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¿Novela erótica? ¿Aún?

Iván Thays
Por : Iván Thays Escritor peruano
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Carátula de la novela. Fuente: miaumiau

Hubo una época en la que se publicaban novelas eróticas por doquier. Qué sensación de libertad daba ir a una biblioteca y comprar un librito rosado de La Sonrisa Vertical. Las tres hijas de su madre, por ejemplo, un librazo. O hablar con soltura de Las once mil vergas como si no fuera lo peor de Apollinaire. O encontrar, sin sonrojarse, un libro de colecciones Popof en las librerías de viejo. Incluso un escritor peruano apellidado Tola escribió un libro erótico llamado Lulú, la meona, o algo así, y a uno no le parecía extraño; como no fue extraño leer a Vargas Llosa en La Sonrisa Vertical. En fin, otros años, años sin pornhub, redtube y el fabuloso xvideos.com digamos. Además, ahora cualquier novela, incluso la más ingenua, es más erótica o pornográfica que un sueño húmedo de Henry Miller; la literatura erótica ha desaparecido como género, como sello y como un estante escondido en los anaqueles de las librerías. Pero no por eso ha dejado de existir, de conmover y de ser leída, como quería Cabrera Infante, de una sola mano. Por ejemplo, Linaje, de Gabriela Bejerman (editada por Mansalva) que una amiga bellísima mandó de regalo, a través mío, a su amiga peruana. Y no sé si fue la carátula, la belleza de la amiga que me hizo el encargo o la sensación de abrir a escondidas el paquete primorosamente envuelto y leer este librito que no era para mí, lo que hizo que este libro me conmoviera hasta la excitación. O quizá simplemente fue la calidad del libro, resaltada por Mariano Dorr en Radar Libros. Dice la reseña:

La nueva novela breve de Gabriela Bejerman se lee con la voraz intensidad de la mejor literatura erótica. En el Prólogo se cuenta cómo Irene –adoración de su hermano, Pier Rubinov– abandona un enigmático paquete en las aguas del Puma. Antes de hundirse, la narradora rescata ese “atado de papeles” sin ser vista: “Certeros fueron los métodos que probé para leer lo que se había empapado, y ahora, antes de arrepentirme, traiciono para ustedes un naufragio familiar”. Treinta y cuatro capítulos, de entre una y seis páginas cada uno, se hilvanan atravesados por una idea dominante: tal vez la historia de una familia sea el secreto de sus adicciones. Abel y Beatriz, los padres de Irene y Pier, son tan hermosos y egoístas como los hermanos, pero en lugar de entregarse a las caricias se entrenan en las virtudes del banquete. Los asados interminables seguidos de frutas multicolores no son únicamente una escena de verano sino también una excusa para los ataques histéricos de Irene, que llora y patalea enfurecida por la muerte del animal (un ciervo cazado por Abel y Pier, con arco y flecha) que más tarde deglute “como si nunca hubiera estado vivo”. Los episodios siguen el curso de una prosa poética que brilla con la voz de Bejerman: “La espuma acicateaba burbujas histéricas de felicidad, las piernas vibraban con átomos de luz que se dilataban en la arena virgen”. La unión entre hermanos –que se miran, se presienten, se desean, se acarician…– se interrumpe sólo con la aparición de un intruso (Víctor) y una intrusa (Púrpura), amantes que llegan para diseminar la pasión entre Irene y Pier. Púrpura es una mujer insaciable; Víctor un hombre que sabe ausentarse para remarcar su presencia, desgarrando el corazón de Irene, que igualmente se desangra cuando su amante se lo pide: “Los primeros días de la menstruación, Irene se quedaba en su cuarto. A veces tenía ganas de salir pero Víctor la convencía de estarse ahí, chorreando sola, no la dejaba ponerse nada que absorbiera. La ansiaba, tenía una adoración aguda por su sangre. Al fin y al cabo era incluso mejor tener la menstruación, así no había necesidad de inventar formas de hacerla manar”. Con la idea de dejar unos días la cocaína, aparece entre ellos otra droga con toda su potencia destructiva y liberadora: la Paxia, capaz de introducir una paz desenfrenada en Irene, un cerco de orgasmo y muerte que se traduce en la expresión del desmayo. Víctor la conduce como un chamán: “A ver, abrí las piernas, a ver si cae una gota de sangre. ¿Sí? Hacé fuerza, un poquito, Irene. Ahí va. Mirá qué lindo, así te unto las piernas, ¿te gusta? Tomá, chupame la mano que está toda roja, tomala que te va a hacer bien. No cierres la boca, tomá más, a ver, abrila, qué buena sos”. El furor de Víctor es al mismo tiempo un enamorado satanismo. Pier (siempre fastidiado) y Púrpura (siempre insatisfecha) también se encierran en sus propias prácticas sexuales infernales: “Su concha se transformaba en un cerebro de sentimientos disconformes, que fácilmente la convencían de que Pier era el hombre más estúpido de la Tierra, el más incompetente”. Los personajes se desafían, se vigilan como animales y se obsesionan con el deseo sin objeto. Con una escritura cuidada hasta el detalle, Linaje de Gabriela Bejerman quema las manos del lector… fuego de palabras.

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