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José Joaquín Brunner recuerda polémica con Tomás Moulian Opinión

José Joaquín Brunner recuerda polémica con Tomás Moulian

Entretanto, la historia del último medio siglo, como sea que la interpretemos, despejó casi todas esas incógnitas. Nos pone frente a un mundo donde las respuestas de las izquierdas revolucionarias del siglo pasado terminaron pulverizadas y se desvanecieron en el aire. La URSS desapareció, dejando tras de sí la memoria del Gulag. En Moscú está Putin y no los herederos de Lenin. China “comunista” –pensamiento Xi– es hoy un polo dinámico del capitalismo global. La idea misma de revolución se ha vuelto tecnológica y el Estado, cualquiera sea su economía política, es visto con sospecha como un Leviatán securitario o un ogro filantrópico.


Muy estimado amigo:

Nos invitan a hacer memoria de nuestra polémica de hace 20 años y yo acepto gustosamente. A fin de cuentas, esa discusión fue parte de la conversación que mantenemos hace más de medio siglo, desde los tiempos de la Feuc y la reforma de la UC, en el origen del Mapu y durante el Gobierno de la UP, en el seno de la Flacso y la construcción del campo intelectual durante la dictadura, como protagonistas de la renovación socialista y militantes en la lucha por recuperar la democracia y luego transitar hacia ella desde diferentes sensibilidades concertacionistas y de izquierdas, y de participar activamente en la academia, la sociología pública, en partidos y movimientos y los medios de comunicación.

Esta es la historia de un filón de la generación a la que pertenecemos, nacida hacia fines de la Segunda Guerra Mundial y que atraviesa décadas de enormes transformaciones del mundo y la sociedad chilena. Desde la Revolución en Libertad, a través de la frustrada revolución democrática de la UP, el golpe de Estado y la revolución capitalista neoliberal de Pinochet, la recuperación de la democracia por una estrategia de movilización institucional y la modernización de la sociedad chilena y su integración en el mundo globalizado, hasta el momento en que una nueva generación, nacida en torno a 1990, creó la ilusión de la emergencia de una nueva izquierda, que hoy veo naufragar en medio de la confusión y la ola de derechas que recorre a las democracias.

Pienso que aquella polémica del 2002, en pleno Gobierno de Lagos, fue nada más que un momento especial de esa conversación que desde los años 60 gira en torno a las formas de encarar desde las izquierdas los temas clásicos del capitalismo y su enorme poder creativo destructivo, que aprendimos a entender con Marx y Schumpeter. ¿Qué hacer?, ¿revolución o reforma?, ¿hegemonía popular o democracia?, ¿economía centralizada o mercados?, ¿Estado proletario o Estado de bienestar?, ¿partido de vanguardia o partido electoral de masas?, ¿socialismo o capitalismo?

Entretanto, la historia del último medio siglo, como sea que la interpretemos, despejó casi todas esas incógnitas. Nos pone frente a un mundo donde las respuestas de las izquierdas revolucionarias del siglo pasado terminaron pulverizadas y se desvanecieron en el aire. La URSS desapareció, dejando tras de sí la memoria del Gulag. En Moscú está Putin y no los herederos de Lenin. China “comunista” –pensamiento Xi– es hoy un polo dinámico del capitalismo global. La idea misma de revolución se ha vuelto tecnológica y el Estado, cualquiera sea su economía política, es visto con sospecha como un Leviatán securitario o un ogro filantrópico.

De modo que –agotados los paradigmas que hasta ayer nos permitían converger y disentir– la conversación de las izquierdas necesita hoy reconstruirse sobre otro piso. Y con otros enfoques. Por ejemplo, una aguda conciencia crítica (no negacionista) de las fuerzas transformadoras del capitalismo y sus alcances destructivo-constructivos; entre otros, su relación con el medio ambiente y la inminente catástrofe climática. Y, por lo mismo, un mejor entendimiento del delicado balance entre crecimiento de las fuerzas productivas e intereses comunes de la humanidad.

Pienso que las izquierdas que nos sucederán podrán encontrar inspiración, pero para superarlos, en paradigmas socialdemócratas, en concepciones democráticas con efectividad social, en anarquías organizadas a nivel de base y en culturas capaces de autorregularse y generar orden para mantener a raya las tendencias humanas a la violencia, la agresión y la depravación.

¿Será ese predicamento nuestro legado?

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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