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El asesinato de Jaime Guzmán (el lado “B” de la transición)

Eduardo Sabrovsky
Por : Eduardo Sabrovsky Doctor en Filosofía. Profesor Titular, Universidad Diego Portales
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Jaime Guzmán fue la figura gatopardesca de la transición: uno que entendió que, para que todo permaneciera, todo debía cambiar. Su elección como víctima, ese día de abril de 1991, parece haber sido producto del azar. ¿O se habrá tratado de una cierta “astucia de la historia”, actuando tras bambalinas?


Según algunos analistas (entre ellos, muy destacadamente, Tomás Moulián), la dictadura militar encabezada por Augusto Pinochet habría constituido la única verdadera revolución ocurrida en Chile en el siglo XX. En virtud de ella, el eje de la sociedad chilena se habría desplazado, desde el Estado, al mercado. En efecto, a partir de los años ’20, con el Estado como protagonista, se  impone en Chile un “modelo de industrialización por substitución de importaciones”, que da cuenta de una parte significativa de la historia chilena reciente. En virtud de éste, se establece una suerte de acuerdo tácito entre una burguesía nacional, que produce, protegida por elevadísimas tasas aduaneras, bienes comparativamente caros y malos; y un sindicalismo y una incipiente clase media que, de una u otra manera, participan del sistema.

El movimiento sindical,  al elevar los salarios, hace posible que los trabajadores adquieran tales bienes; asimismo, una minoría accede al capital cultural (un dato autobiográfico: cuando, a comienzos de los años 60,  ingresé a la enseñanza secundaria en el Instituto Nacional, por ese sólo hecho me transformaba en un integrante del 15% más educado de la población chilena). Todo ello, a expensas de los bajos precios de los productos agrícolas. Por ello, el modelo se empieza a agotar cuando la demanda de modernidad penetra, ya en los años ’50, en el campo. Se produce una intensa migración del campo a la ciudad, y el Estado de Chile se ve enfrentado a demandas crecientes, imposibles de satisfacer. Más allá del anecdotario político,  estas parecen ser las raíces de la crisis del ’73 (crisis de un estado desbordado por demandas que incentiva, pero no puede cumplir), y que desemboca en la violenta  transformación de Chile, de una sociedad centrada en el Estado, a una centrada en el mercado.

[cita]Jaime Guzmán fue la figura gatopardesca de la transición: uno que entendió que, para que todo permaneciera, todo debía cambiar. Su elección como víctima, ese día de abril de 1991, parece haber sido producto del azar. ¿O se habrá tratado de una cierta “astucia de la historia”, actuando tras bambalinas?[/cita]

Por cierto, hay factores exógenos que también explican el fenómeno: el tsunami planetario del neo-liberalismo que, por complejas razones, sustituyó al capitalismo keynesiano, llegó a nuestras costas bajo la forma de la brutal dictadura de Pinochet. Pero, más allá de estos factores, me interesa poner de relieve que este “mundo feliz” (así, de manera bastante incoherente, se lo suele representar la izquierda chilena) tuvo siempre sus descontentos.

Ya me he referido al desborde de demandas populares que, en parte, precipitó la crisis del ’73. Agrego que estas demandas fueron articuladas, políticamente, por sectores de izquierda que, desde el punto de vista intelectual, poseían mayor lucidez que el marxismo ortodoxo encarnado en el PC. En efecto, mientras aquél sostenía que Chile era un país “semi-feudal” (caracterización que contenía implícita la promesa de  progreso: capitalismo como tarea a completar, luego  socialismo), para aquellos otros sectores, las relaciones desiguales campo-ciudad eran la forma específica que debía asumir el capitalismo en los países dependientes. No había, por tanto, “transición al socialismo”, sino socialismo ahora: y ello pasaba precisamente por desbordar el consenso descrito más arriba, y del cual la “revolución con empanadas y vino tinto” de Allende no era sino la continuación.  Este desborde suponía articular, en una perspectiva revolucionaria, a los sectores que el modelo implícitamente excluía: no la clase obrera, integrada al sistema, sino el “bajo pueblo”, el campesinado, los pobres del campo y la ciudad. Pero tales sectores carecen, en Chile, de toda tradición de lucha armada. Enfrentada, finalmente, al núcleo duro del poder del estado, las FF.AA., la revolución fracasa en su impulso anti-capitalista, arrastrando en su fracaso no sólo al gobierno de la UP, sino a todo el viejo orden de la nación chilena.

