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Necesidad de justicia Opinión

Necesidad de justicia

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Loreto Hoecker y Mauricio Salinas
Por : Loreto Hoecker y Mauricio Salinas Socióloga con especialización en criminología, profesora Academia Humanismo Cristiano y Abogado penalista y secretario de la Corporación Ciudadanía y Justicia.
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Quedaron fuera de la conversación social las definiciones favorables a humanizar la justicia y el sistema penitenciario, así como a regular su aplicación –Chile es casi el único país que no cuenta con una ley de ejecución de penas–. Se abandonó la perspectiva de procesar los conflictos sociales y problemas de los infractores de ley, para ir disminuyendo por esa vía las posibilidades de reiteración de las conductas dañosas. Se renunció a la búsqueda de otras respuestas distintas de la sanción carcelaria o de encierro, a establecer caminos de mediación del conflicto y de reparación por el daño causado, a esforzarse en evitar la estigmatización e insertar socialmente al infractor de ley, buscando así frenar las carreras delictuales.


El país ha estado estremecido por una diversidad de hechos que han develado una preocupante crisis de la justicia y de su legitimidad. Los casos de Ámbar, Pradenas y otros en que la gente masivamente y en todos los lugares cacerolea en las ventanas o protesta en las calles para exigir “justicia”, son claras muestras de ello. ¿Cómo llegamos a esto?

A partir de los años 90 se instaló en el país, a través de un sistemático e intencionado proceso, la ideología de la “inseguridad ciudadana”. Se trataba de un dispositivo central para el control de los efectos de la cultura del exacerbado consumismo, competencia, individualismo y de la ruptura del lazo social, así como de “la nueva cuestión social” –precariedad laboral, desigualdad, desprotección, inseguridad, segmentación, exclusión y segregación social– inherentes a la instalación del modelo neoliberal. El discurso del incremento y descontrol del delito se hizo presente en los medios de comunicación de manera reiterada. El miedo fue y es instigado constantemente, exhibiendo y utilizando groseramente el sufrimiento de las víctimas.

Por supuesto, se refería principalmente a los delitos de hurto y robo en sus distintas variantes y, en general, al denominado delito común, que es el que se produce mayoritariamente en los estratos sociales pobres, excluidos, marginalizados y estigmatizados.

Los mismos que instalaron el concepto de “inseguridad ciudadana” reducido al problema del delito común (en particular Paz Ciudadana), crearon la noción de “delitos de mayor connotación social” que, por supuesto, refería a lo mismo y también crearon el “índice de inseguridad”, que iba reflejando el creciente temor a ser víctimas del delito común, mostrando una tasa de incremento bastante superior al que efectivamente se producía. La construcción de la subjetividad que se buscaba iba dando resultados.

[cita tipo=»destaque»]No podemos pensar en ir hacia un proceso de profundización democrática sin hacernos cargo de que necesitamos otra justicia, una que pueda dar cuenta de la masiva demanda de igualdad ante la ley, por la ley y en la ley. De protección frente al sistemático y naturalizado abuso de los poderosos y al daño por la corrupción, el delito de cuello blanco, la violencia de género y el delito común, incluyendo el narcotráfico, junto a las garantías procesales y del sistema penitenciario, propias de una democracia. Asimismo, necesitamos dialogar respecto de otra política criminal (es decir, de definición y control del delito), más humanitaria, igualitaria y legítima. Requerimos también de una matriz de análisis de los conflictos, conductas dañinas y las violencias, contextualizada biográfica, social e históricamente, abandonando la ideología del enemigo interno. Esto nos indica que ya es hora de iniciar, de manera seria, documentada y sistemática, esa conversación social.[/cita]

En tanto predominaba la ideología del consenso –la llamada “política de los acuerdos”– se invisibilizaban las violencias, conflictos e inseguridad que generaba el propio modelo de desarrollo, así como las implicancias de la cuestión social en la población marginalizada, sin que estas problemáticas encontraran expresión y fueran procesadas por el sistema político. De este modo, la manifestación de los conflictos era una cuestión de personas o individuos desadaptados o problemáticos, “enemigos”, a partir de lo cual se manipulaban los sentimientos de inseguridad generados en este contexto, sobredimensionando la realidad y simplificando su interpretación.

