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Cachetadas de payaso en seguridad

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Isabel Arriagada y Gonzalo Berríos
Por : Isabel Arriagada y Gonzalo Berríos Isabel Arriagada es Directora ONG Leasur; y, Gonzalo Berríos es Académico y colaborador del Centro de Estudios de la Justicia, Universidad de Chile.
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En sintonía con la política criminal de aquellos tiempos neoliberales, los actuales encargados gubernamentales de la seguridad pública están demostrando una inquietante predilección por la improvisación y las leyes de agenda corta (¿ha leído el proyecto de ley contra el terrorismo y todas sus contradicciones?); por la crítica vacía contra los indultos de Piñera (que fue sobrepasado en su discurso por la crisis carcelaria); por el mero aumento de la dotación de efectivos policiales.


El discurso político criminal de los años ochenta y noventa, liderado por los gobiernos de Reagan en Estados Unidos y Thatcher en Inglaterra, instaló la idea de que delinquir es producto de una elección racional. Las autoridades desecharon las explicaciones sociales sobre el origen de la criminalidad y, en consecuencia, la delincuencia empezó a ser vista como una elección que hacen individuos egoístas y calculadores a quienes el Estado debe disuadir a través de castigos ejemplificadores, severos y prolongados. Se instaló, entonces, la visión de que los delincuentes son «enemigos racionales», en contra de quienes el Estado debe aplicar todo el rigor de su brazo penal. En vez de considerar el crimen como un indicador de pobreza o desigualdad, las autoridades prefirieron atacar el síntoma en vez de la enfermedad. La guerra (superficial) contra la delincuencia incluyó también a las «criminalidades de la vida diaria» (como la confección de grafitis o el estado de vagancia) y el control situacional, que ataca a ciertas rutinas o lugares que se consideran posibles focos delictivos.

Con el inicio de la transición posdictadura y bajo el influjo de think tanks extranjeros ultraconservadores, como el Manhattan Institute, el discurso de derecha fue instalando el tema en Chile, hasta que también la tercera vía –la de Clinton, Blair y Lagos– lo hizo suyo. “Duros contra el delito, duros contra las causas del delito» (aunque sobre estas últimas, poco y nada). La ciega adhesión a la teoría de la elección racional significó el abandono del problema social que existe detrás del crimen.

[cita]En sintonía con la política criminal de aquellos tiempos neoliberales, los actuales encargados gubernamentales de la seguridad pública están demostrando una inquietante predilección por la improvisación y las leyes de agenda corta (¿ha leído el proyecto de ley contra el terrorismo y todas sus contradicciones?); por la crítica vacía contra los indultos de Piñera (que fue sobrepasado en su discurso por la crisis carcelaria); por el mero aumento de la dotación de efectivos policiales.[/cita]

Algunos reprochan que vincular la pobreza o la exclusión social con el origen de la delincuencia redunda en que se asuma una cierta equivalencia entre pobreza y conducta criminal. La mejor respuesta a este problema consiste en evitar enfoques reduccionistas sobre el crimen. Si esto es así, sin embargo, Chile ha convertido su sistema de justicia penal en una máquina clasista y selectiva, pues los dados parecen estar cargados hacia el sector más precarizado de la población y cumplido a la perfección con la criminalización de la pobreza. Los presos chilenos engrosan sus filas con los sectores sociales más vulnerables, aquellos que no tienen acceso al trabajo ni a la educación (la mayoría tiene solo educación básica completa) y cargan con profundas carencias en cuanto a calidad de vida, salud, vivienda y acceso a servicios básicos.

En sintonía con la política criminal de aquellos tiempos neoliberales, los actuales encargados gubernamentales de la seguridad pública están demostrando una inquietante predilección por la improvisación y las leyes de agenda corta (¿ha leído el proyecto de ley contra el terrorismo y todas sus contradicciones?); por la crítica vacía contra los indultos de Piñera (que fue sobrepasado en su discurso por la crisis carcelaria); por el mero aumento de la dotación de efectivos policiales, pese a que ni siquiera sabemos dónde están ubicados los miles que ya existen (¿habrá desproporción entre el barrio alto y las comunas medio-populares?); por el ultra y detestable eslogan de la «puerta giratoria» (que agita los linchamientos públicos); por la, en vías de extinción, «guerra contra las drogas», y por una manipulación irritante de las políticas a favor de las víctimas.

Así las cosas, el discurso y estilo del gobierno en materia de prevención del delito resulta preocupante. El énfasis en sancionar las llamadas «incivilidades» (como la mendicidad en la plaza de Armas de Santiago) y la idea de reducir la brecha entre miedo y realidad del delito a través de políticas contra la sensación de inseguridad resultan, a la luz de los últimos datos de victimización, además de desenfocadas, absurdas. La apelación ideológica a la racionalidad en materia de prevención de robos a cajeros, al igual que en el gobierno anterior (¿no se supone que cuando se subieron las penas hace dos años se iba a disuadir a los delincuentes?), omite las complejidades que explican el delito. Su discurso invisibiliza la amplia variedad de elementos involucrados en el problema, que bien podrían ser abordados a través de políticas consistentes y de largo plazo.

Actualmente, y por donde se mire, la seguridad ciudadana sigue evitando una política pública profunda y reflexiva, y termina transformándose en una pelea de trincheras en el barro. Dado el contenido del debate, las declaraciones cruzadas de las últimas semanas parecen cachetadas de payaso más que expresión de una diferencia profunda sobre los valores y modelos adecuados para enfrentar el problema de la delincuencia.

La evolución de la política criminal exige que los encargados de la seguridad pública ejecuten programas con intervenciones innovadoras, pacificadoras y multifacéticas para enfrentar el delito. En vez de, por ejemplo, iluminar plazas para aumentar la sensación de seguridad y aumentar las penas de los delitos de manera indiscriminada, se debería crear servicios de apoyo para los jóvenes que han tenido contacto con el sistema penal, dignificar las condiciones carcelarias (incluida la creación de una ley penitenciaria y un juez de ejecución), apuntar a que exista una oferta efectiva de reinserción a la que las personas puedan acceder mientras cumplen condena. Tener más ciudadanos privados de libertad es una mala y costosa idea. La buena idea es minimizar el uso de la máquina de moler carne de pobre en que se ha convertido la cárcel.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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