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El voto obligatorio EDITORIAL

El voto obligatorio

El voto voluntario aumenta la influencia del dinero en las campañas electorales y, también, en países plurales como el nuestro, provoca una disminución de la participación electoral. De ahí que el voto obligatorio sea algo deseable. La anomia política e institucional que experimenta el país, con presiones de fragmentación social, debe detenerse con fomento ciudadano en la política nacional, y con derechos y deberes efectivamente ejercidos. Por el pueblo, para el pueblo y con el pueblo.


Los sistemas electorales son esenciales para definir la calidad de una democracia. Cómo se estructuran y funcionan es lo que permite realizar la selección de autoridades y la representación política propias de las democracias. Son también una señal práctica de los índices de confianza política, adhesión y legitimidad de todo el sistema. Esto, sea el voto de sus ciudadanos voluntario u obligatorio. 

Naturalmente, no es igual el ejercicio voluntario del voto que el obligatorio. En materia de legalidad, los resultados son iguales, pero el ejercicio obligatorio, que en una primera mirada podría parecer un indicativo negativo sobre la cohesión ciudadana del sistema, que obliga a un ejercicio de premios y castigos para hacer efectivo un derecho, en realidad debe mirarse como orientado a una pedagogía de responsabilidad ciudadana que resguarda el civismo como un rasero común a todos, y que fomenta la cohesión social. La lección es que las sociedades abiertamente desiguales no se reconocen a sí mismas como integradas y, con voto voluntario, tienden a desafectarse.  

Por ello, en la discusión en curso en el Congreso Nacional para reponer el voto obligatorio, no interesa tanto la mecánica electoral como la oscilación política del país, entre una intensa participación y una extrema apatía, en trazos relativamente cortos de tiempo. Ello parece una señal de debilitamiento político y cultural de las personas acerca de los mecanismos de representación electiva, además de un problema de falta de cohesión del cuerpo social y una tendencia a la desafección democrática.

Las tasas de participación electoral están en el país en torno al 40% del padrón efectivo. Incluso menos, como ocurrió con la segunda vuelta de la elección de gobernadores, o con la elección de constituyentes, temas relevantes y de alta demanda de la ciudadanía.

En todo caso, el escurrimiento electoral hacia la apatía y el ausentismo se dio ya hace algunos años con el antiguo sistema de voto obligatorio e inscripción voluntaria. Si se toman las estadísticas de las elecciones generales de 1997, entre votos nulos, blancos, abstención y los no inscritos, la tendencia al No Voto cubría alrededor del 46%  del padrón potencial. Hoy, los guarismos son parecidos, con inscripción automática y voto voluntario. Diez años antes, en 1988, para el plebiscito por el Sí y el No, con primera inscripción electoral, el 88% fue a votar.

Así, es razonable pensar que la desafección actual es un problema de la democracia y del sistema político del país en sí, y no uno de ejercicio del voto. Lo que sería el resultado de la traumática interrupción de la democracia en 1973 y de la escasa voluntad de los actores políticos de 1990 por recomponer e impulsar la cultura cívica. 

La estrategia del voto voluntario fue una política impulsada por el gobierno y la oposición de los años 2004 y siguientes. Su aprobación (Ley 20.337) tuvo como título “Reforma Constitucional que modifica los artículos 15 y 18 de la Carta Fundamental, con el objeto de consagrar el sufragio como un derecho de los ciudadanos (sic) y de su inscripción automática en los Registros Electorales”. Iniciativa de los senadores José Antonio Viera-Gallo, Antonio Horvath, Sergio Romero y Alberto Espina, juntaba algo necesario –la inscripción automática– con algo poco acertado –el voto voluntario–. Según la Historia de la Ley, el entonces Presidente de la República, Ricardo Lagos Escobar, en su Mensaje al Congreso el 21 mayo de ese año, hizo un llamado a los parlamentarios para que aprobaran la inscripción automática en los Registros Electorales y el voto voluntario. 

Los errores pueden y deben revertirse. Volver al voto obligatorio parece más que razonable, habida consideración, también, de que fue un puntal del proceso de ampliación de nuestros derechos políticos, desde 1920.

Hoy, veintisiete Estados soberanos tienen voto obligatorio. El primero en aplicarlo fue Bélgica, a finales del siglo XIX. Luego Argentina (1914), Australia (1924) y, en diferentes épocas, otros. Entre ellos se cuentan Bolivia, Brasil, Costa Rica, Ecuador, Egipto, Grecia, Luxemburgo, México, Perú, Singapur y Uruguay. Los latinoamericanos son once en total, luego que Venezuela lo aboliera en 1994. 

Es un hecho histórico que el voto voluntario aumenta la influencia del dinero en las campañas electorales. Y, también, que en países plurales como el nuestro, su voluntariedad se orienta a una creciente disminución de la participación electoral. 

Lo que ocurre hoy en el país confirma tales asertos. De ahí que el voto obligatorio sea algo no solo opinable sino también deseable. La anomia política e institucional que experimenta el país, con presiones de fragmentación social, debe detenerse con fomento ciudadano en la política nacional, con derechos y deberes efectivamente ejercidos. Por el pueblo, para el pueblo y con el pueblo.

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