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Seguridad ciudadana: la prisión invisible

Diego Rochow
Por : Diego Rochow Investigador de Leasur (Litigación Estructural para América del Sur).
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Queremos vivir en paz es una nueva agrupación organizada espontáneamente a través de las redes sociales por «ciudadanos» que quieren desarrollar su vida con tranquilidad. Propone la implementación de leyes disuasivas que aseguren un mayor control sobre la criminalidad, así como el desarrollo de programas y procedimientos de prevención del delito. Su primera actividad fue un llamado a manifestarse el día 1 de julio en contra de la inseguridad nacional. Instan a meter ruido contra la delincuencia usando «cacerolas, alarmas, bocinas y todo aquello que represente nuestro descontento ante la inseguridad«.

Pero más que un llamado legítimo que insta a la expresión ciudadana, parece que la organización busca establecer un amplio margen de diferencia entre un «nosotros» —los ciudadanos atemorizados— y los «otros», esos que los atemorizan y quebrantan la seguridad que merecen tener los barrios de la zona oriente de Santiago. Las palabras que Claudia Jordan-Bórquez Reynuaba escribió en el Facebook del movimiento son elocuentes: “Basta de delincuencia, de una vez por todas mano dura a todos los delincuentes de mierda, a esos que se ganan la vida fácil”.

Tanto al llamado de Queremos vivir en paz, como al de la ciudadana Jordan-Bórquez, subyace una idea común: quien comete un delito debería ir a la cárcel. Ese es el instrumento disuasivo por el que abogan. Se trata de un imaginario instrumentalizado principalmente por los políticos que buscan resultados electorales y que ahora cuentan con la venia de personas que hablan literalmente de «delincuentes de mierda».

[cita] Las prisiones están concentradas estrictamente en la administración de la población carcelaria; la reinserción es una ilusión, un eufemismo que se utiliza para justificar el recurso a la cárcel. En un espacio de exclusión no hay posibilidad alguna de resocialización. En la cárcel no hay ciudadanos respetables, hay sujetos infames y desmoralizados. La prisión es el lugar en el que se debe recluir a todos los enemigos de las víctimas que quieren vivir en paz. [/cita]

El odio al crimen y la construcción discursiva del delincuente como enemigo interno son elementos centrales del exceso en la reacción que sanciona conductas antisociales, fundado sobre una supuesta ausencia de seguridad. En este marco, el delito y sus consecuencias no son más que un concepto vacío que opera como base para recurrir a la cárcel. El fenómeno ha sido ampliamente analizado en la literatura comparada: la existencia de un aparato de castigo en gran medida invisible para el público; el llamado a incrementar las sanciones penales por parte de las organizaciones de víctimas que es cooptado y concretado por los políticos, y un lenguaje provisto esencialmente de un vocabulario emotivo, que recurre a lugares comunes como el temor y la inseguridad, son todos elementos que le dan forma al clamor por la prisión.

La cárcel se ha transformado en la respuesta legítima de un sistema penal que actúa como un mecanismo de incapacitación selectiva. Por una parte, asegura la exclusión de quien no merece reconocimiento de ciudadanía y, por otra, lo confina a las cuatro paredes de una celda sin posibilidad de expiación.

La configuración del poder penal y su gestión por parte de organizaciones burocráticas como Gendarmería de Chile constituyen un medio administrativo para concretar la seguridad. Las prisiones están concentradas estrictamente en la administración la población carcelaria; la reinserción es una ilusión, un eufemismo que se utiliza para justificar el recurso a la cárcel. En un espacio de exclusión no hay posibilidad alguna de resocialización. En la cárcel no hay ciudadanos respetables, hay sujetos infames y desmoralizados. La prisión es el lugar en el que se debe recluir a todos los enemigos de las víctimas que quieren vivir en paz. Y mientras el lanza que les robó el celular sufra hambre y frío, mientras sea violado y usado como perkin, mientras los gendarmes lo escupan y se rían en su cara, la seguridad estará funcionando.

La realidad carcelaria es un espacio invisible que opera bajo la sombra de una promesa de justicia incumplida, donde los gritos de los prisioneros no se escuchan como las bocinas y las alarmas de los que quieren vivir en paz. Es el espacio de exclusión que desean quienes propugnan la seguridad como imperativo. Es el espacio donde la vigencia del derecho está suspendida. Es la prisión invisible.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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