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El plebiscito y los otros Opinión

El plebiscito y los otros

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Pablo Briceño
Por : Pablo Briceño Doctor en Antropología e Investigador Proyecto Anillos ENA (SOC180033) Pontificia Universidad Católica de Chile
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Con el plebiscito, la vía constitucional como proyecto transformador se termina. Es posible que, eventualmente, el proceso constitucional que vivimos concluya con una nueva Constitución (aunque no estará ni cerca de parecerse a la que se rechazó el 4 de septiembre). Sin embargo, este intento no es el fin de la historia. Quizás lo que ocurrió sirva para comprender que no es posible saltarse las etapas que llevan a la construcción de una fuerza política transformadora. Y esto no es posible, no tanto porque al final del día este salto pueda ser rechazado, sino porque dicho salto no fue, en primer lugar, con y desde los otros.


Una de las características más importantes pero menos recordadas que tuvo el reciente plebiscito del pasado 4 de septiembre, es el nulo conocimiento previo de sus posibles resultados. Aunque uno podría argüir que todas las contiendas electorales tienen algún grado de incertidumbre, el evento inédito de este plebiscito con inscripción automática y voto obligatorio lo hacía especialmente imprevisible.

Si bien varias encuestas y estudios cualitativos mostraban desde hace varios meses una inclinación mayor o menor hacia el Rechazo, sus predicciones quedaron muy lejos del resultado final. Esa inclinación, además, parecía acortarse a medida que se acercaba el plebiscito, al punto que algunos encuestadores hablaban de un virtual empate entre ambas alternativas. Por lo demás, en los últimos años, las encuestas electorales se han equivocado varias veces en Chile y en otras partes del mundo (algo que a las empresas encuestadoras no parece importarles demasiado). Un modelo predictivo matemático sostenía, a días del plebiscito, que el Apruebo resultaría ganador, basándose en mediciones de menciones e inclinaciones en redes sociales. Antes del plebiscito, de uno y otro lado de la contienda declaraban estar seguros de su triunfo.

Después del plebiscito, muchos de los que apoyaron el Apruebo están todavía estupefactos frente a la apabullante victoria del Rechazo.

Desde este lado, se han ensayado varias explicaciones del resultado: la inclinación conservadora y neoliberal de la ciudadanía después de 40 años viviendo en este modelo, la campaña de terror del Rechazo basada en desinformación y mentiras (apoyada en buena medida por los medios de comunicación tradicionales), la traición de los sectores más conservadores de la ex Concertación que fueron las caras visibles de la campaña del Rechazo, la creciente merma de la legitimidad de la Convención por la serie de reprochables acciones y opiniones de sus miembros (abriendo una brecha entre la población y el proceso), el plebiscito como voto de rechazo al Gobierno y a la clase política en general y, muy especialmente, la ignorancia y falta de educación de los electores como corolario de todas las anteriores (que no habrían leído siquiera el texto constitucional propuesto y, quienes lo hicieron, no lo habrían entendido).

Del otro lado (desde la derecha), la razón del triunfo del Rechazo es solo una: la sabiduría de la población en evaluar tanto negativamente la Convención («fue un circo») como el texto mismo. La gente habría visto que este último consistía en un popurrí de ideas ultraizquierdistas que atentaban contra la tradición política y constitucional chilena, aseguraban derechos a delincuentes y terroristas, iban a contramano de la cultura de la nación y ponían en riesgo los muchos logros alcanzados por la mayoría de la población en las últimas décadas.

Más allá de cuáles sean las razones efectivas del triunfo del Rechazo (y análisis y estudios seguirán realizándose por largo tiempo), lo cierto es que tanto antes del plebiscito como ahora nos encontramos en la absoluta oscuridad respecto de los motivos de la alta participación y del resultado, especialmente de lo que sucedió con aquellos sectores populares o de ingresos bajos o medio-bajos que nunca antes habían votado y que ahora se inclinaron mayoritariamente por el Rechazo. El objetivo de esta columna no es criticar las investigaciones y metodologías de las ciencias sociales, sino hacer notar que dicho desconocimiento se debe fundamentalmente a la nula conexión entre la política institucional y la vida cotidiana de gran parte de la población. Esta idea está muy lejos de ser nueva, pero lo significativo es que hasta ahora esos otros desconocidos no importaban demasiado porque no tenían ninguna incidencia en el devenir del país.

