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Crítica de cine: “Magia a la luz de la luna”, los amores difíciles Un largometraje escrito y dirigido por Woody Allen (1935)

Crítica de cine: “Magia a la luz de la luna”, los amores difíciles

La nueva película del icono cultural que es el realizador estadounidense, vuelve a conmover nuestra cartelera de fines de temporada, justo cuando se prepara para cumplir las ocho décadas de vida. Con las actuaciones estelares del inglés Colin Firth y de la norteamericana Emma Stone, esta cinta puede ser entendida como una segunda parte de “Medianoche en París”. Filmada en impresionantes parajes de la Provenza francesa, el autor nuevamente aborda el romanticismo de la década de 1920, el enigma del azar en el nacimiento de la pasión, y el contraste de un pensamiento religioso frente a otro racionalista y científico. Quizás no se trate de su mejor crédito dramático, pero sí de uno de sus títulos audiovisuales más logrados, esto gracias a los movimientos de su cámara y a la calidad de su fotografía.


“Comprendí que ese tráfico estéril de ideas y sentimientos había abierto un camino hasta las selvas más densas del corazón, y que allí nos convertíamos en siervos de la carne, dueños de un conocimiento enigmático que sólo podía ser transmitido, recibido, descifrado, entendido, por los pocos seres que son nuestros complementarios en el mundo. (¡Cuán pocos y qué raras veces se los encuentra!)”.

Lawrence Durrell, en Justine

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El instante en que nace un amor a primera vista. Por los perímetros de esa idea artística, transita la estrategia fílmica de esta nueva entrega anual, la cuarenta y nueve como director, de Woody Allen, el legendario creador nacido en Brooklyn, Nueva York, hace casi 80 años.

Así, Magia a la luz de la luna (Magic in the Moonlight, 2014), recorre las temáticas que a su realizador le han hecho ganarse un lugar en la historia del cine: su reflexión en torno a las relaciones de pareja, entre un hombre y una mujer, su existencialismo ateo sin ser un anti cristiano, y el misterio del por qué algunos seres humanos, llegan a ser tan importantes en nuestra bitácora personal, mientras que otros, pasan a ser intrascendentes y meros accesorios, de una vitrina decorada a la rápida, igualmente íntima.

Al revés de muchos títulos de Allen, aquí el poder de las evocaciones literarias y simbólicas de su guión, marchan en paralelo, y hasta con un menor grado de elaboración, nos atrevemos a decir esta vez, que las propuestas narrativas de una cámara llamativa en su contemplación de la realidad, y versátil y audaz, en su composición de planos y de ángulos, a fin de construir el espacio dramático y el relato de su tiempo diegético y ficcional.

La fotografía y la dirección de arte, asimismo, complementan, casi con un manejo pictórico de la luz y de los detalles del encuadre, el esfuerzo del equipo realizador por aprovechar la belleza despampanante de la Provenza francesa, en el desarrollo de esta película de época, que lanza los hilos de su trama, por el año de gracia de 1928.

Durante el verano de ese período de entreguerras, al incrédulo mago e ilusionista inglés, Stanley (Colin Firth), se le encomienda la tarea de desenmascarar los supuestos métodos engañosos de una médium espiritista, la señorita Sophie Baker (Emma Stone), quien estaría estafando con sus falsos poderes sobrenaturales, a ricas familias estadounidenses e inglesas, que disfrutan de sus vacaciones estivales en la Costa Azul gala.allen2

De esa base argumental, Woody Allen se sirve para exhibir un lenguaje audiovisual que destaca por lo inédito de sus giros y movimientos de lente, y por la sutileza de un montaje que se entrega a las exigencias de una fotografía preciosista, la que referencia a la pintura impresionista del siglo XIX y a los motivos estéticos de un Vincent Van Gogh.

