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¿Ahora solo una Ética podría salvarnos?

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Raúl Villarroel
Por : Raúl Villarroel Centro de Estudios de Ética Aplicada (CEDEA) de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile
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 El incumplimiento de deberes cívicos fundamentales y la interpretación mañosa de la responsabilidad contraída que han dejado a la vista los escándalos protagonizados por diversos personeros de la política en el último tiempo, constituyen la gota que desbordó el vaso. Se sabe desde hace mucho que el distanciamiento entre la gente y los políticos es síntoma evidente del proceso de decadencia irreversible que afecta a la estructura fundamental de la democracia representativa moderna.


A través de diversos episodios recientes del acontecer nacional la ética parece haber emergido como la tabla de salvación de nuestra sociedad ante la creciente corrupción del poder, asediado por el interés egoísta del capital. La discusión suscitada hace un tiempo respecto de la necesidad de establecer un sueldo ético, o el hecho de que se haya conminado a los máximos ejecutivos de las cadenas farmacéuticas coludidas a tomar clases de ética como medida reparatoria del dolo cometido, incluso la reciente constitución de una comisión presidencial cuya tarea es diseñar lineamientos para fortalecer los vínculos éticos entre la política y los negocios, son la expresión inequívoca de dicha emergencia.

Todo parece indicar que, en tales circunstancias, para algunos chilenos ha llegado el momento de tomarse más en serio su privilegiada condición de “servidores públicos”, como a menudo gustan de autocalificarse. El incumplimiento de deberes cívicos fundamentales y la interpretación mañosa de la responsabilidad contraída que han dejado a la vista los escándalos protagonizados por diversos personeros de la política en el último tiempo, constituyen la gota que desbordó el vaso. Se sabe desde hace mucho que el distanciamiento entre la gente y los políticos es síntoma evidente del proceso de decadencia irreversible que afecta a la estructura fundamental de la democracia representativa moderna. Semejantes acontecimientos como los que hemos conocido por la información pública en días pasados no hacen sino otorgar razón a quienes creen que los “representantes” solo lo son de sus propios intereses y que el Parlamento es una casta de privilegiados que legislan en función de puras ventajas personales.

[cita] El incumplimiento de deberes cívicos fundamentales y la interpretación mañosa de la responsabilidad contraída que han dejado a la vista los escándalos protagonizados por diversos personeros de la política en el último tiempo, constituyen la gota que desbordó el vaso. Se sabe desde hace mucho que el distanciamiento entre la gente y los políticos es síntoma evidente del proceso de decadencia irreversible que afecta a la estructura fundamental de la democracia representativa moderna.[/cita]

El filósofo estadounidense John Rawls ideó hace algunas décadas un procedimiento imparcial para la determinación de las normas, donde quienes debían decidir el futuro de los demás miembros de la sociedad tenían que desconocer absolutamente el resultado de sus decisiones y de tal modo verse impedidos de asegurar ventajas y beneficios para sí mismos o para sus cercanos. Nada de eso parece estar ocurriendo en nuestros días. Todo lo contrario, el tráfico de influencias, el manejo oscuro y mezquino de información estratégica, el aprovechamiento indebido de la familiaridad con el poder, la compra encubierta de favores legislativos, son todas expresiones inequívocas del destino fatal que ha venido agotando la credibilidad de la actividad política oficial de nuestro país. Se ha dicho majaderamente que las instituciones funcionan, pero, a decir verdad, parece que no lo hacen tanto, o tal y como debieran. Y esto, por supuesto, fastidia cada vez más a los ciudadanos de a pie, que desconfían de las probidad de sus representantes y, por qué no decirlo, de todo el sistema de la política, incluidas aquellas instituciones que le dan forma.

¿Qué podría hacer entonces la ética para revertir esta situación? ¿Qué podría decirles hoy a quienes lucran a costa del erario público, o se escurren a hurtadillas entre los vacíos legislativos para defraudar al Estado; qué tendría que enseñarles a quienes ocupan con impudicia la autoridad que les ha concedido el electorado solo para mejorar su situación personal? No lo sabemos a ciencia cierta aún. Pero es imprescindible que tratemos de saberlo. Cuanto antes mejor. Por ello, la tarea de todos los ciudadanos, la tarea de nuestro tiempo, es pensar y esclarecer con voluntad y suficiencia el nuevo imperativo ético que se les debe plantear a los legisladores, ahora que las demás referencias -sean normativas, deontológicas, ideológicas, doctrinarias o legales- han sido oscurecidas por el interés perverso que define al juego de la política democrática. Sobre todo hoy, cuando la economía se ha vuelto un sistema despiadado y cínico, que no reconoce vínculos ni deberes para con el mundo social y asfixia cada vez más letalmente las aspiraciones de la política; en tanto, los políticos parecen haber olvidado por conveniencia aquel carácter irrenunciablemente ético con que Aristóteles definió su actividad hace ya tantos siglos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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