Para una buena parte de la izquierda, la ausencia de esos otros era una clara manifestación de la ilegitimidad o, al menos, de la debilidad del sistema democrático posdictadura. Algunos pensaban –ahora sabemos que erróneamente– que cuando los otros participaran electoralmente las cosas cambiarían. Desde el punto de vista de la derecha, los otros eran el símbolo del desinterés natural de la gente por la chimuchina política (en la que, paradójicamente, ellos mismos participan) y de que la población solo buscaría que alguien los ayudara un poco con sus problemas inmediatos («los problemas reales de la gente»), porque ya pueden resolver la mayor parte de estos de manera individual a través de la libertad de elección, de consumo y emprendimiento. Para la derecha, el objetivo de la política es simplemente asegurar que esas libertades puedan desenvolverse sin obstáculos.

La participación del 86% de la población en edad de votar en el reciente plebiscito, aun siendo de carácter obligatorio, debe hacernos repensar nuestra visión de la política chilena. Para la derecha, el triunfo del Rechazo aparece como un triunfo de sus ideas y de que la población no está a favor de cambios radicales –refundacionales– al modelo. Sin embargo, esta conclusión es un salto al vacío, porque en realidad desconocemos las razones que están detrás del resultado. Para la izquierda, en cambio, el triunfo del Rechazo, con este nivel de participación, es una derrota estrepitosa de todo su proyecto político actual. ¿Cuál era ese proyecto?

[cita tipo=»destaque»]El actual rechazo trasversal a los partidos políticos es completamente entendible si miramos lo que ha sido su actuación en los últimos 30 años.[/cita]

Con el estallido social de octubre de 2019, la izquierda institucional vio una oportunidad única de modificar todo el modelo político, económico y social posdictadura de una sola vez, a través de un cambio constitucional. La tesis era que todas las grandes transformaciones que se habían querido llevar adelante durante las últimas tres décadas habían chocado una y otra vez con la Constitución del 80 y que, para poder responder efectivamente a las demandas ciudadanas, había que cambiar primero la Constitución (como si para realizar transformaciones siempre fuera necesario un marco constitucional ad hoc). Se asumía en ese entonces que el estallido era el giro político que haría posible esta vía constitucional.

El problema de esta tesis es que pretendía transformar la cultura política entera del país a través de un cambio institucional/constitucional y no al revés: que un cambio en la cultura política llevara orgánicamente hacia una nueva forma institucional. Es decir, se creía que, instantáneamente, sin ningún tipo de esfuerzo y de trabajo político real y con los mismos partidos igual de debilitados e impugnados de antes, se podía lograr una transformación total del país. En términos coloquiales, la izquierda puso la carreta delante de los bueyes. Y así, durante los últimos años, hemos estado sumergidos en el proceso constitucional sin darnos cuenta de que, en realidad, desconocíamos profundamente la vida cotidiana de los ausentes, esos otros que hoy sí estuvieron presentes rechazando masivamente la propuesta de nueva Constitución.

La primera gran lección del plebiscito del 4 de septiembre es que cualquier proyecto transformador debe ser con los otros. Esto no quiere decir en ningún caso que debamos conocer a esos otros para poder entregar una oferta programática ad hoc que asegure votos y escaños en el Parlamento. Esta instrumentalización sería repetir el error de separar a la política de los otros. Una política con los otros es una política que se sumerge en la vida real de la población, que conoce sus anhelos y desventuras y que, desde ellos, propicia su proyecto transformador. No es una política que simplemente convence a esos otros desde su supremacía moral autoasignada, sino que se deja también convencer por la práctica política cotidiana y por la moral de los otros.

Así, por poner un ejemplo, no es posible un feminismo (o un ecologismo) en abstracto o teórico, un feminismo correcto que habría que enseñar a los demás. Un feminismo tiene sentido transformador solo si conecta con y emerge desde el mundo de la vida práctica de los otros, aunque eso signifique modificar la imagen idealizada del feminismo que propugna la izquierda actual. De igual forma, una política transformadora no puede desdeñar la importancia del esfuerzo para las personas, aunque sea un esfuerzo individual, y el sentido fundamental que este tiene en sus vidas –muchas de las respuestas de aquellos que votaron Rechazo, en el reportaje tan comentado de Ciper, hacían referencia a la no heredabilidad (de las casas, de las pensiones) hacia los hijos, algo que para las personas es completamente inaceptable porque no reconoce el sentido de su esfuerzo–. Una política con los otros reconoce la relevancia de ese esfuerzo y sacrificio, pero también muestra que este es perfectamente compatible con el aseguramiento de derechos básicos universales y con una mejor distribución de la riqueza.