En tanto solo se tratara de sujetos peligrosos, el problema se reducía a su control policial y penal y, si no se lograba, era por su ineficacia que los dejaba en la impunidad. Paulatinamente se fue emplazando un enemigo, un “otro”, siempre al acecho: el delincuente, el joven, el adicto (todos pobres), así como la figura del “vándalo” o el “violentista” (el/la disidente).

También se fue instalando la tesis de “la puerta giratoria”, que se refería a que policías y jueces supuestamente dejaban en libertad a los hechores y/o que se aplicaban penas muy bajas. Un tanto en la oscuridad quedó el tráfico de drogas ilícitas, uno de los aspectos más graves y dañinos, así como mal abordado, de las problemáticas sociales y delictivas que se produce en la actualidad y que, en todo caso, quedó casi siempre acotado, de manera superficial, a su acontecer en las poblaciones marginalizadas.

Poco sirvió procurar instalar junto a la Reforma Procesal Penal el “principio de inocencia”, fundamental de todo Estado de derecho. Ni tampoco sirvió demostrar que las cifras de delitos de hurto y robo se habían incrementado mucho antes –en los 80, junto con la instalación del modelo de desarrollo que trajo la dictadura– y no en el inicio de la democracia.

Tampoco sirvió demostrar que la justicia en Chile es más dura que en la mayoría de los países del continente y que se había incrementado sistemáticamente la población bajo control del sistema de justicia penal, teniendo hasta la fecha una de las más altas tasas de encarcelados por cada 100 mil habitantes, lo que obviamente obliga a periódicas, apuradas e irracionales medidas masivas de excarcelación, sin políticas de preparación ni menos de seguimiento y apoyo posegreso.

A eso se suma la población sometida a las medidas alternativas que se cumplen fuera del penal (libertad vigilada, remisión condicional de la pena, reclusión nocturna). Tampoco sirvió mucho discutir el absurdo de la forma de abordar el problema del tráfico de drogas. Cada vez que se escuchaba un discurso “progresista” referido a “prevenir” el delito, había que esperar nuevas medidas y leyes de aumento del control policial o de las penas. En fin, mediáticamente se fue horadando la confianza en el sistema de justicia penal, impulsando el “populismo penal” y la policialización de los efectos del conflicto social no procesado políticamente.

Frente al delito común, la noción de justicia se redujo a la manifestación pública del sentimiento privado de venganza y la exigencia de castigo carcelario, construyendo la percepción de que el sistema fallaba porque supuestamente no encarcelaba a los delincuentes. Se instaló la justicia mediática, con su delirante espectáculo del drama ocasionado por el delito y, a veces, periodistas que reemplazan la labor de los jueces, estableciendo culpables y exigiendo condenas. La enorme diversidad de situaciones ocultas y subsumidas de manera única en esa palabreja (“los delincuentes”), las complejidades de las realidades subyacentes al delito común, sencillamente desaparecieron.

Quedaron fuera de la conversación social las definiciones favorables a humanizar la justicia y el sistema penitenciario, así como a regular su aplicación –Chile es casi el único país que no cuenta con una ley de ejecución de penas–. Se abandonó la perspectiva de procesar los conflictos sociales y problemas de los infractores de ley, para ir disminuyendo por esa vía las posibilidades de reiteración de las conductas dañosas. Se renunció a la búsqueda de otras respuestas distintas de la sanción carcelaria o de encierro, a establecer caminos de mediación del conflicto y de reparación por el daño causado, a esforzarse en evitar la estigmatización e insertar socialmente al infractor de ley, buscando así frenar las carreras delictuales.

