Publicidad
A 100 años del putsch que hizo kaputt, sin malograr el huevo del reptil Opinión BBC

A 100 años del putsch que hizo kaputt, sin malograr el huevo del reptil

Gilberto Aranda B.
Por : Gilberto Aranda B. Profesor titular Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.
Ver Más

El Putsch de la Cervecería advierte la destreza para hacer prevalecer un relato por parte de todo aventurero, u outsider, que explota el malestar social contra los políticos sindicados de servir sus intereses egoístas, que es otra manera de decir que traicionan a sus electores.


El 8 y 9 de noviembre de 1923 no fueron unas jornadas más en la naciente República alemana de Weimar. Con apenas cuatro años de vida, a la hiperinflación que afectaba al marco se había agregado la sensación de derrota, resultado de la rendición alemana en la Gran Guerra, y la humillación provocada por un tratado que amputaba territorios, limitaba al ejército, prohibiendo ampliaciones, y sobre todo exigía enormes reparaciones.

Para colmo, en enero de ese año la región del Ruhr fue ocupada por fuerzas franco-belgas, dado que el Estado presidido por el socialdemócrata Friedrich Ebert no estaba pagando integralmente las indemnizaciones establecidas por Versalles. Incluso, fue proclamada la República Renana de Aquisgrán, mientras el gobierno germano respondía con la “resistencia pasiva”, que implicaba detener la producción de carbón y acero.

Así, la recesión económica, sumada a la inestabilidad política, fueron parte de una “tormenta perfecta”, aderezada por sucesivos levantamientos contra un Ejecutivo cuasiimpotente en la función legitimadora y que se escoró en la represión para neutralizar desde la sublevación de Kapp a la revuelta obrera del Ruhr en 1920, síntomas de la doble polarización de la población alemana respecto tanto de la democracia representativa como del capitalismo.

Al igual que otros putsch, este apuntaba originalmente a un motín abrupto, aparentemente mal organizado, que no logró sus objetivos y fue derrotado. Según Eduardo González Calleja (2003), los putsch originalmente fueron singularizados como un complot contrarrevolucionario desde afuera del Estado con el involucramiento de segmentos de la sociedad civil, aunque más tarde se especificó que es una sublevación directa y agresiva, en medio de un clima de crisis, que suele contar con el concurso adicional de una parte de las fuerzas armadas, haciéndolos una variante de los modernos golpes de Estado.

Ese de noviembre de 1923 sería conocido por sus efectos posteriores. El Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán –conocido como Partido Nazilogró efectismo al capturar la atención nacional por medio de una espectacular acción iniciada en la cervecería Bürgerbräukeller de la capital bávara de Múnich, el lugar donde su líder, Adolf Hitler, profería discursos etnocéntricos contra el separatismo regional, con una retórica de aversión internacionalista, ya fuera financiera o bolchevique, detrás de la cual siempre estaba su arraigado prejuicio judeo-fóbico.

Sobre la hostilidad hacia Francia o cualquier otro enemigo externo, estaba el cuestionamiento a la clase política doméstica casi en su conjunto marxistas revolucionarios, socialdemócratas, centristas católicos o liberales, e incluso pacifistas–, que en su visión, y de la derecha ultraconservadora y su ala más extrema, era la verdadera responsable de la derrota alemana y su decadencia después, motejándolos de “criminales de noviembre”, por el mes en que se negoció el armisticio.

La conspiranoica teoría del “apuñalamiento por la espalda” que Paul von Hindenburg esgrimió ante la comisión de la Asamblea Legislativa acusaba precozmente la existencia de maniobras secretas y planificadas para descomponer al ejército y provocar su fracaso militar.

La traición era la causante de lo males mayores que Alemania sufría y Hitler juró redimir al país de aquella lesiva felonía. Para ello, articuló un plan para hacerse del control del gobierno de Bavaria y desde allí marchar hacia el norte, derrocando al gobierno federal alemán en Berlín.

El método estaba inspirado en el resurgimiento nacional tras el declinismo, a la manera de Mustafa Kemal, que rescató la Turquía moderna de la ruina otomana y, sobre todo, a partir de la marcha sobre Roma de los fascistas de Mussolini en octubre de 2022. Su apuesta respondía a su primigenia “visión” para la emergencia de un gran Reich alemán unificado, donde la comunidad estaría definida por la pertenencia a una raza, una versión del pangermanismo rabiosamente antirrepublicano.

Hitler y el héroe de Tannenberg, el general Ludendorff, unido al círculo complotador, habían accedido en marzo de 1923 a una entrevista con el comandante en Jefe del Ejército alemán, Von Seeckt, un militar monárquico designado por los dirigentes del Estado que podía coincidir en los fines, aunque divergía en el método y la oportunidad.

Más suerte tuvieron con el líder de la VII región militar apostada en Baviera, Von Lossow; el presidente del gobierno de Alta Baviera, Von Kahr; y el jefe policial bávaro, Von Seisser. La idea original era que los tres fueran parte de un gobierno dirigido en la cima desde Berlín por Von Seeckt, a partir de una sublevación fijada para el 11 de noviembre, pero el horno no estaba para bollos. La gran coalición del nuevo canciller Stresemann, estrenada en agosto de ese año, además de renegociar el pago de las reparaciones, estaba restableciendo el diálogo con Múnich. Von Seeckt se desolidarizó con el movimiento y el triunvirato decidió reunirse con las organizaciones antirrepublicanas para disuadirlos de un enfrentamiento con el poder central.

Pero era demasiado tarde y Hitler decidió adelantarse, interrumpiendo el discurso del 8 de noviembre de Von Kahr en la cervecería. Con un tiro al techo y al grito de “¡la revolución nacional ha comenzado!”, anunció el cese de las autoridades de la región y el país, las que serían reemplazadas por él mismo, Ludendorff y sus tres aliados. Sin embargo, no contaba con que el triunvirato cambiaría de bando, alertando a Berlín de movilizar las fuerzas locales y centrales.

Ante la perspectiva de una marea contraria, Hitler y los suyos apostaron todo a la propaganda de una marcha sacrificial al frente de sus seguidores, avanzando ante una multitud enfervorizada que solo se detuvo ante un cordón policial.

Rápidamente se abrió fuego cruzado, concluyendo el putsch con 16 nacionalistas muertos y un Hitler eludiendo su captura durante dos días y pensando seriamente la opción suicida. Pero sobrevivió y fue detenido y acusado de alta traición, con una pena abreviada que cumplió en la prisión de Landsberg, lugar donde escribió Mein Kampf, con los delirantes detalles de su programa político. Inició así una carrera inexorable para convertir al partido nazi en la primera mayoría relativa del Reichstag en 1930, hasta ocupar la cancillería en 1933.

El Putsch de la Cervecería advierte la destreza para hacer prevalecer un relato por parte de todo aventurero, u outsider, que explota el malestar social contra los políticos sindicados de servir sus intereses egoístas, que es otra manera de decir que traicionan a sus electores, pero también puede ser visto arquetípicamente sobre cómo una derrota política pasajera llega a pavimentar el camino del éxito futuro, tan común en América Latina bajo la figura de un líder eterno por voluntad popular o del cirujano de hierro capaz de imponer el orden al caos.

Como sugiere la película de Bergman de 1977, a un resentimiento extendido, algunos pueden agregar el impaciente idealismo que al ser interpelado por la promesa de un porvenir de grandeza y sacrificio devenga en sangre y fuego. Es que una década antes de la asunción del führer, ya en el Putsch de la Cervecería, podía verse, tras la fina membrana del huevo descascarándose, al reptil ya formado.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias