, se contentaron con esperarme algunas noches en la oscuridad de la carretera y nada más? No lo sé. Quizá querían aterrorizarme. A lo mejor sentían un placer morboso cuando olfateaban miedo. Porque miedo me daba y mucho.



Solían pegar palizas a su antojo con las culatas de las escopetas. Como medida preventiva, decían. También las violaciones, y la tortura y la desaparición y la muerte debieron de pertenecer al mismo programa de prevención. Se habían entrenado en Uruguay, Brasil, Nicaragua, la de Somoza, Argentina, Guatemala. Por cierto, a Juan Paredes Manot le asesinó un pelotón de la Benemérita (así llaman a la Guardia Civil) y la orden fue de no disparar a matar. Le cosieron a rafagazos y sólo al final el tiro de gracia acabó con su heroica vida. Otaegui fue el cordero pascual a la hora del lobo.



Es irremediable.



Cada vez que vuelvo Euskadi hago el firme propósito de no rememorar, de no dejarme llevar por el sentimiento, de no hablar de lo que era y lo que es, de lo que pudo ser y no ha sido, de lo que ha ido esfumándose en los salones de palacio. Y en cada viaje creo haber madurado lo suficiente para mirar mi tierra en tercera dimensión sin que se me note el síndrome de inconformismo trasnochado. Trato de no quedarme absorta ante la grandeza del paisaje que me lleva y me arrastra a un no querer, no querer, no querer. Y de tanto no querer, sólo quiero contemplar la mar aquí donde estoy, y cuando vuelva al Gran Norte, llevar conmigo intacta la imagen de la isla Izaro, su convento en ruinas, y la sombra del pirata Drake. O del monje enamorado, o de la campana que suena en noches de tormenta. Hasta eso tiene Mundaka. Historias de amor y de piratas.



Desde mi guarida veo también que a un lado del jardín el biznieto del Árbol de Gernika se ha convertido con el paso del tiempo en un roble frondoso, magnífico, indoblegable como aquél de entonces y ha calado tan hondo que sus raíces se alimentan de salitre, con algas de mil formas.



Custodian la casa tres peñascos y dos islas nacidas de la profundidad atlántica y está hecha de sueños y de esperanza. Los sueños y la esperanza del patriota condenado a muerte que me dio la vida. Este caserío es por lo tanto mucho más que su hermosura inigualable o su valor crematístico. Significa para quien lo soñó un jaque mate a la guerra, a la destrucción, al exterminio.



Como una cuna estas piedras han arrullado vidas antiguas y vidas nuevas, preciosas. Han albergado amores insospechados, e insaciables ganas de vivir y seguir soñando. Pero sé que estas piedras están condenadas a su destrucción cada vez más próxima.



Dos gaviotas enamoradas se han posado en la barandilla de la terraza y se miran. Me ignoran y tampoco les importa el color del cielo. Otras barruntan la tormenta y se pasean por el tejado, inquietas. Y otras se lanzan contra las olas espumosas y oscuras. Las gaviotas tienen una belleza trágica.



Me rodean de todas formas y siento el aleteo vibrante de sus alas, el latido de su corazón. Del mío revoloteando mientras oigo las horas igual que en otro tiempo, antes del pecado original. Quiero decir antes de sentar cabeza. Antes, cuando una simple mirada de Romeo arrebolaba las mejillas y podía pasar días y noches pensando en que ojalá se repitiera ese momento. Antes, cuando Julieta de verdad tenía 12 años y morir de amor era posible.



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Begoña Zabala (desde Euskadi). Actriz residente en Montreal

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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