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La vigencia de la Convención sobre los Derechos del Niño en el Chile neoliberal Opinión

La vigencia de la Convención sobre los Derechos del Niño en el Chile neoliberal


El Chile actual se bate en hondas contradicciones de larga data que han sido desnudadas por dos procesos combinados: la revuelta social de octubre del 2019, y la modificación radical de las vidas de las personas a causa de la pandemia del Covid-19. En este sentido, el entramado de conflictos se estructura tanto desde la base social, los territorios, como desde la institucionalidad misma. Por eso mismo, se ha abierto de forma inédita un proceso constituyente en nuestro país, que busca un nuevo pacto social para una sociedad más justa que supere las fisuras actuales de un Chile neoliberal profundamente desigual.

Son varias las heridas presentes en nuestro país a causa de la desigualdad social, económica, política y cultural. Una de ellas es justamente la de las condiciones de vida de las niñas y niños. Pese a que Chile adscribió el año 1990 a la Convención sobre los Derechos del Niño, tres décadas más tarde no es para nadie una novedad dar cuenta de múltiples vulneraciones de derechos a éstos. Probablemente la situación del Sename sea uno de los casos más emblemáticos y que expresan de forma extrema una problemática aún sin solución.

De ahí que sea importante preguntarse: ¿cuál es el contexto histórico que antecede a la adscripción a esta Convención? La respuesta es simple: el proceso de transformación del Estado y la sociedad en su conjunto a través de la implementación del régimen neoliberal; proceso que se conoce como las “Siete modernizaciones”, iniciadas en 1979, las cuales generaron un proceso voraz de despojo de la acción de un Estado garante social de derechos, produciéndose un fuerte retroceso en áreas como salud, educación, seguridad social, laboral, como también la concepción del derecho a la vivienda. Es este último punto, el de la transformación del uso de suelo de la ciudad, uno de los más relevantes en relación con las segregaciones producidas por medio de estas políticas.

Hacia el año 1979 se dio paso a la creciente segregación socioespacial enmarcada en las diversas erradicaciones de pobladores en el marco de la política nacional de desarrollo urbano, la cual postula que el Estado debe ser garante del “crecimiento natural” de la urbe. Según ella, el suelo no es considerado un bien escaso, haciendo falta, en consecuencia, solamente su regulación, debiendo exaltarse las condiciones de oferta y demanda como punto central para el desarrollo inmobiliario. Nuestras comunas de la Zona Sur sufren lo que se conoció como “Planes para la erradicación de la pobreza”, los que afectaron a campamentos y tomas de terreno, ocupando los mismos para la gentrificación, y en virtud de los cuales las y los pobladores erradicados son reubicados en puntos periféricos de la ciudad.

De este modo, la segregación socioespacial es expresión de un modelo de intervención estatal, caracterizado por políticas públicas focalizadas a un sector específico de la sociedad, en desmedro de una mirada garantista de derechos. Bajo este marco, cuando hablamos de niñez, se menciona tipos concretos de niños, categorizados como “menores”, es decir, los vulnerados e infractores de ley. Este foco, justamente, es el que reduce la discusión en torno a la infancia, sin poner el prisma en el abordamiento integral de los diversos tipos de niñez.

La focalización visibiliza un perfil de la sociedad vinculado al binomio “pobreza-vulnerabilidad”, sentando los problemas “sociales” en el seno de las familias pobres y vulnerables. Pero ¿por qué focalizamos y asociamos la vulneración a la pobreza? Una respuesta posible a esta pregunta es que los instrumentos de intervención situados en estos mismos territorios vienen a ser una forma de control social y de administración de la vida de los pobres, enfocada en las conductas y trayectorias de vida de cada individuo bajo la lógica “del riesgo”.

Entonces, cuando hablamos de protección nos referimos a la protección del peligro, de la vulnerabilidad, pero también de la potencialidad “peligrosa” de estos niños marginados por el orden social, siendo considerados una “amenaza” que debe controlarse. Así, ante esta focalización en la pobreza-vulnerabilidad, en el control sobre las amenazas de aquellos marginados, hoy observamos un Estado que intenta mitigar y vigilar las heridas del tejido social que él mismo genera.

De esta forma, si nos preguntamos por la vigencia de la Convención de los Derechos del Niño, podemos llegar a dos conclusiones. Por una parte, en tanto compromiso del Estado, existen intervenciones estatales en pro de su desarrollo integral, como es el subsistema de protección integral a la infancia Chile Crece Contigo o el programa de Integración Escolar de la Ley de Inclusión Educativa, que terminan diluyéndose por el débil entramado institucional en la materia.

Entonces, su vigencia radica en la necesidad de generar una política integral de protección de la infancia, en el marco de una ley de garantías, que sea parte esencial de la discusión del proceso constituyente y de las transformaciones que requiere el Estado. Ésta debe cambiar el foco de la protección de la peligrosidad hacia la protección para el ejercicio de los derechos en su conjunto, de manera tal de transformar la intervención del Estado desde un abordamiento de la niñez como individuos pasivos y fragmentados, hacia una mirada integral, situada en las realidades locales/territoriales, como sujetos activos, ciudadanos e interlocutores válidos de su cotidianidad. Por ello, es importante resaltar el carácter histórico de las políticas focalizadas, que cumplen una función dentro de un orden social determinado, puesto que su examen nos posibilita pensar en subsanar las heridas profundas de nuestro tejido social.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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