Como ejemplo de esto que afirmamos, se pueden citar las secuencias que registran las caminatas por el jardín de los roles protagónicos, en la mansión de los Catledge, y los paseos en automóvil de la misma pareja, a través de las carreteras que se deslizan al borde del mar; ambos fotogramas, traspasados por la luz madura previa al crepúsculo. Pasajes a los que se le agrega esa hermosa escena que bautiza el nombre del filme: cuando Stanley y Sophie se refugian en un observatorio astronómico de la campiña, para protegerse de la lluvia (un factor ambiental predilecto del realizador neoyorkino), y entonces miran juntos el cielo oscuro, habitado de estrellas colgadas, las que son sostenidas por la extensión incomprensible del universo.

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En efecto, los impulsos artísticos, cinematográficos e ideológicos acá desplegados por el director, no sólo citan a sus mejores trabajos, Annie Hall (1977), Manhattan (1979) y Medianoche en París (2011), sin ir más lejos; sino que a créditos fílmicos de otros realizadores, algunos antiguos, otros más cercanos en el tiempo: a El jardín de los Finzi-Contini (1970), de Vittorio De Sica, por el escapismo psicológico de la mayoría de su reparto y por la belleza de su puesta en escena; a La dolce vita (1960), de Federico Fellini, por el retrato del ocio, la religiosidad y el esoterismo de cierto sector de la alta burguesía europea; y a piezas de Éric Rohmer, como El rayo verde (1986), y a la reciente La vida de Adèle (2013), del realizador tunecino Abdellatif Kechiche, por su ahondamiento en la búsqueda del amor verdadero, y por el intento de perpetuar, en un formato audiovisual, el instante misterioso, ilusorio e inaprensible, de la pasión a primera vista.

Una de las características de las producciones de Woody Allen, proviene de los apellidos actorales que adhieren a éstas: es sabido que para cualquier intérprete de fama, contar con un crédito del estadounidense en las espaldas de su currículum, significa una medalla y un reconocimiento. En esta oportunidad, aquel rasgo confirma la regla, en un elenco donde lucen Colin Firth (gracioso y flemático en su encarnación del “pesado”, descreído y ególatra Stanley), la confirmación que supone este papel para el talento de Emma Stone (seductora y cautivante en su rol de Sophie), y el acompañamiento de consagradas actrices como la británica Eileen Atkins (la tía Vanessa) y la australiana Jacki Weaver (que las hace de la crédula matriarca de los Catledge).

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Por lo general, la fortaleza de las cintas del director acá comentado, deviene del peso estético y literario de su guión, no por nada, el escritor de Match Point (2005) es considerado uno de los mejores libretistas de todos los tiempos. En la ocasión, sin dejar de lado la acostumbrada profundidad argumental de los textos de Allen, sus fueros propiamente fílmicos superan a los hermenéuticos, que siguen siendo atractivos y novedosos, pese a la insistencia de su ofrecimiento: la incertidumbre e inestabilidad vertebrales, que afectan a cualquier biografía humana; la necesidad de encontrarle un sentido trascendental y satisfactorio a la vida (sin que necesariamente éste, sea del tipo “metafísico”); la rivalidad de una mentalidad científica y racionalista, frente a otra que se inclina por una explicación mágica e irracional de los fenómenos numerosos y sin un origen claro de la existencia; la preeminencia del amor erótico (dentro ya de una escala espiritual), como el principal afecto y emoción que empuja a los hombres, en la formulación moderna de un Gustave Flaubert (“La educación sentimental”) y de un Charles Dickens (“Grandes esperanzas”), este último, mencionado en uno de los diálogos de la película.

Y la banda sonora, el soundtrack del largometraje: un apartado y un tópico en sí mismo, a lo largo de las piezas del artista norteamericano. Léase y escúchese: Cole Porter, Igor Stravinsky, Maurice Ravel, Beethoven, el corno de Bix Beiderbecke y las voces de Leo Reisman y la alemana Ute Lemper (de fugaz aparición, también, en la escena de un cabaret a los inicios de la cinta).

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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