Pero hay descontentos también en el otro extremo. Porque la derecha chilena estuvo dividida en dos alas: un ala liberal, libre-mercadista, y un ala conservadora, nacionalista, “estatalista”. Ante el rol del estado en el Chile del siglo XX, ésta última experimenta sentimientos encontrados: por una parte, simpatiza con la idea de un estado fuerte, rector, que tiende a ver como la continuación del “ideal portaliano”: de hecho, es la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo la que da el primer impulso al “estado de bienestar”, ya en los años ’20. Pero, a la vez,  observa con desconfianza el rol social de este Estado, pues advierte que, sumido en la complejidad de lo social, el poder del Estado (su soberanía) tiende a diluirse en un confuso populismo. Este descontento de derecha se canaliza a través del fascismo, en versiones más o menos difusas, desde el nazismo puro y duro, hasta el nacionalismo cultivado de historiadores como Alberto Edwards, Jaime Eyzaguirre, Francisco Encina o Mario Góngora. Quizás el episodio más dramático de este descontento haya sido el intento de derrocamiento del gobierno de  Arturo Alessandri por parte del MNS (Movimiento Nacional Socialista) y el ibañismo, que desembocó en la cruenta Matanza del Seguro Obrero, en septiembre de 1938.

El golpe militar del ’73 fue recibido con beneplácito por estos sectores, que vieron, en la grotesca figura de Pinochet (aunque habrían preferido al General Leigh) una suerte de re-encarnación de la figura teológico-política del Soberano. Pero, a poco andar, y particularmente con la crisis económica de 1982, las cosas se complican. Entra en escena Jaime Guzmán. En la lucha entre “duros” (nacionalistas) y “blandos” (neo-liberales) que en ese momento se instaura en el seno de la dictadura, su mérito, el de él y de su círculo, fue haber vislumbrado que el mundo se había movido hacia formas “biopolíticas” de poder: no ya el poder visible del soberano, sino un poder invisible y, por ello, mucho más potente e insidioso: un poder, como lo diría Michel Foucault (a quien, seguramente, Guzmán y los suyos nunca leyeron), presente ya desde los albores mismos del capitalismo (o de la modernidad, es lo mismo), que se difunde por todos los intersticios de la sociedad, hasta inscribirse en el cuerpo mismo de los dominados. De esta manera, mas allá de la Constitución del ’80, la potencia del modelo chileno, que la Concertación no pudo sino consolidar, se basa en una transformación profunda de la idiosincracia nacional: ahora, cual más, cual menos (me incluyo), somos todos “emprendedores”.

¿Que tiene que ver el asesinato de Jaime Guzmán con todo esto? Respuesta: todo. Porque el viejo descontento de izquierda y derecha, anteriormente dirigido al orden de la “vieja República”, se reproduce ante este nuevo orden, aunque esta vez de manera más bien caricaturesca. Por una parte, se trata de grupos como el FPMR y el Lautaro que, frente a la salida negociada a la dictadura, se han jugado nuevamente la carta revolucionaria (y han vuelto a fracasar). Por la otra, están los sectores “duros” de la dictadura: los cuadros de la vieja DINA, de la CNI que, abandonados por la derecha “democrática”, son ofrecidos como víctimas propiciatorias al nuevo orden. Y la confluencia de ambos, si se atiende a la evidencia que ha resurgido recientemente, parece ser ahora una cuestión bien concreta. Así, hay motivos para pensar que, como él mismo lo ha manifestado reiteradamente, el secuestro por parte del FPMR del Coronel Carlos Carreño (1987) habría sido “digitado” por miembros del Ejército y llevado a la práctica por un «topo» que convenció a la dirección del FPMR de la conveniencia de la acción. La misma sospecha existe respecto al asesinato de Jaime Guzmán, del cual los generales Ballerino y Ramírez Rurange habrían estado en conocimiento (declaraciones de Francisco Javier Cuadra). Y es que, en la clandestinidad, todos los gatos son negros: el juego de las ocultaciones, de las dobles identidades, es precisamente el juego que los servicios secretos saben jugar.

El asesinato de Jaime Guzmán tuvo lugar a poco más de un año del inicio de la transición (con Pinochet en la Comandancia en Jefe del Ejército); sólo un mes después de la publicación del Informe Rettig. Se inserta, de esta manera, en un ambiente de enorme incertidumbre e inestabilidad, prefigurado ya en la reticencia del círculo de hierro de Pinochet a reconocer la victoria del “No” en el plebiscito de 1988, y que  episodios como el “boinazo” de 1993 se encargarían de prolongar.

Jaime Guzmán fue la figura gatopardesca de la transición: uno que entendió que, para que todo permaneciera, todo debía cambiar. Su elección como víctima, ese día de abril de 1991, parece haber sido producto del azar. ¿O se habrá tratado de una cierta “astucia de la historia”, actuando tras bambalinas?

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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