Producir delincuencia y delincuentes pobres, enemigos de la sociedad, resultaba un negocio política y económicamente rentable.

Hoy podemos apreciar el resultado de la superficialidad y reduccionismo de las políticas públicas. La falta de abordaje de las realidades culturales, económico-sociales, psicosociales, psicológicas y, ocasionalmente, psicopatológicas en que se asienta el delito común; la postergación permanente de la protección de los derechos de la infancia desvalida, abusada y marginalizada, con sus gravísimos efectos; el uso masivo de la cárcel en condiciones infrahumanas que denigran y deterioran a las personas, profundizan las situaciones problemáticas originales y constituyen escuelas del delito (además de ser inhumanas para quienes trabajan en ellas); la insuficiente preocupación por la protección y reparación de las víctimas, etc.

Ello, ha redundado en una ineficacia de todas y cada una de las políticas públicas de todos y cada uno de los gobiernos posdictadura, así como en un preocupante agravamiento de la problemática del delito común y el colapso humano y moral de las personas pobres, sometidas al sistema de justicia penal y el sistema penitenciario y sus familias. Y, por supuesto, esta ineficacia de las políticas de control penal y el escaso apoyo a las víctimas, redundando en una desconfianza generalizada en el sistema de justicia, acompañada de fuerte necesidad de “vendetta” (“justicia”).

Luego, alrededor de los años 2000, emerge paulatinamente el destape de diversos casos del llamado “delito de cuello y corbata” o “delito de cuello blanco”. Concepto acuñado a mediados del siglo XX por el famoso sociólogo Edwin Sutherland, que se refiere a conductas infractoras de ley producidas en estratos socioeconómicos altos, en el ámbito de la ocupación o los negocios. Su etiología no presenta las complejidades del delito común. Sencillamente se trata de prácticas no siempre penalizadas, frecuentes en el mundo de los negocios de las elites socioeconómicas y políticas, y bastante más aceptadas o naturalizadas por los pares que lo que se dice públicamente.

Debido a la estructura misma del sistema de control y castigo de estas infracciones, no resultan estigmatizantes y son menos visibles socialmente (hasta vimos algunas sin sanciones). Eso, pese a que suele tratarse de prácticas muy dañinas y abusivas. Su peor efecto es la desmoralización e indignación que produce en la población.

En nuestro país, la aparición en los medios de comunicación de diversos casos, especialmente de corrupción, incluso en instituciones policiales, de las Fuerzas Armadas y hasta en el propio Poder Judicial, fue develando además el oscuro vínculo entre dinero y política, así como la obscena desigualdad de la ley en el abordaje, control y sanción para estos casos –cuestión que define el Poder Legislativo, así como en su ejecución, cuestión que compete a la Fiscalía y finalmente a jueces y juezas–. Su efecto en el desplome de la legitimidad del sistema político ha sido devastador. Y el descrédito del sistema de justicia –Fiscalía y Tribunales– incorporó un nuevo flanco, de otro orden, el de la flagrante desigualdad ante la ley.

La Justicia es injusta porque protege al rico, al “delincuente” de cuello y corbata. A esto siguió una cierta visibilización del trato de las policías, Fiscalía y/o los jueces frente a delitos comunes cometidos por personas poderosas que, con honrosas excepciones, claramente resultaba mucho más favorable al imputado de estas esferas que en el caso de posibles infractores de otros estratos sociales. La desigualdad ante la ley apareció en toda su desnudez.

A lo anterior debemos agregar el destape estos últimos años de la violencia intrafamiliar, vivida por muchas mujeres como resultado del poder patriarcal que nos acompaña en la vida cotidiana, la naturalización de dicha violencia por parte de fiscales, jueces y policías, el trato injusto y la falta de protección a la que se somete a quienes son víctimas de tal violencia, con los conocidos graves efectos. Situación que hoy día también ha puesto en el tapete al sistema de justicia.

