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La haine, la rabia y la pena Opinión

La haine, la rabia y la pena

Rodrigo Álvarez Quevedo
Por : Rodrigo Álvarez Quevedo Abogado de la U. Adolfo Ibáñez. Profesor de Derecho Penal, Universidad Andrés Bello. Abogado Asesor, Ministerio del Interior (2015-2018)
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Haría bien que muchos en el Gobierno, que parecen no haber vivido el abuso ni tampoco ser capaces de sentirlo, que son incapaces de ver la calle, al menos vieran La Haine. Quizás podrían buscar respuestas diversas al castigo. Tal vez comprenderían un poco la rabia.


“¡Es fácil apuntarnos con armas! Solo tenemos piedras”, grita un manifestante a decenas de policías durante los disturbios. “¿Has oído hablar del muchacho que cayó de un rascacielos? Durante su caída, mientras pasaba por cada piso, se alentaba a sí mismo diciendo: hasta ahora todo va bien, hasta ahora todo va bien, hasta ahora todo va bien… Lo importante no es la caída, es el aterrizaje”. Luego una molotov cae e incendia una imagen del mundo, y aparecen grabaciones de marchas, bailes, disturbios, barricadas, saqueos, incendios, enfrentamientos, violencia de manifestantes y violencia  policial. Así comienza La Haine (Kassovitz, 1995), película francesa premiada y aclamada a lo largo del mundo.

La historia narra un día en la vida de tres adolescentes, Vinz, Saïd y Hubert –un judío, un árabe y un africano— en los suburbios marginales de París. L’avernir c’est nous, dice un grafiti en una pared detrás de Hubert, mientras pisa una jeringa antes usada por algún drogadicto. Le monde est a vous, dice un afiche publicitario cuando los tres jóvenes escapan luego de haber golpeado a un policía. La haine significa el odio, pero en algún sentido es una rabia prolongada en el tiempo. La rabia lleva al odio. La haine atrae a la haine, conversan los tres jóvenes en un baño.

Illkun significa enojo en mapudungun. En Las razones del illkun / enojo, de lectura necesaria para quien busque acercarse un poco más al conflicto, Martín Correa y Eduardo Mella muestran diversos antecedentes sobre siglos de abusos y despojos contra el pueblo mapuche.  La respuesta ante la rabia, particularmente en nuestra historia  reciente, ha sido siempre la misma. Negar a un legítimo otro (uno de nosotros) y declararlo enemigo: llamarlo terrorista. Sin mirarlo y sin pensar siquiera en las razones de sus pretensiones o en la mayor o menor legitimidad de sus demandas. Ante siglos de abusos se responde con represión y castigo: una pena.

Hoy la rabia y el enojo acumulados por décadas han explotado. Quemas del metro, incendios, saqueos, barricadas, entre otros. Delitos varios que, en estos días no está de más decir,  son todos graves; algunos terribles. Reaparece la imposibilidad de mirarnos y entendernos. La lista de causas, aunque no siempre comprendida, es conocida por todos. Miles de nosotros en la marginalidad, creciendo y viviendo en la desigualdad y la segregación. Los niños nunca estuvieron primero, en un Chile que no creció contigo. Generaciones de olvidados, como denunciaba Buñuel hace unos 70 años que bien podrían ser hoy. Desigualdad, Sename, salud, educación, AFP, agua, CAE, PSU, Corrupción, Penta, Pacogate, SQM, Caval, colusión, impunidad, las violaciones a Derechos Humanos, y un largo etcétera. No es que todos necesariamente hayan sido víctimas directa del abuso o de todos los abusos, pero para muchos conocerlo permite sentirlo. La rabia es transversal en las demandas. Pingüinos el 2006 y estudiantes el 2011 no fueron escuchados. Tampoco feministas, no más AFP, ni ningún movimiento social más o menos articulado. No hubo posibilidad de conversar, ello se opone a la negación. La sociedad se dijo durante décadas: hasta ahora todo va bien, hasta ahora todo va bien… La caída fue de más de treinta años y el aterrizaje fue violento. Reaparece el castigo.

