El chiste equivale, realizada la constitución sacralizante, a una profanación. Las profanación merece castigo, y evitarla, prohibiciones. Una diferencia, sin embargo, entre los regímenes republicanos y aquellos que no lo son, estriba en que en los primeros las autoridades tienen, entre sus cargas, la de soportar al humorista, incluso cuando sus chistes son desubicados o francamente malos.
Edo Caroe hizo un chiste en el que comparó a Camila Vallejo con Macaulay Culkin. El chiste es grosero, bastante rudimentario, banal. Su banalidad no fue pasada por alto y olvido. Ha desatado, en cambio, una muy inusual indignación de espectadores sensibles, y en masa. Probablemente el escándalo sería menor o inexistente de haber sido otros los subidos al columpio, aunque fuesen mujeres y se tratase de sexo.
El chiste de marras no solo produjo la esperable reacción del Partido Comunista, más bien ajeno a la risa y la levedad. Además, a la indignación se han sumado voces usualmente más matizadas.
El destacado politólogo de la plaza Claudio Fuentes reaccionó con una columna de opinión donde indica hallarse indignado por el chiste y reclama que, en él, se haya dejado de considerar a Camila Vallejo “como persona”, para pasar a tomarla como “objeto”. La –cual la califica Fuentes– “inteligente”, “hermosa” y “consecuente” diputada es reducida por el chiste de Edo Caroe al aspecto físico, su subjetividad “subordinada al deseo sexual masculino”. Vallejo, en su egregia femineidad, pasa a ser la encarnación de la mujer oprimida, a la cual Edo Caroe “devuelve en una frase lapidaria a un lugar de subordinación y abuso”.
Es de destacar la intención de Fuentes de reivindicar a las mujeres y emanciparlas de todo reduccionismo sexista. En cambio, su tratamiento del asunto del humor me parece deficitario.
Sea que verse sobre Vallejo o cualquier personaje público, el humor es siempre, no a veces, una operación de objetivación. No es posible que él tenga lugar sin que una caricatura haya sido efectuada. Cuando se hacen chistes, se entra en una dinámica que cosifica y expone de manera reduccionista a alguien. En consecuencia, criticar la objetivación en rutinas humorísticas resulta, en último trámite, trivial –bueno, de hecho, cualquier calificación de alguien importa objetivarlo; cuando Fuentes dice de Vallejo que es “inteligente”, “hermosa” y “consecuente”, nos la está poniendo enfrente según conceptos generales, eventualmente no falsos, pero que son reglas en definitiva heterogéneas con la singularidad peculiar de la aludida, probablemente mucho más pedestre e interesante, a la vez, que la estatua de términos en la cual la convierte–.
[cita tipo= «destaque»]Las defensas de Vallejo –que, insisto, no se repiten en otros casos– lucen ser manifestación de algo así como una vaporosa y, eventualmente, amenazante sacralización. Vallejo es encumbrada a un pedestal serio, impoluto, encarnando la femineidad –pura, inteligente, bella, consecuente–, de tal suerte que el chiste a su respecto ya no es admisible.[/cita]
La gracia, sin embargo, del chiste, está en que la objetivación que se lleva adelante en él, es realizada poniéndose ella misma a la luz como objetivación. Hacer un chiste requiere un contexto en el que se sepa –por parte del público y del humorista– que se está realizando una caricaturización hilarante. En algún momento todos entienden que se trataba de un chiste, o sea, precisamente de un relato que enfatiza cierta parte o aspecto de la infinitud insondable que es cada persona.
La circunstancia de que la operación de objetivación que lleva a cabo el humorista termine quedando siempre puesta enfrente, vuelve al chiste un tipo de objetivación de envergadura y talante muy diverso respecto a los modos de objetivación en los que la acción de objetivación permanece anónima, salvo para el objetivado. Es lo que ocurre, por ejemplo, con la exclusión de minorías, los abusos respecto de los consumidores y trabajadores, o, incluso, con las técnicas usuales de administración y control en la empresa y en el Estado.
En el caso del chiste de Edo Caroe se sabe, salta a la vista, es evidente que Camila Vallejo está siendo reducida. En su patencia y visibilidad, la operación de reducción, aunque de mal gusto, es radicalmente distinta a la que se produce en, por ejemplo, la explotación sexual o la discriminación de la mujer en el trabajo. Allí hay también una reducción objetivante de la mujer, pero la operación de reducción no está patente y busca, incluso, ser ocultada por quien la lleva adelante.
Poner en un mismo nivel una luminosa y siempre expuesta objetivación humorística con las oscuras manipulaciones de las que son víctimas grupos o personas débiles, como hace Claudio Fuentes en su columna, importa desconocer esta distinción significativa y andar a saltos entre órdenes de manipulación u objetivación heterogéneos.
Además, la indistinción entre ambos órdenes, cuando aparece sin mayores aclaraciones, da base para que, luego, vengan quienes quieran restringir el campo a la libre expresión de los humoristas. ¿No es lo que se sigue, en principio al menos, de la condena del indignante acto del humorista, que rebaja a objeto de placer a la encarnación de la femineidad virtuosa? Este no es, probablemente, un asunto problemático para los comunistas, o grupos importantes entre ellos, cuya sensibilidad con la disidencia humorística ha llegado a parecerse a la del gobierno de Adam Sutler con el show de Gordon Dietrich (estoy aludiendo a la famosa película V de Vendetta). Pero sí debiese ser cuestión tenida como de primera relevancia en sus análisis y comentarios por mentes ilustradas como la de Fuentes.
El humorismo es un fenómeno curioso: factor de intensa satisfacción, especialmente si es bien desempeñado, y su nivel de sofisticación alto puede llegar, sin embargo, a ser molesto, en la medida en que fuerza los límites del gusto. Hay un humorismo que sirve para distraer las mentes respecto de lo serio, o, incluso, para evadir una realidad muy dura. Pero también hay un humorismo satírico, ese que se vuelve moda entre nosotros, que hace de la dura realidad su tema y se encarga de criticar, más o menos felizmente, a las autoridades y capas regentes, dando vía a la contenida molestia popular. Al permitir el humorismo y los humoristas, aun a los de chistes de mal gusto y ramplones, la sociedad deja que alguien juegue con la realidad, exponiéndola, incluso dentro de ella, a los poderosos.
Probablemente sea inevitable la presencia de algún tipo de límite para el humor en público, pues toda sociedad tiene por intocables ciertos aspectos de la existencia. Pero ha de velarse por que la limitación sea muy ponderada, si se quiere mantener cauce despejado para una de las formas más espontáneas de la expresión y más eficaces de la crítica. En este sentido, las defensas de Vallejo –que, insisto, no se repiten en otros casos– lucen ser manifestación de algo así como una vaporosa y, eventualmente, amenazante sacralización. Vallejo es encumbrada a un pedestal serio, impoluto, encarnando la femineidad –pura, inteligente, bella, consecuente–, de tal suerte que el chiste a su respecto ya no es admisible. El chiste equivale, realizada la constitución sacralizante, a una profanación. Las profanación merece castigo, y evitarla, prohibiciones. Una diferencia, sin embargo, entre los regímenes republicanos y aquellos que no lo son, estriba en que en los primeros las autoridades tienen, entre sus cargas, la de soportar al humorista, incluso cuando sus chistes son desubicados o francamente malos.