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No porque tengamos un Costanera Center

Por: Marcelo Ortiz Lara


Señor Director:

Las ganas de darle un buen abrazo a Juan Manuel Gálvez (uno de los arquitectos que participó en el diseño del jardín japonés) no faltan. En el video donde aparece dando sus impresiones, luego de haber presenciado a una batahola de gente haciendo picnic, chapoteando en los riachuelos y jugando en los lugares sagrados del jardín japonés, se deja ver esa frustración que suelen sentir las personas cuyas buenas intenciones chocan con la realidad.

Sin duda, tanto por su cabeza como por la de todas y todos aquellos que durante dos años restauraron dicho lugar, la imagen era otra: personas contemplando la naturaleza, caminando pausadamente por sus senderos, leyendo las inscripciones al pie de cada monumento sagrado. Pero se encontraron un un grupo de gente profanando todo aquello que requiere silencio y meditación. Alguien debería haberles dicho en la universidad que estas cosas pasaban, al menos en esta larga y angosta franja de tierra.

Pero no es que la realidad desborde las expectativas; simplemente no encaja. Es como una pieza de puzzle mal ubicada. El visible progreso del país, representado en malls, tarjetas de crédito y la cantidad de vehículos que vemos por las calles, funciona como una larga y pesada alfombra que esconde todo el polvo que hay debajo. No porque tengamos un Costanera Center hemos avanzado en otras áreas de la sociedad. La modernidad, mal administrada, es el mejor sedante para los países que intentan salir del subdesarrollo.

Al publicarse las imágenes del jardín japonés atiborrado de personas traspasando las vallas, no faltaron los comentarios arribistas y clasistas. “Rotos”, “Flaites”, “Chabacanos”, fue lo más suave que se puede leer. El tenor de algunas discusiones me recuerda a aquellas en las que, por allá en el siglo XVI, se entretenían los frailes a ver a los indígenas americanos: estos sujetos, desnudos y con flechas, ¿son animales o personas? Todos nos vestimos de jueces culturales en estos tiempos, pero olvidamos que nosotros mismos, como cuerpos históricos, estamos mediados bajo la misma categoría. Theodor Adorno luego se ofuscaría un poco y diría que “la crítica -cultural- cae en la tentación de olvidar lo indecible, en vez de intentar, con toda la impotencia que se quiera, que se proteja al hombre de ese indecible”. Culpamos a las personas por sus prácticas, sus costumbres, pero no atendemos al origen de que ello sea así.

Al observar las imágenes, se me hace imposible no verme reflejado en esas personas, al menos en unas cuantas situaciones cotidianas: cuando tiro la colilla de cigarros a la calle, cuando no soy capaz de poner una prenda en su lugar luego de sacarla del colgador, cuando ocupo el ascensor para discapacitados en el metro, en fin, puedo seguir. Y de tanto en tanto, me voy dando cuenta que el castillo cultural que me construyo, probablemente no es tan distinta a la casucha de aquellos que, con tanto ahínco, trato de catalogar como incivilizados.

Marcelo Ortiz Lara

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