La respuesta fue violenta. Se declaró la guerra y apareció la ley antibarricadas, ley antisaqueos, Ley de Seguridad Interior del Estado. Hoy vemos a una Ministra queriendo impedir dar la PSU a los jóvenes que participaron en el boicot. Esto, por muy malo que sea lo que hayan hecho, no es otra cosa que privarles –o al menos limitar severamente— de su derecho a la educación. La desproporción es evidente: ni siquiera la violación con homicidio limita el ingreso a la universidad. Vemos una Ministra que se querella, incluso contra menores de edad, por Ley de Seguridad Interior del Estado, que significa pedir, sobre los delitos comunes que podrían ser aplicables sin necesidad de querella, penas de hasta 10 años de cárcel. El Gobierno busca (aumentar) la pena.

La pena es en un sentido relevante la irrogación de un mal. Casi todos (supongo) estarían contra dar latigazos a alguien como castigo, pero pocos se detienen en lo que implica encerrar a alguien, privándolo de su libertad en condiciones miserables y cortando, o al menos erosionando, sus vínculos sociales y familiares. Es difícil verlo cuando se piensa en un otro como enemigo, pero la gravedad del castigo requiere que éste tenga siempre justificación, proporcionalidad, y sea un último recurso. La ultima ratio, dicen los penalistas. Obviamente la pena no es la respuesta a un problema político y social. El Derecho penal sirve de poco y nada, pero hay casos en que la pena es necesaria e inevitable. Sin embargo, para quien es incapaz de ver y comprender la rabia del otro suele ser la única respuesta posible.

Nils Christie, sociólogo y criminólogo noruego, entonces veinteañero, entrevistó a carceleros nazis condenados por crímenes contra sus prisioneros. “Hablé con todos aquellos que eran descritos como los peores monstruos que había creado el país, pero lo cierto es que no encontré a ningún monstruo, sino a gente común y corriente”, dijo. Se preguntaba luego: “¿de qué lado habría quedado yo a los 17 años si hubiera estado trabajando como carcelero allí arriba, en esa época, con un arma en la mano?”. Roberto Gargarellla, jurista argentino, señala que esta propuesta “no se trata de un ejercicio alegre de irresponsabilidad, sino de otro por completo contrario: un doloroso esfuerzo de empatía”.

En Il y a longtemps que je t’aime (2008, Claudel) un personaje cuenta que antes de ser profesor universitario dio clases en la prisión tres veces por semana y que nunca volvió a ser igual. Veía todo de otro modo, la gente, el cielo, el tiempo. “Todos los que conocí detrás del muro eran como yo, podrían estar en mi lugar y yo en el suyo, la línea es tan tenue”, dice. Y es que tal vez haya que acercarse a la rabia, el enojo y el dolor para ver que quienes lo padecen no son enemigos, ni terroristas, ni seres despreciables. Por eso Gargarella habla de la pena como castigar al prójimo; por eso Jesús María Silva Sánchez, seguramente uno de los más grandes penalistas vivos –quien no es precisamente de izquierdas, sino conservador y cercano a las derechas—, escribe Malum passionis, mitigar el dolor del Derecho penal.

Haría bien que muchos en el Gobierno, que parecen no haber vivido el abuso ni tampoco ser capaces de sentirlo, que son incapaces de ver la calle, al menos vieran La Haine. Quizás podrían buscar respuestas diversas al castigo. Tal vez comprenderían un poco la rabia.

Saïd cambia la V por una N: Le monde est á vNous, corrige. Es necesario pasar del lenguaje de los otros a uno del nosotros que permita al fin articular respuestas políticas y orientadas al entendimiento para las demandas sociales. Tal vez no verían solo la pena y aparecería la empatía.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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