Una segunda gran lección refiere al problema de la legitimidad electoral. Hacia el fin de la dictadura, la izquierda se dividió entre aquellos que consideraban al sistema político como moralmente ilegítimo y, por lo mismo, no podían ser parte de este (ni como candidatos ni como electores); y aquellos institucionalizados que participaron del sistema y que eran tachados (por la otra izquierda) de «vendidos» o «de derecha». La consecuencia inmediata de la alta participación en el plebiscito es que el camino electoral hoy se ha vuelto legítimo. Independientemente de su obligatoriedad, lo que vimos el 4 de septiembre fue que la población concurrió en masa a las urnas seleccionando –por la razón que haya sido– una de las alternativas que el sistema institucional había propuesto a votación. Por esa sola acción, hoy no es posible una división entre el camino transformador «por fuera» y el «por dentro», simplemente porque la gran mayoría de la población se manifestó ahora desde adentro.

Las protestas que han emergido posteriores al plebiscito, que podemos quizás empáticamente entender desde la rabia y el malestar de ciertos grupos, hoy pierden mucho del sentido que habían tenido en los últimos 30 años, porque hasta ahora se fundaban sobre la base de la ilegitimidad de un sistema en el que, más o menos, la mitad de la población no participaba. Estas protestas posplebiscito, de hecho, solo abren aún más la brecha entre la política transformadora y los otros, porque parecen negar los resultados del plebiscito. A riesgo de sonar impopular, mi opinión es que una política transformadora con y desde los otros solo puede ser llevada adelante bajo el formato de partido. Voy a dar un ejemplo histórico de esto.

La inesperada emergencia de los pobladores en los años 80 del pasado siglo como agentes de lucha ha sido explicada por una parte de la historiografía como el resultado de la proscripción de los partidos políticos durante la dictadura. Los pobladores (el pueblo), ya liberados del control partidista, fueron capaces entonces de alzarse contra los militares. En un estudio muy subvalorado, realizado a comienzos de los 90 por la cientista política Cathy Schneider, se propone exactamente lo opuesto.

Primero, que la lucha no se dio en todas las poblaciones y que, incluso, en muchas de las poblaciones con mayores necesidades económicas no hubo casi protestas. Segundo, que muchas de las poblaciones más activas tenían en común la existencia de militantes comunistas de base, que fueron agentes organizativos trascendentales en la lucha. Estos militantes no estaban inscritos en el partido para acceder a cargos públicos, no eran operadores ni políticos, eran solo pobladores que habían crecido en familias comunistas (con padres y abuelos comunistas), que habían convencido a otros de sumarse al partido y, al final, habían contagiado a otros pobladores, comunistas o no, de que la lucha era legítima y necesaria. A esto es a lo que me refiero por partido.

El actual rechazo trasversal a los partidos políticos es completamente entendible si miramos lo que ha sido su actuación en los últimos 30 años. Se trata, en la mayoría de los casos, de partidos sin militancia activa, orientados hacia fines meramente electoralistas, llenos de operadores y de casos de corrupción. Además, el encuentro más directo entre las personas y los partidos ocurre durante las elecciones, en las que los políticos aparentan comprender la vida de los otros y realizan promesas que, muy raramente, se cumplen. Pero esta historia de decepción con los partidos existentes no debiera impedirnos poder reivindicar el formato de partido, no para avalar el mantra de que «los partidos son fundamentales para la democracia», sino para desarrollar una política transformadora con y desde los otros.

Con «formato de partido» (y lo pongo en esos términos para implicar que lo que importa es la forma, no el nombre) me refiero a un conjunto organizado de personas (militantes, integrantes, como sea) que comparten una mirada común del mundo, que desarrollan una estrategia política de acción y que actúan disciplinada y colectivamente en función de esa estrategia para alcanzar sus objetivos compartidos. Y, lo más importante, son organizaciones que se insertan orgánicamente en todos los espacios de la vida social, es decir, que hunden sus raíces en el mundo de los otros, que están habitadas por los otros. En ese instante, la distancia entre unos y otros se termina: los otros pasan a ser nosotros. No importa mucho si estas organizaciones asumen el modelo de los partidos obreros del siglo XX (los que existen u otros a crear) o un nuevo modelo más propio de este siglo, lo único que importa es que, sin organizaciones de esta naturaleza, la crisis política que vivimos no tiene fecha de término y la política como mercadotecnia (como oferta y demanda), es decir, una política sin los otros, será siempre la única política posible.

Con el plebiscito, la vía constitucional como proyecto transformador se termina. Es posible que, eventualmente, el proceso constitucional que vivimos concluya con una nueva Constitución (aunque no estará ni cerca de parecerse a la que se rechazó el 4 de septiembre). Sin embargo, este intento no es el fin de la historia. Quizás lo que ocurrió sirva para comprender que no es posible saltarse las etapas que llevan a la construcción de una fuerza política transformadora. Y esto no es posible, no tanto porque al final del día este salto pueda ser rechazado, sino porque dicho salto no fue, en primer lugar, con y desde los otros.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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