Por otro lado, debemos recordar el problema suscitado en el sur de Chile, especialmente en La Araucanía, tal como nos ha acompañado a través de todos estos años de transición posdictadura, en que no se ha abordado de manera sustantiva el conflicto histórico y abuso con nuestros pueblos originarios. Una política sostenida en una represión policial permanente, criminalizando el conflicto, con un sistema de justicia incapaz de clarificar las graves infracciones a la ley, dando lugar así a una situación de gran complejidad y una violencia que hoy día alcanza niveles preocupantes y que contribuye a desacreditar el sistema de justicia.

Asimismo, como se apreció claramente en el marco del estallido social de octubre, existe en la gente también una apreciación de injustica social, por la ausencia de un sistema igualitario de protección estatal y solidaridad en ámbitos fundamentales de la vida (salud, educación, previsión social), cuestión acentuada luego frente a los efectos sanitarios, económico-sociales y culturales de la pandemia. Podemos agregar a ello los efectos de la violenta represión de los/las manifestantes y la demanda por justicia frente a la flagrante violación de los Derechos Humanos referidos a la protección de la integridad física de las personas y del derecho a manifestarse.

En síntesis, la sociedad chilena manifiesta una compleja y sustentada demanda transversal de Justicia –así, con mayúscula– amplia y diversa y que en algunos aspectos trasunta un desacople total entre la moral social del chileno(a) que está fuera de las esferas de poder y decisión y la de la elite. La evaluación de la mayoría de los chilenos y las chilenas de lo que está bien o mal, de lo que es aceptable y lo inaceptable, de lo que es justo o injusto, en importantes ámbitos ya no tiene puntos de encuentro con los sectores poderosos. Pero en otros, como es el problema del control del delito común, es en parte significativa un reflejo de la ideología que estos han instalado y que hoy constituye una forma alienada de demandar la protección que nos debe y no nos otorga el Estado.

En este contexto de crisis, se ha puesto en la opinión pública y los medios de comunicación el debate respecto del carácter subsidiario del Estado, la problemática de la falta de legitimidad del sistema de partidos políticos y del Poder Legislativo, de la desorbitante desigualdad socioeconómica, territorial, así como en el ámbito de la protección social o de la desigualdad de oportunidades en una sociedad estamentalizada. Sin embargo, la conversación social sobre las violencias y acerca de la crisis de legitimidad del sistema de justicia ha sido más bien superficial, reflejando la cultura instalada por la ideología de la inseguridad ciudadana.

En el marco de la conversación que ya se atisba por los cambios sociales que se avecinan y la sociedad que queremos construir, con las respectivas implicancias en el debate de los contenidos de la nueva Constitución, es inevitable el abordaje de una reforma del sistema de justicia penal, de su institucionalidad (policías, Fiscalía, Defensoría, Poder Judicial y sistema penitenciario) y de la legislación penal.

No podemos pensar en ir hacia un proceso de profundización democrática sin hacernos cargo de que necesitamos otra justicia, una que pueda dar cuenta de la masiva demanda de igualdad ante la ley, por la ley y en la ley. De protección frente al sistemático y naturalizado abuso de los poderosos y al daño por la corrupción, el delito de cuello blanco, la violencia de género y el delito común, incluyendo el narcotráfico, junto a las garantías procesales y del sistema penitenciario, propias de una democracia.

Asimismo, necesitamos dialogar respecto de otra política criminal (es decir, de definición y control del delito), más humanitaria, igualitaria y legítima. Requerimos también de una matriz de análisis de los conflictos, conductas dañinas y las violencias, contextualizada biográfica, social e históricamente, abandonando la ideología del enemigo interno. Esto nos indica que ya es hora de iniciar, de manera seria, documentada y sistemática, esa conversación social.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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