No hay discusión pública sin apelar a argumentos y evidencia que puedan justificarse de manera objetiva o mediante criterios racionales. Se invocan ideas o valores abstractos que tienen el bien común o el interés general como guía, porque ello permitiría convencer a otros(as), así como dejarse convencer uno mismo en el transcurso de la discusión. En el caso de la plurinacionalidad, se apela a un criterio general de justicia que hoy se reconoce (casi) universalmente: las naciones son grupos humanos con derecho a darse sus propias leyes cuando ellas son centrales a la forma en que sus miembros quieren vivir. Si la imposición externa o restricción excesiva de esa autonomía resulta moralmente injustificable, lo que debe dirimirse, entonces, es cómo hacerla compatible con los otros principios generales de un Estado democrático.
El debate político está crispado. Resulta imposible ponerse de acuerdo, los argumentos se hacen más para los ya convencidos que para intentar persuadir a quienes no lo están. Los lugares comunes se repiten sin cesar y, entre más se las refuta, las mentiras parecen adquirir mayor credibilidad. No estamos frente a un fenómeno nuevo (basta revisar documentales del período de la Unidad Popular o de los meses anteriores al plebiscito de 1988). Tampoco se trata de un fenómeno específicamente local –un “griterío” igual o peor domina, por ejemplo, la política norteamericana y británica a lo menos desde los triunfos del Brexit y Trump en 2016–. No podemos predecir el futuro, pero parece muy probable que este nivel de crispación seguirá presente pase lo que pase el 4 de septiembre. Incluso puede intensificarse más si, como parece, el resultado del plebiscito resulta estrecho.
Una forma de comprender el diálogo de sordos en que nos encontramos es preguntarse qué clase de argumentos se hacen en la esfera pública, en busca de qué objetivos y desde qué posiciones sociales. El caso de la actual discusión sobre plurinacionalidad ilustra con claridad cómo se movilizan ideas, intereses e identidades en el debate público.
Toda participación en la discusión pública requiere el intercambio de ideas; en caso contrario, seguiríamos resolviendo las diferencias de opinión únicamente a los golpes. No hay discusión pública sin apelar a argumentos y evidencia que puedan justificarse de manera objetiva o mediante criterios racionales. Se invocan ideas o valores abstractos que tienen el bien común o el interés general como guía, porque ello permitiría convencer a otros(as), así como dejarse convencer uno mismo en el transcurso de la discusión. En el caso de la plurinacionalidad, se apela a un criterio general de justicia que hoy se reconoce (casi) universalmente: las naciones son grupos humanos con derecho a darse sus propias leyes cuando ellas son centrales a la forma en que sus miembros quieren vivir. Si la imposición externa o restricción excesiva de esa autonomía resulta moralmente injustificable, lo que debe dirimirse, entonces, es cómo hacerla compatible con los otros principios generales de un Estado democrático.
La segunda forma de participar en el debate público es la defensa o promoción de intereses concretos. En este caso, la discusión gira en torno a la reivindicación de un daño que da derecho a la obtención de determinados beneficios. No se trata de que las ideas no tengan aquí relevancia, pero ellas no se movilizan ahora como un fin en sí mismo sino como un medio para el éxito de la negociación: las ideas a que se apela tienen únicamente relación con la obtención del objetivo buscado. Porque ello es así, se espera aun convencer a quienes no están de acuerdo, pero ya no se está realmente dispuesto a ser convencido.
Para el caso de la plurinacionalidad, eso significa buscar nuevos compañeros para conseguir los fines propuestos y, en esas alianzas, dirimir qué cuestiones son intransables y sobre cuáles se puede negociar. Es clave, entonces, reconocer qué argumentos son adecuados a las necesidades de distintos momentos y cuáles no: compensaciones territoriales y autonomía judicial (relativamente acotada), sí; autodeterminación política y tomas violentas de terrenos (al menos por ahora), no.
La tercera forma de ingresar al debate público consiste en expresar, en dar visibilidad, a nuestras identidades personales y culturales; se trata sobre todo de mostrar quién uno “es”. Lo propio de la reivindicación identitaria es dar nombre y presencia a grupos minoritarios o que han sido tradicionalmente marginados en su participación política. Por supuesto, también en este caso se puede intentar convencer a otros(as), así como también obtener determinados beneficios concretos.
Pero a diferencia de los casos anteriores, cuando se trata sobre todo de afirmar quién uno es, no hay demasiado margen de negociación. Sin duda esta es la dimensión en que la plurinacionalidad expresa con mayor intensidad su verdadero carácter de lucha por el reconocimiento. No es sorpresa entonces que, a medida en que se acerca el hito clave del plebiscito, crezca la tensión. En el plano de la identidad, parece inevitable vivir esa experiencia como una apuesta “todo o nada”.